Comuneros. Miguel Martinez

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Comuneros - Miguel Martinez Mecanoclastia

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«sacándolo [todo] a la plaza, donde hicieron la hoguera, a la cual llevaron todo el mueble que se halló en su casa de ropa blanca y tapicería muy rica y vestidos y cuantas arcas había en ella. Y lo sacaron y lo quemaron públicamente sin se querer aprovechar de cosa alguna, que es harto de maravillar, considerada la condición de la gente baja». Algo parecido ocurrió en Valladolid con las casas de varios procuradores, incluido Pedro Portillo, «opulento comerciante» que «había accedido al cambio de la primitiva ordenación de los tributos de la alcabala».28 En lugar de apropiarse del botín, el pueblo prende fuego a los signos ostentosos de la riqueza y el poder. Al mismo tiempo, las ciudades castellanas, en aquellos días encendidos de 1520, gritaban un sonoro «No nos representan» —valga la analogía— contra los procuradores que volvían vencidos o comprados de las cortes de Galicia, habiendo traicionado el mandato municipal. Lo que siguió fue una más o menos radical impugnación de la institucionalidad previa al levantamiento y la constitución de nuevos mecanismos representativos y decisorios.

      Tras el primer relámpago de la revuelta, los magnates de Zamora, Guadalajara y Burgos se las arreglaron para contener momentáneamente las llamas populares. En Segovia, sin embargo, las malas noticias de las Cortes llegan mientras «el común de la república», según el cronista local Diego de Colmenares (1586-1651), se reúne a las puertas de la iglesia del Corpus Christi para elegir a sus cargos representativos. Se intercambiaban pareceres sobre los ministros de justicia de la ciudad, alguaciles y corchetes (lo más parecido a la policía municipal en el Antiguo Régimen). Uno de ellos, llamado Hernán López Melón, afeó a los vecinos el tono con que hablaban de los oficiales del rey y amenazó con tomar medidas. «El fuego, hasta entonces lento, levantó llama; y con ímpetu furioso comenzaron algunos a vocear que era un traidor, enemigo del bien común». La rabia popular acabó con su vida y con la de otro corchete, Roque Portal, que anotaba en un papel los nombres de los alborotadores: después de arrastrarlos por las calles, la multitud los colgó, boca abajo como a los traidores, de una horca levantada de improviso junto a la Cruz del Mercado. Con leños de los pinares de Valsaín, coto de caza de los reyes castellanos.

      Mientras, los procuradores segovianos habían regresado a su ciudad. Ya se sabía que habían votado el servicio de Carlos en las Cortes de Santiago y A Coruña, en contra de los deseos y las órdenes de Segovia. Uno de ellos logró librarse de la furia. Rodrigo de Tordesillas, sin embargo, cuyo voto en Cortes había comprado el rey por 300 ducados, decidió presentarse en el ayuntamiento para dar cuenta de su procuración. Ya era tarde. El pueblo «levantó una vocería tan confusa, que nada se entendía: unos que le oyesen, otros que le llevasen […] a la cárcel; otros que le matasen por enemigo de los pobres». Al parecer ganaron los últimos y Tordesillas fue colgado de la misma horca que los dos corchetes. La multitud, acto seguido, puso fuego a su casa.

      El cronista Colmenares seguramente exagera al aseverar que «constaba no haberse hallado en el alboroto no solo persona noble, pero ni aun ciudadano de mediano porte», pues así exoneraba a la oligarquía municipal de acciones seriamente reprobables. Pero sin duda tenía razón cuando identificaba el motor principal de la revolución: «El furor repentino de mil o dos mil pelaires y cardadores, cuyo respeto está en sus manos y cuya hacienda está en sus pies». Los artesanos arrebataron las varas de mando a los tenientes y «nombraron alcaldes ordinarios al modo antiguo». Los titanes que asaltaban los cielos eran fundamentalmente los trabajadores de la industria lanera segoviana, en su mayoría extranjeros avecindados. Como para el gigante Anteo, su fuerza radicaba en la tierra que pisaban, pero que nunca poseerían. La radicalidad de la comuna segoviana de 1520 inspiraría cuatro siglos después al escritor socialista Rodrigo Soriano para imaginar un relato sobre aquellos hechos. Lo tituló Un soviet en el siglo XVI y apareció en la revista Siluetas en 1924.29

