Comuneros. Miguel Martinez
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Como había ocurrido en otras ciudades insurgentes, el pueblo elige como jefe de la Comunidad a un noble de sangre real que no se atreve a rehusar el puesto, «aunque siente de manera muy contraria al pueblo». En el caso de Valladolid se trataba del infante de Granada, hermano nada menos que de Boabdil, noble cristianizado de la más alta estirpe nazarí. No debe extrañarnos, como veremos luego en detalle, que los comuneros se congregaran a menudo en torno a liderazgos aristocráticos para una insurrección fundamentalmente popular y en gran medida antinobiliaria. Por un lado, dado que los comuneros elegían capitanes, tenía sentido nombrar a aquellos a quienes se les reservaba tradicionalmente la función militar. Por otro lado, una de las formas más seguras de garantizar el triunfo de la revolución era alistar el apoyo de patricios con poder, redes, propiedades y prestigio. La comunidad de Valladolid, sin embargo, no tiene ninguna intención de ceder el poder recién conquistado a un hijo de reyes: «Le ha puesto cinco delegados del pueblo, para que con su consejo rija la ciudad».
Al igual que Toledo y otras ciudades comuneras, Valladolid también organiza la defensa de la ciudad: «Montan guardia durante la noche, pues temen que inesperadamente caiga sobre ellos algún grupo de soldados al amparo de los nobles». La defensa se financia con la contribución de los ciudadanos, según Anglería: «Barrio por barrio y calle por calle, a título de préstamo van sacando dineros para mantener las guardias». A principios de septiembre se consolida el poder comunero vallisoletano, que desconoce la autoridad de Adriano y del Consejo Real.
Dos revoluciones hay ya en marcha: una quiere poner orden y gobierno en la situación caótica creada por la ausencia y la corrupción del monarca Habsburgo. Otra quiere alterar para siempre las relaciones sociales y la distribución del poder político: «Las tribus vallisoletanas no piensan en otra cosa que en derribar las casas de los regidores y en extirpar de raíz a todos los potentados, a fin de menear ellos con más libertad esta papilla». Acorralado en su palacio, como el resto de los imperiales, Anglería resume la situación en el reino: «Va cobrando fuerza en nombre de las Comunidades, mientras que al rey le va de mal en peor». El fuego de agosto había traído, tras la siega y a destiempo, una germinación desesperada.35
La Santa Junta
La conocida como Santa Junta fueron las Cortes de la revolución comunera, observó con rapidez Manuel Azaña en un lúcido trabajo sobre el asunto. Así lo reflejaba el nombre oficial de la institución: Cortes y Junta General del Reino. El humanista Juan Maldonado aporta una teoría sobre la popularización del apelativo de Santa: «Reunidos en Ávila los procuradores de veinte ciudades más o menos, se sancionó en principio, mediante decreto, que la Junta se llamara Santa, por darle mayor dignidad y autoridad, debido a que, según los propios procuradores, había sido muy piadoso el haberse reunido para aliviar la pobreza de los desheredados [ad sublevandam miserorum inopiam]». El impulso político que late en la apuesta comunera se conjuga, y a veces compite, con la aspiración de justicia social del pueblo insurgente.36
Desde principios del verano, antes del incendio de Medina, Toledo había convocado a las ciudades del reino a una reunión absolutamente ilegal en ausencia del rey, el único con capacidad de convocar Cortes. En Ávila, desde el 1 de agosto, se reunieron los procuradores de Toledo, Salamanca, Segovia, Toro y Zamora en la primera Junta comunera. Las deliberaciones habían comenzado y la restauración del buen gobierno pasaría por anular el servicio fiscal aprobado corruptamente en las Cortes de A Coruña, volver al viejo sistema del encabezamiento de la alcabala (es decir, estabilizar y retornar los ingresos del principal ingreso ordinario a la Hacienda pública), garantizar que los oficios se otorgaran a naturales, prohibir la salida de dinero del Tesoro y nombrar un gobernador castellano que sustituyera al cardenal Adriano. Estas medidas disfrutaban de un consenso casi absoluto en Castilla a pesar de lo exiguo de la representación ciudadana en la primera Junta. El ímpetu abiertamente revolucionario que fluía por abajo, sin embargo, no era unánime. Tras oír acerca del incendio de Medina, las ciudades de Valladolid, Zamora y León anunciaron que enviarían procuradores a la Junta de Ávila. Los diputados de las ciudades confederadas se eligieron en asambleas populares.37
