Víctima Sin Computar. Yael Eylat-Tanaka
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Había tan pocos judíos en Valence antes de la Segunda Guerra Mundial, que ni siquiera teníamos un templo o una sinagoga en toda la ciudad. Sin embargo, hubo un año en que mis padres decidieron celebrar misas en casa durante los Santos Días Supremos. Se necesita un quórum de al menos diez varones judíos para poder celebrar la misa, y ese era aproximadamente el número total de hombres judíos que había en Valence y que pudieron invitar. Mis padres movieron todos los muebles del comedor y cubrieron el armario con una sábana blanca. Consiguieron traer una Torá de los templos de Lyon y la colocaron en un arca improvisada. Las mujeres se sentaban en otras habitaciones y miraban a través de la puerta mientras los hombres rezaban en el ‘santuario’. Recuerdo vagamente una disputa que tuvo lugar durante esos Santos Días cuando uno de los hombres que se sentaba en el santuario cruzó sus piernas poniendo un pie por encima de la rodilla contraria. Se formó un gran revuelo entre el resto de hombres, que empezaron a reprocharle que aquella acción era una gran falta de respeto en un lugar ‘sagrado’. Menciono esta anécdota para mostrar cuán sagrado era el judaísmo para mi familia, a pesar de que mi padre hubiese decidido no inculcarnos ningún tipo de educación religiosa.
Ese año, como íbamos a montar un ‘templo’ en casa e íbamos a recibir tantos invitados, mi madre le pidió a mi tía Allegra que me cosiera un nuevo vestido de seda. Era azul claro y tenía la falda plisada. ¡Mi emoción cuando fui a casa de mi tía para probármelo y me dijeron que lo llevaría durante los Santos Días no tenía límites! Por desgracia, la semana de antes de las fiestas debí desobedecer a mis padres o hacer alguna trastada y me castigaron con lo que más daño podía hacerme: mi vanidad. Me prohibieron ponerme ese vestido nuevo precioso, que estaba ahí colgado para que todo el mundo lo viera sobre una percha en vez de sobre mí. ¡Encima, nunca tuve otra oportunidad para ponérmelo! Porque crecí mucho de repente y se me quedó demasiado pequeño. Fue una decepción tan grande, que me marcó en lo más profundo, porque me di cuenta de que para mis padres no solo era una niña problemática, sino bastante vanidosa. Puedo oír a las amigas de mi madre diciéndole que tenía una niña preciosa y, mientras tanto, Maman trataba de mantener raya todo lo que se me pasaba por la cabeza. Mi mejor amiga tenía un espejo en el que me encantaba admirar mi largo pelo rizado hasta el punto en que mi padre, desesperado, me amenazó con cortarme hasta el último pelo mientras dormía si no dejaba de contemplarme en el espejo. No creo que lo dijera en serio, pero en aquel momento sí que me lo creí.
Sin embargo, nunca dejé de mirarme al espejo.
Cuando aún éramos pequeños, Maman nos llevó a pasar unos días con la familia de mi tío en Lyon. Vivían en la parte más pintoresca de la ciudad: la Plaza de San Juan. Todavía recuerdo cosas sueltas de aquellos días, dando de comer a las palomas en la Plaza des Terraeaux o cuando me sentaba en el orinal en una de las habitaciones... Un sábado por la mañana, cuando salimos de la sinagoga en el muelle Tilsitt, Maman se paró a hablar con un conocido en las escaleras de la entrada y, tras las amables palabras que me dedicó, yo le salté encima, lo abracé y le di un beso. Me reprendieron duramente diciendo que las niñas no abrazaban ni daban besos a desconocidos. Había sido un poco impulsiva, pero no podía resistirme a una sonrisa y a la amabilidad. Muchos años después, Maman me confesó que en aquella época, cuando nos llevó a Lyon, se había dado un tiempo con mi padre porque su suegra, Memé, le estaba haciendo la vida imposible y mi padre prefería prestar más atención a su madre que a su mujer. Él le escribió varias cartas de amor rogándole que volviera y contándole lo vacía que estaba la casa sin ella y sin los niños. Cuando me enseñó esas cartas, ya hacía muchos años que habíamos vuelto a casa.
