Víctima Sin Computar. Yael Eylat-Tanaka
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Me sentí orgullosísima de que me llamasen «niña preciosa», pero no era consciente en ese momento de que ninguna enfermera osaría llamar «precioso» a un bebé recién nacido. Mientras me regodeaba en esa sensación tan gratificante, hubo un instante en que se me pasó por la cabeza preguntarme por qué los bebés nacían por la noche mientras la madre duerme y por qué estaba mi madre durmiendo en aquel hospital. Para mi desgracia, nadie me respondió nunca a estas preguntas.
Muy de vez en cuando y siendo todavía bastante joven, conseguía ir reuniendo pequeños fragmentos de información sobre mi más tierna infancia. Maman siempre decía que era una niña muy tranquila y que me entretenía durante horas jugando con mis juguetes. Decía que como era tan tranquila, una vez que me puse enferma se le olvidó quitarme el apósito medicinal que me había puesto en la espalda y, cuando por fin se acordó y vino corriendo hasta la cuna, tenía toda la espalda hinchada y rojísima, pero como no me eché a llorar, ella no se había dado cuenta. Claro que yo no recuerdo nada todo aquello; es más, según la recuerdo, mi infancia pudo ser cualquier cosa menos tranquila.
Se dice que la autoestima y la concepción del valor de uno mismo se forjan muy temprano. Me pregunto si ese accidente fue la primera vez que empecé a pensar que no valía la pena acordarse de mí, ni siquiera para mi madre...
Cuando tenía unos tres años, mi familia se mudó a Valence, una ciudad a unos cien kilómetros al sur de Lyon. Se trata de una ciudad medieval a orillas del Ródano, donde se habían asentado hacía tiempo dos de mis tíos. Allí es donde me crié, espachurrada entre mi hermano René, que tenía un año y medio más que yo, y mi hermano Jacques, que era dos años menor que yo. Mi abuela Memé vivía con nosotros y, de vez en cuando, mi abuelo nos visitaba y se quedaba en casa por temporadas. Nos quería mucho a los tres niños. Él era un judío muy devoto; todavía lo recuerdo rezando cada mañana en dirección a Jerusalén, con la cabeza cubierta con su talet y sosteniendo el tefilín con la mano izquierda. Somos judíos sefardíes y, como tales, mi madre y mi abuela se ocupaban de que se cumplieran todas las leyes y el estilo de vida judío, como no trabajar durante el Sabbat o los Santos Días. Es curioso que siguiéramos esta tradición, cuando mis padres habían sido educados por misioneros cristianos.
Recuerdo a Maman encendiendo las velas sobre el mantillo de su cuarto en la noche del viernes al Sabbat y, durante los Santos Días, solía cubrir las camas con colchas de encaje y almohadas. Todavía hoy, el olor de los jacintos, los claveles y las mimosas me transporta años atrás a aquel piso en época de Pascua, cuando Maman decoraba todas las habitaciones con estas flores y sus preciosas colchas de encaje hechas a mano por la suegra de mi tío. Empezaron a enseñarme la labor de los encajes cuando era muy pequeña, en uno de los viajes que hicimos a Lyon. Mi madre nos llevó a los tres a pasar unos días con mi tío y, cuando vio el minucioso trabajo de encajes que había realizado su suegra, no pudo evitar encargarle que le hiciera una colcha dedicada para ella. Al poco tiempo se la entregaron pero solo la usaba durante los Santos Días Supremos. Más adelante me enteré de que la pobre mujer y su hijo habían visto cómo los alemanes deportaban al resto de su familia a Drancy, un campo de concentración al sur de París, y que nunca volvieron a saber de ellos. Mi pobre tía... Debe partírsele el corazón cada vez que piense que su madre, su padre y todos sus hermanos murieron de una manera tan terrible y que, en 1944, también perdió a su hijo de 17 años en un bombardeo mientras intentaba salvar a las personas de un refugio. Más tarde, mi primo fue condecorado post mortem de parte de toda la ciudad, pero estoy segura de que mi tía preferiría mil veces tener a su hijo que una medalla. ¡Cuántas veces he dado gracias a Dios porque mis padres murieran en la cama y no bajo los horrores del Holocausto!
Muchos años después, mi hermano René visitó a mis padres en Israel y mi madre le regaló la preciosa colcha de encaje como regalo para su mujer pero, con el tiempo, ella me la entregó a mi como recuerdo de mi madre.