La Junta pronto se trasladaría a Tordesillas. La razón: Juana, madre de Carlos y reina legítima de Castilla junto con su hijo, residía en la ciudad del Duero en un régimen que algunos percibían como carcelario, gobernado por un marqués de Denia que hacía las veces de tutor. El ejército comunero, saliendo de la Medina calcinada, se dirigió directamente a Tordesillas para tener audiencia con la reina. El encuentro con Juana supone un espaldarazo a la causa comunera y un momento de gloria para su capitán: «Juan de Padilla —decía uno de sus enemigos— sueña que allí es un gran general de un grande ejército. Cercado de centuriones y tribunos, come y negocia».38
Seguramente Juana no estaba tan loca como sus enemigos querían ni tan cuerda como les habría gustado a los comuneros. La relación entre la reina madre y los procuradores de la Junta estuvo marcada por la ambigüedad y la frustración. Por un lado, estar a su lado y ser sus custodios suponía un enorme capital político para el bando comunero. Por otro, a pesar de su cordialidad y una aparente buena sintonía, la reina se negó a firmar nada que sancionara la política revolucionaria de la nueva Junta de Tordesillas, convertida ya en órgano triunfante de la revolución en Castilla. «Si firmase su alteza —le escribe Adriano a Carlos—, sin duda todo el reino se perderá y saldrá de la real obediencia de vuestra majestad».39
En realidad, la obediencia a Carlos, y su legitimidad sucesoria, estaban en el centro de varias disputas que tuvieron lugar durante las deliberaciones de la Junta. En Tordesillas se reunían los procuradores de trece de las dieciocho ciudades con voto en Cortes. Burgos se oponía frontalmente a considerar a Carlos un usurpador —como querían Segovia, Salamanca y Toledo— y consideraba que la Santa Junta debía apenas reiterar las justas demandas que se le habían presentado al monarca para que este, graciosamente, las atendiera. Para la mayoría de los junteros, sin embargo, la asamblea de las ciudades no era un órgano consultivo, sino el gobierno provisional de la revolución comunera y el legítimo del reino en ausencia de Carlos. El objetivo era «que las leyes de estos reinos y lo que se asentare e concertare en estas Cortes e Junta sea perpetua e indudablemente conservado e guardado».40
A pesar de la firme oposición de Burgos, y menos consistentemente de Valladolid, la estrategia de la Junta estaba escalando. Frente al tira y afloja de la súplica, frente a la idea de la Santa Junta como unas Cortes simbólicas en ausencia del rey y compatibles con la autoridad del Consejo, avanza un proyecto en cierta medida constituyente: «Los fautores de alteraciones populares maquinan nuevas cosas: hablan de quitar al Consejo Real la autoridad, de crear nuevos magistrados y de cobrar ellos las rentas», resume Anglería desde los mismos salones donde residía tal Consejo.41
La Junta, en efecto, estaba dando pasos decisivos para constituirse como única autoridad legítima de Castilla. Además de declararse como tal, los junteros iniciaron desde Tordesillas una agresiva campaña para acorralar en Valladolid al Consejo Real, privado de prácticamente todo margen de maniobra desde finales del verano de 1520. Los comuneros reclaman que varios oficiales del Consejo vayan a rendir cuentas por su gestión de los asuntos públicos durante los años del saqueo. Se envían cartas y mensajeros a Adriano para que ceda las insignias y los sellos del poder real. El último día de septiembre, el ejército de Padilla se apoderó de los sellos y los libros de contaduría. Ese mismo día los comuneros detienen a los consejeros