Se buscan amigos y lavadores de pies. Sea´n Patrick O'Malley

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sobre el significado teológico de dos localidades del evangelio.

      Los evangelios dicen que la vida de Jesús comienza en Belén y termina en Jerusalén; sin embargo, pasa muy poco tiempo en estas dos ciudades. Durante la mayor parte de su vida, Jesús vivió en Nazaret y Cafarnaún, hasta el punto de ser conocido como «el Nazareno».

      El evangelio que nos enseña a Jesús predicando su primer sermón en la sinagoga de Nazaret termina con una poderosa frase: «Hoy se cumple esta frase de la Escritura que acabáis de oír».

      Si seguimos leyendo, el evangelio nos regala otro pequeño tesoro. Lucas comenta que «todos hablaban de él y se admiraban de las palabras llenas de sabiduría que salían de su boca».

      Pero no hizo falta mucho para que cambiaran de discurso: «¿No es este el hijo de José? Todo lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí, en tu tierra». Jesús responde diciendo que ningún profeta es bien recibido en su casa y pone como ejemplo a Elías y Eliseo, que obraron milagros con extranjeros.

      Los españoles tienen un estupendo refrán para describir a alguien que está siempre cambiando de sitio con la esperanza cambiarse a sí mismo: «La fiebre no está en las sábanas». A veces, el contexto forma parte de lo que somos. En una expresión muy de Boston: You can take the boy out of Southie but you can’t take the Southie out of the boy, que es como decir que un chico puede salir del barrio, pero no se puede sacar el barrio de él.

      ¡Estos dos lugares, Nazaret y Cafarnaún, son tan importantes para la identidad y el ministerio de Jesús!... Después de Jerusalén, son las ciudades más citadas en los evangelios. Las Concordancias muestran que Nazaret es mencionada quince veces, y Cafarnaún, dieciséis.

      Cafarnaún fue abandonada durante mucho tiempo, hasta el punto de que su localización se perdió. Pero fue redescubierta y, en 1894, la Custodia Franciscana de Tierra Santa adquirió tierras y continuó las excavaciones de la sinagoga y de la casa de Pedro, guiándose por las descripciones hechas por Egeria, peregrina del siglo IV.

      Hace unos años visité Cafarnaún con un grupo de sacerdotes. Vimos las magníficas ruinas de la sinagoga construida por el centurión cuya oración repetimos en la liturgia: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa...». Ahí, en el mismo lugar en que Jesús pronunció el discurso sobre la eucaristía, citado en el capítulo 6 de Juan, se lee en voz alta el sermón del pan de vida.

      Probablemente fue ahí, en esa sinagoga donde Jesús predicó tantas veces, donde también curó a la hija de Jairo, así como a la hemorroísa y al hombre de la mano seca.

      Los evangelios nos dicen que María fue a Cafarnaún con Jesús después del milagro de las bodas de Caná, y nos describen su actividad en esa ciudad, todo lo que hizo a orillas del lago, y en particular en la sinagoga y en casa de Pedro y Andrés (Mc 1,2a).

      Dicha casa no era solo el lugar donde vivía Jesús, sino que era de hecho una casa de formación para sus discípulos, bella y elocuente imagen de la Iglesia. Es el evangelista Marcos quien nos ilumina acerca del papel de la casa de Pedro en el ministerio de la Iglesia. Después de proclamar parábolas y otras enseñanzas a las multitudes, es en casa de Pedro donde Jesús se para a dar explicaciones, como en una clase particular.

      En esta casa concurrían tantos discípulos que a veces era difícil entrar. En una ocasión, nuestra Señora y los apóstoles tuvieron que esperar fuera, y los amigos del paralítico tuvieron incluso que abrir un boquete en el tejado para conseguir acercar a su amigo hasta Jesús.

      Me gusta imaginar la casa de Pedro en Cafarnaún como ese hospital de campaña del que habla el papa Francisco. Los evangelios nos cuentan que la gente traía desde muy lejos, y también de cerca, a los enfermos y afligidos hasta la puerta de la casa de Pedro.