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Estamos en Janucá de 1991. Esta tarde, estaba encendiendo las velas cuando se me ha venido un recuero a la cabeza. Estaba otra vez en Janucá, pero este momento era antes de la Segunda Guerra Mundial y estábamos todos reunidos en la cocina de Bourg-les-Valences alrededor de la menorá de Janucá. Yo debía tener unos nueve o diez años y teníamos visita ese día, el Sr. Yerushalmi, que imagino que era amigo de mis padres aunque yo no lo había visto nunca. Esa noche me tocaba a mí encender la menorá, puesto que mis hermanos y yo nos turnábamos para que uno la encendiera cada noche. Justo cuando iba a encender la primera vela mientras comenzábamos nuestras plegarias, el Sr. Yerushalmi, angustiado, nos hizo parar todo y dijo: «¡La niña no puede encender las velas! ¡Podría ser impura!». Yo no tenía ni idea de esos temas de adultos, solo me sentí humillada porque me llamasen ‘impura’ en público, con esa connotación de ‘algo sucio’ y delante de mi padre y mis hermanos, así que no entendí lo que realmente quería decir nuestro invitado. Por supuesto, como anfitriones, mis padres me pidieron que le pasase las cerillas a uno de mis hermanos y yo me quedé ahí pensando cuál habría sido mi pecado, si es que había cometido alguno. No recuerdo que me lo explicaran después, solo recuerdo que creció ese sentimiento de ostracismo que siempre había sentido cada vez que me decían que, solo por ser una chica, no podía hacer las mismas cosas que mis hermanos.
Más tarde entendí a qué se refería nuestro invitado. Debía tratarse de un judío ortodoxo que opinaba que las mujeres eran como ‘jarrones impuros’. Muchos años después, mi padre y mi hermano Jacques decidieron estudiar a fondo el budismo. Normalmente, se leían el uno al otro fragmentos de sus libros en voz alta y, una de las veces que pasé por delante de la habitación donde se sentaban escuché: «...car la femme est impure...» (porque la mujer es impura). Me marché corriendo alucinada de que fuesen capaces de leer en voz alta tales insultos incluso estando mi madre, mi hija y yo en casa. Claro está que, después de esa experiencia, no me dieron ganas ningunas de estudiar la filosofía budista, por mucho que insistiera mi padre.
Nos enseñaron muy poco sobre el judaísmo, pero algunas de sus tradiciones estaban profundamente arraigadas en nuestra familia. Sabíamos que éramos judíos y, a veces, cuando volvíamos del colegio llorando porque otros niños nos llamaban ‘judíos asquerosos’, mi padre siempre nos decía que teníamos que estar orgullosos de ser judíos. Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, sentíamos que éramos diferentes a los otros niños y, muchas veces, sabíamos que no les caíamos bien. Nuestras fiestas no eran las mismas que las de nuestros amigos, no íbamos a la iglesia o al catequismo como ellos y nuestro día de descanso era el sábado, no el domingo.
En Pascua, después de limpiar todo rastro de comida que hubiera en la casa, comíamos pan ácimo durante ocho días. La primera noche siempre se dedicaba a Séder, así que mi padre siempre leía el larguísimo Hagadá que cuenta la liberación de los esclavos judíos en Egipto. En aquella época, y sabiendo que en mi familia se mantenían todas las tradiciones, se daba por descontado que yo celebraría mi Bar Mitzvah. Yo ni siquiera sabía que esta ceremonia se celebrase en otros países para las niñas, en cambio, mi hermano René, empezó a estudiar para su Bar Mitzvah con tan solo trece años, pues esa celebración marcaría su entrada en la edad adulta y en la comunidad judía. Siempre lo quise mucho y mantuvimos una estrecha relación; me encantaba imitar todo lo que él hacía. Solo con escucharle recitar las lecciones sobre Los Trece Principios de Fe de Maimónides me los aprendí yo también, tanto que aún recuerdo claro como el agua el principio de una de las plegarias: « Oui, je promets du fonds de mon âme de te rester fidèle, oh, mon père et mon dieu...» (‘Sí, prometo desde lo más profundo de mi alma serle fiel, oh, mi padre y mi Dios...’).
Durante Yom Kippur hicimos ayuno. Los niños aguantamos todo lo que pudimos, pero cuando vimos la comida preparada en la cocina, no pudimos soportar la tentación y perdimos el control, comiéndonos disimuladamente todas las rechicas y los deliciosos trovados, unas galletas típicas bañadas en miel que había preparado nuestra abuela para cuando rompiéramos el ayuno.
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