      Los hechos de Segovia eran graves, y motivaron la reacción inmediata del gobierno de regencia. A su partida, Carlos había dejado al cardenal Adriano de Utrecht (1459-1523) para gobernar el reino junto a un Consejo Real formado por grandes y prelados. Desde principios de junio estaban instalados en Valladolid y deliberaban cómo hacer frente al desafío comunero. Se impusieron los partidarios de la mano dura: el juez Ronquillo, que precisamente había sido corregidor de Segovia, debía presentarse en la ciudad para hacer las pesquisas correspondientes, como preludio a una expedición de castigo. Los segovianos, como esperaba el Consejo, no colaboraron, y las tropas de Ronquillo a principios de julio ya cercaban Segovia. Pero la ciudad castellana se mantenía recia: «Que ya había pasado el tiempo —dice Maldonado que decían desde dentro los segovianos— en que unos alcaldillos con sus varitas aterrorizaban al miserable pueblo menudo [miseram plebeculam]».30

      El pueblo segoviano prepara la defensa y se congrega en torno al nuevo jefe de la Comunidad, el regidor Juan Bravo. El armero Juan de Marquina no da abasto con las picas y los coseletes. Los comuneros de Toledo y Madrid envían columnas de infantería en apoyo a sus hermanos segovianos. Al mando van ya Juan de Padilla y Juan Zapata, cuyo prestigio popular solo iría en aumento a partir de entonces. Al enterarse del socorro comunero, el Consejo envió a Antonio de Fonseca, capitán general de Castilla, para asistir a Ronquillo. Debían sacar la artillería de Medina del Campo para bombardear a los segovianos. Los medinenses resistieron la entrada y Ronquillo y Fonseca le prendieron fuego a la ciudad. «Rayo es del cielo cuando con la potestad reina la ira», dirá Sandoval respecto al fatal error de los de Carlos. Su primera acción militar tendría consecuencias catastróficas para el bando real.31

      «No creo que fuese más devastador el incendio de Troya del cual hablan los poetas», dice Anglería. Puede parecer exagerado. Pero la quema de Medina el 21 de agosto de 1520 dejó una impresión imborrable en la memoria de los castellanos y acabó de inflamar el reino a favor de la causa comunera. «Quemose el monesterio de San Francisco y aquella calle y la Rúa y las Cuatro Calles y la calle de Ávila y mucha parte de la plaza, por manera que se quemó todo lo más principal del lugar», reporta un cronista anónimo. Medina era la capital financiera y mercantil de Castilla, gracias a sus ferias de mayo y octubre, de manera que con la quema «ardió aquel emporio del comercio, donde se conservaban tantas mercancías traídas de las más diversas partes del mundo» y que se guardaban precisamente, de feria en feria, en el convento de San Francisco. La cifra que da Anglería no se aleja de la que estiman los historiadores posteriores: «Se dice que este incendio arrebató a los comerciantes más de trescientos mil ducados». El ataque, «turbión de fuego», situaba al gobierno de regencia como frontal enemigo del reino: «Nunca se vio ni oyó contra infieles tan grande inhumanidad y crueldad», dirán los propios vecinos de Medina en una carta a la Junta de Ávila. La defensa popular de los cañones de Medina en agosto de 1520 tuvo en la imaginación revolucionaria un impacto similar al que tendría la defensa del parque artillero de Monleón en Madrid el 2 de mayo de 1808.32

      El ejército real se licencia y Fonseca huye de la rabia castellana exiliándose a Portugal. Bravo, Padilla y Zapata, con las milicias comuneras de Segovia, Toledo y Madrid, entran triunfantes en Medina. Quedan en pie solo muros, calcinados. Traían orgullo y esperanza para un pueblo postrado, pero que ya se organizaba: «Los vecinos de Medina, quedando más encendidos en su furia que la villa con el fuego, apellidaron luego Comunidad y tomó el pueblo la forma de regimiento que las otras habían tomado». Ya en Las siete partidas (1256-1265) de Alfonso X el Sabio, cimiento legal del reino de Castilla, apellidar quería decir «voz de llamamiento que facen los omes para ayuntarse e defender lo suyo».33

      Pronto la noticia corre y no tarda en llegar a Valladolid, relativamente tranquila hasta entonces por ser sede del gobierno de regencia. En el corazón imperial de Valladolid también vive Pedro Mártir de Anglería, el cronista italiano que dio noticia puntual, como vimos, de la crudeza del expolio. Cuando triunfa la revolución en la ciudad, el humanista vivía en «el dorado palacio del comendador Ribera», que había sido corregidor hasta que, en los días que vamos a relatar, lo depuso la Comunidad y tuvo que exiliarse. Desde que los vallisoletanos oyen lo de Medina, la capital castellana se convertirá en el más firme y radical bastión de los rebeldes.

      El cardenal Adriano y el Consejo, escribe Anglería,

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