      Celebramos la misa en el lugar donde estuvo la casa de Pedro. Por las ruinas que aún existen, es evidente que los antiguos cristianos hicieron una iglesia doméstica de este espacio donde Pedro, Andrés, la suegra de Pedro y su familia amplia vivían con Jesús. La casa de Pedro era una colmena de actividad apostólica, de predicación, de sanación, de formación de ministros.

      En Cafarnaún, como en nuestro ministerio, Jesús también experimenta la frustración, el fracaso, la desilusión. En cierto momento comenta incluso que si Sodoma y Gomorra hubiesen visto lo mismo que se estaba realizando en Cafarnaún, sus habitantes se habrían convertido hacía mucho.

      Nuestras expectativas, nuestra esperanza de que las cosas salgan bien, tienen que estar condicionadas por la convicción de que uno siembra y otro recoge. No podemos tener siempre el consuelo de los frutos de nuestra labor.

      Nuestro Cafarnaún puede ser muy difícil. Como suelo decir, ser un católico en Boston es como participar en un deporte de lucha. Puede haber mucha desilusión y sufrimiento en Cafarnaún.

      El período de treinta años en Nazaret comienza cuando Jesús regresa de su breve exilio en Egipto. Hablo de regreso, porque fue en Nazaret donde Jesús fue concebido en la anunciación. En la basílica, el lugar está marcado con una inscripción: Hic Verbum caro factum est.

      Tras la muerte de Herodes, José lleva a María y al niño de vuelta a la tierra de Israel, pero, avisado en sueños de que Arquelao, hijo de Herodes, gobernaba en Judea, va a Galilea, a la ciudad de Nazaret, y así se cumplía lo que había sido dicho por boca del profeta: «Será llamado el Nazareno». A todos los efectos también podía haber sido llamado «el cafarnaeno».

      Los dos polos de la vida de Jesús son Nazaret y Cafarnaún. Reflexionar sobre esta realidad tiene importantes implicaciones para nuestro propio ministerio.

      Tres décadas de la corta vida de Jesús en la tierra se desarrollaron en Nazaret. Estos años constituyen un importante prefacio para lo que vino a continuación en su ministerio público. Para nosotros, a día de hoy, es evidente que la larga vida escondida de Jesús no fue un desperdicio, y que él no estaba en compás de espera. Al contrario, son un capítulo crucial de su paso por la tierra, parte de su identidad y misión.

      En Nazaret tuve la alegría de visitar el monasterio de las clarisas donde Carlos de Foucauld fue jardinero y factótum. Bien que intenté que las hermanas también me dieran a mí ese trabajo, pero ellas dijeron que yo no tenía las facultades necesarias. En la homilía de la beatificación de Foucauld, el papa Benedicto XVI dijo que fue en Nazaret donde el beato Carlos descubrió la verdad sobre la humanidad de Jesús y nos invita a contemplar el misterio de la encarnación. El beato Carlos percibió que, al unirse a nosotros en nuestra humanidad, Jesús nos invita a la hermandad universal. Como sacerdote, el beato Carlos puso la eucaristía y el Evangelio en el corazón de su vida, las dos mesas de la Palabra y del pan, fuentes de la vida y misión cristianas.

      En Nazaret acontece la kénosis de Jesús, su vaciarse en la encarnación. Jesús es enviado por el Padre a anunciar buenas noticias al mundo. Los largos y escondidos años de Nazaret son parte constitutiva del mensaje evangélico. Es allí donde Jesús asume la condición de pobre y transforma la vida diaria en lugar de encuentro con el Padre.

      Nazaret es el sitio de la vida escondida de Jesús, de la vida corriente, un lugar para la vida de familia, de oración, de trabajo, de virtudes silenciosas, de hospitalidad, amistad, rutina, de la repetición banal de las tareas diarias y los quehaceres aburridos, y es también lugar de la comunidad que comparte, tanto las tristezas como las alegrías. Es el lugar de un estilo de vida sencillo, de servicio humilde y de amor recíproco.

      En nuestra vida como obispos necesitamos Nazaret y Cafarnaún. Hay una tensión entre las dos, pero compete a cada uno de nosotros resolver esa tensión abrazando ambos aspectos de nuestra

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