Comuneros. Miguel Martinez
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Las ciudades insurgentes
La primavera comunera comenzó en Toledo a mediados de abril de 1520. La ciudad, «cabeza del reino», habría de ser principio y fin de la revolución de las Comunidades. Una vez prendida la mecha, Sandoval se sorprendía de la rapidez de los hechos y de la coordinación de los rebeldes: «En los demás lugares iba cundiendo el fuego furiosamente, como si se hubieran concertado o se entendieran por atalayas y ahumadas, como suelen hacer en las costas y fronteras: así se movieron casi a un tiempo muchos lugares».22
Desde finales de 1519, con Valencia ya levantada en Germanía, Toledo maniobraba para movilizar a las otras ciudades con voto en Cortes en contra de la salida de Carlos, el saqueo del Tesoro de Castilla y la venta de oficios a extranjeros. En las deliberaciones del ayuntamiento se habían destacado algunos de los caballeros que capitanearían la revolución: Hernando de Ávalos, Pedro Lasso de la Vega (1492-1554), Juan Carrillo, Gonzalo Gaitán y Juan de Padilla (1490-1521). Poco a poco se iban imponiendo al bando leal, encabezado por Hernando de Silva y Juan de Ribera. «Sin duda prevalecía mucho la parte de los que querían Comunidad», dice una relación anónima. Los rumores se derramaban con rapidez y salían de los espacios oligárquicos para circular «en el vulgo, contándolo la gente baja y las mujercillas».23
El emperador, por su parte, también había intrigado para controlar a la ciudad más díscola. Quería sustituir a algunos de los regidores de su ayuntamiento y facilitar el envío a Cortes de procuradores dispuestos a transar. Para ello, al tiempo que rechazaba las embajadas que le enviaba la ciudad para negociar el bien público del reino, mandó a principios de abril una cédula llamando a Padilla, Gaitán y Ávalos: debían salir inmediatamente de Toledo camino de Galicia. Era la mejor forma de descabezar lo que la corte de Carlos ya auguraba como una rebelión incipiente.
El pueblo toledano, sin embargo, en un acto tal vez coreografiado con el beneplácito de sus propios líderes, se congregó para impedir la salida de los caballeros, escenificando así la ruptura con su soberano en un acto multitudinario. Los toledanos, cuenta Juan Maldonado en su excelente crónica latina, «corrían gritando por aldeas y plazas: “¡Viva, viva el pueblo!”, grito que representaba por entonces para el común el símbolo de la guerra civil en las ciudades». Vivat populus era la voz del común, vox plebeis. Si en todas las revoluciones hay un punto de no retorno, una acción a partir de la cual ya se vuelve imposible moverse dentro de la legitimidad previamente constituida, seguramente este es el momento más emblemático del desafío comunero, el umbral del desacato. «Estos señores —se dijo entonces— se habían puesto por la libertad de este pueblo». Y el pueblo, según el cronista Sandoval, correspondía con gritos multitudinarios: «¡Mueran, mueran Xevres y los flamencos que han robado a España, y vivan, vivan Hernando de Ávalos y Juan de Padilla, padres y defensores de esta república!».24
Unas Coplas a Juan de Padilla, escritas en el verano de 1520, corroboran la excitación popular del estallido toledano del 15 de abril. Los versos celebraban a un capitán que, a pesar de su alcurnia, se comprometía con sus conciudadanos:
Viendo a la Comunidad
que comienza de llorar
la cubija con su manto;
y queriéndonos cubrir
con ropas de libertad
él acuerda de morir
por nosotros.
Padilla es paladín del pueblo y padre, pero se conduce «llamando a todos hermanos». Como capitán es mejor que Carlomagno y los doce pares,
porque estos hicieron guerra
con corazones muy crudos
por ganar siempre más tierra
y aqueste siempre con pena
volviendo por los menudos.
Frente a la guerra de conquista, esta es una empresa defensiva y libertadora. Los primeros compases del movimiento sonaban a revolución protagonizada por el pueblo menudo.25
La insurrección se transforma rápidamente, de hecho, en poder popular. Los barrios envían diputados para formar un nuevo consejo municipal. Comienza a apellidarse comunidad. Así lo declara un testigo en el juicio posterior contra el comunero toledano Juan Gaitán: «¡Comunidad! ¡Comunidad! ¡Libertad! ¡Libertad! Esto decían los cardadores e zapateros e un Borja, hilador de seda».26 La multitud comunera fuerza la renuncia del corregidor —máxima autoridad local designada por el rey y que dirigía en su nombre el gobierno municipal—, quien acabará abandonando Toledo a finales de mayo. Mientras, el principal patricio del bando realista, Juan de Ribera, se refugia en el alcázar con unos pocos fieles. Los comuneros lo rodean y los obligan a rendirse. Con la destitución de las autoridades reales, la constitución del poder comunero y la organización de la autodefensa, se consuma la ruptura. La revolución ha triunfado en Toledo.
La escena se repite, con mayor intensidad, en otras ciudades de Castilla. En Guadalajara, ciudad sometida al poder descomunal del duque del Infantado, Diego Hurtado de Mendoza de la Vega y Luna (1461-1531), una masa de pecheros se planta en el palacio del señor para exigir responsabilidades por el comportamiento de los procuradores de la ciudad. La mayoría eran artesanos —sastres, alabarderos, tejedores— y tenderos. También estuvieron presentes «muchos labradores del común de la tierra». La entrevista no resuelve nada y la multitud, como hará en otros lugares, terminó quemando las casas de los dos representantes. El carpintero Pedro de Coca, el albañil (solador) Diego de Medina y un letrado llamado Francisco de Medina se contaban entre los líderes de las primeras agitaciones populares. A la hora de elegir a su capitán, la ciudad se decantó por el primogénito del propio duque del Infantado, que acabaría cortando la cabeza a quienes encumbraron a su hijo. A uno de los agitadores populares que se salvó de la horca del duque le decían el Gigante: quizás Castrillo no iba tan desencaminado con su analogía ovidiana sobre los titanes.27
En Zamora, un tribunal de cuatro regidores organizados por el magnate local que tomó partido inicialmente por la revuelta, el conde Alba de Liste, condenó a sus procuradores corruptos, cuyas casas trató de quemar la multitud. En Burgos, el pueblo respondió a las amenazas del corregidor destruyendo en la plaza las cántaras usadas para calcular la alcabala del vino. La alcabala era un impuesto indirecto prácticamente universal sobre la venta de determinadas mercancías; la reforma de su administración y recaudación sería una de las principales demandas comuneras. El pueblo se dotó de un nuevo corregidor, ignorando ya abiertamente la