Como he mencionado previamente, mi tío Raphael, su mujer Allegra y su hijo Sami vivían con nosotros en Valence. Sami era hijo único, pero se crió con todos nosotros y, de hecho, solía llamar a mi hermano René su frère-cousin, o sea, su ‘hermano-primo’. Mi abuela Memé lo adoraba porque, según decían, era el niño de su hijo favorito. También mostraba su predilección por mi hermano René, ya que era el primogénito de la familia. René siempre se portaba muy bien, era serio, tranquilo y trabajador, y tenía un don para la música. Yo le admiraba mucho y me gustaba escucharle recitar sus lecciones y memorizarlas. Mi memoria era muy buena y esa práctica me ayudó mucho para preparar mis clases más adelante pero, aunque era muy buena estudiante, también era una rebelde. ¡Prefería jugar con mis muñecas antes que hacer cualquier otra cosa! Una vez, nos encargaron a René y a mí tejer un jersey, por lo que teníamos que tejer la mitad cada uno. Para cuando René terminó toda su mitad, las mangas y el cuello, yo todavía estaba peleándome con la parte delantera. Los puntos eran dificilísimos, pero a él se le daba de maravilla y yo era demasiado vaga y solo quería irme a jugar. Además, siempre fui muy revoltosa, impertinente y respondona con mis padres. ¡Tenían que estar hartos de mí! No me sentía muy querida, sobre todo cuando me comparaban con mi hermano que lo hacía todo bien, pero mirándolo en retrospectiva, me doy cuenta de que siempre me sentí muy unida a él, y de que lo quería muchísimo. Supongo que aprendí a quererle por imitación y este amor tan profundo me ha acompañado toda mi vida. Claro que todo lo que aprendemos de pequeños nos moldea e influye en nuestra personalidad. Nunca hubo una gran rivalidad entre nosotros, porque no recuerdo sentir celos de él y creo que ese profundo amor y la afinidad que teníamos me impedían sentir cualquier tipo de resentimiento hacia él, a pesar de que la actitud de mis padres y de mi abuela, que solo tenían buenas palabras para mi hermano.
Mi hermano tenía nueve años cuando le apuntaron al conservatorio y, por mucho que me empeñé en que me apuntaran a mí también, todo se resolvía con un ‘tu eres una niña y no puedes hacer lo mismo que los niños’. Por supuesto, mi hermano tocaba de sobresaliente, así que enseguida empezó a tocar el clarinete y, con el tiempo, se unió a la Orquesta de Valence como clarinetista. Un amigo del colegio que iba con él a las clases de música me dijo un día con gran admiración que mi hermano estaba hors concours, vamos, que era un fuera de serie. A mí me encantaba y disfrutaba mucho de su éxito; disfrutaba incluso de pasarle las páginas de las partituras cuando tocaba el clarinete en casa, en nuestro piso, donde siempre sonaba música porque, o bien practicaba sus escalas, o bien tocaba alguna obra como Scheherezade, de Rimski-Kórsakov o la Cavalérie Légère de Soupé o El mercado persa. Cada vez que escucho ahora el Concerto de Clarinete de Weber o el Concerto de Clarinete de Mozart, me convierto de nuevo en esa niña que le pasaba las páginas de las partituras a su querido hermano. ¡Cuánto lo quería y lo admiraba! Bueno, y todavía es así, a pesar de todos los años que han pasado, de todos los cambios, de todo el distanciamiento y los acercamientos, él siempre ha sido y será mi gran pilar, mi hermano, a quien admiro y quiero por ser todo lo que yo no fui: tranquilo y serio, bueno y querido, mientras que yo era vivaz, bromista, rebelde... Y no me querían. ¿El hecho de que lo quisieran tanto fue lo que le dio tanta confianza en sí mismo y le hizo ser encantador? ¿O fue ser encantador lo que hizo que lo quisieran? Yo diría que la primera, porque creo que el amor es el mayor regalo que unos padres pueden otorgar a sus hijos, y que este amor es la base de la autoestima y la confianza en uno mismo.
Fui a un colegio solo de niñas, que se separaba del colegio de niños mediante la guardería. A la edad de once o doce años, no entendía por qué a las otras chicas más mayores les interesaban tanto los chicos, incomprensible. Un día, antes de comenzar las clases, me dijeron que un coche había atropellado a mi hermano René. Salí corriendo al patio y cuando lo vi tumbado en el suelo dolorido y rodeado por toda esa gente, no pude evitar echarme a llorar. Mucho tiempo después, identifiqué ese dolor que sentí en un poema que la autora francesa Madame de Sévigne había dedicado a su hija y que decía: «J’ai mal à votre