La fe sencilla. Pedro Zamora Garcia

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La fe sencilla - Pedro Zamora Garcia Fuera de Colección

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para hacer crítica de los unos y de los otros. Cada tiempo tiene sus propios males y sus propias bondades –aunque se reduzcan, en última instancia, a un mismo bien y un mismo mal–, y el contraste nos permite aprender algo. En la España de los años sesenta y setenta, cuando la economía del país todavía no estaba expuesta a los ritmos de la economía internacional –salvo en el tema energético, claro está– y las familias eran más pobres y dependían muchísimo más de su propia solidaridad, había más espacio para las relaciones humanas solidarias más primarias. Cabe añadir que además carecíamos del poder adquisitivo para el actual consumismo compulsivo, que tanto distorsiona el ámbito lúdico necesario para unas saludables relaciones humanas. Quizá por eso también se dispusiera más fácilmente de un tiempo para cultivar la fe personal por medio del culto familiar, la lectura personal de las Escrituras, la participación en la vida de la parroquia o iglesia local, etc. Ahora, sin embargo, hay que hacer un gran esfuerzo, un esfuerzo sobrehumano, para cultivar con esmero las relaciones personales y la vivencia de la fe. Es decir, se diría que haber perdido un estilo de vida más simple nos dificultara enormemente la vivencia de la fe. Es como si la vida sencilla fuera un mejor ámbito vivencial para vivir simplemente la fe; y, por la misma razón, diría yo que la fe sencilla, esto es, la fe que se experimenta sin esfuerzo o refuerzo alguno, es la que es capaz de crear un entorno simple, de vivir una vida sencilla.

      La fe sencilla es la fe capaz de crear las condiciones de una vida sencilla, hecha a escala realmente humana. Es lo contrario de la fe compleja, enmarañada por una tupida red de compromisos y de proyectos en los que se ahoga junto con la vida, con nuestra vida. La vida compleja que vivimos –el tren de vida que nos arrastra– ha tejido una sutil telaraña que nos atrapa, afectando mucho más profundamente de lo que pensamos –y quisiéramos– a nuestra vivencia de la fe, pues inciden en nuestro día a día multitud de fuerzas sociales, apenas perceptibles, que nos alejan de una vivencia sencilla. Muchas de estas fuerzas no son buenas ni malas en sí, pero sí son recias, como las tormentas, y permean toda la realidad, de modo que acaban también marcando nuestro pulso vital, mucho más que la fe que pretendemos vivir. Y hay que añadir de inmediato que la maraña incluye nuestra vida eclesial, ya que su ritmo de vida está inmerso en la misma vorágine de proyectos que el ritmo secular. Por ello, los espacios eclesiales –incluyendo aquí la gran diversidad de instituciones eclesiales (por ejemplo, departamentos, fundaciones, misiones, etc.)– no siempre son un lugar de serenidad, quietud y escucha. Vivir la fe en nuestra compleja realidad actual, por tanto, se ha vuelto también una experiencia compleja. Al menos, bastante más que cuando en España solo había «blanco y negro», «buenos y villanos», etc. Por eso, en este librito me propongo meditar sobre esta vivencia de la fe cristiana en el día a día que nos toca vivir. No me he propuesto, por tanto, ni una reflexión teológica de la fe cristiana ni un tratado sobre la ortodoxia, ni siquiera un tratado sobre la ortopraxis (la práctica correcta de la fe cristiana). A fin de cuentas, solo propongo abordar la vivencia de la fe desde la reflexión o la meditación, no desde la aproximación teológico-sistemática o doctrinal. Sí tengo la esperanza, sin embargo, de que esta meditación tenga la sustancia suficiente como para alentar al lector a extraer su propia plasmación práctica o vivencial. Aunque me ha tentado ofrecer un capítulo 8 sobre algo así como «Conclusiones prácticas», finalmente he renunciado a ello, pues me ha parecido pretencioso intentar influir al lector hasta ese punto.

      3. El ascetismo evangélico

      Este enfoque sobre la fe sencilla podría resonar en algunos oídos con tonos de ascetismo; y, en efecto, estoy convencido de que el desarrollo del tema en los siguientes capítulos es un camino ascético que conlleva la renuncia a la inclinación natural al esfuerzo y al logro; o sea, a lo complejo. Pero tal ascetismo no se fundamenta en un concepto dualista o dicotómico de cielo y tierra, espíritu y carne, vida eterna y vida presente, vida sagrada y vida profana y, en definitiva, de bueno y malo. De hecho, mi enfoque del camino de renuncia a la vida compleja tiene mucho que ver con mi profesión personal de la fe evangélica, y por tanto con las divisas de la fe evangélica: Sola fide (solo por la fe), Sola gratia (solo por la gracia) y Solus Christus (Solo Cristo, o el ablativo Solo Christo, solo por Cristo) 3. Sobre estas divisas, la fe evangélica se constituye en una interpelación al constante despojamiento de cuanto es complejo, esto es, superfluo; despojamiento, en lo personal, de la seguridad que nos da la genealogía familiar; y en lo eclesial, despojamiento de los beneficios adquiridos por una larga historia, incluyendo tanto los privilegios acumulados como las grandes elaboraciones racionales y doctrinales que acaban siendo unas señas de identidad más que divisas de verdadera liberación.

      Abordar este ascetismo evangélico es urgente, creo yo. Sin embargo, tengo también la impresión de que las prioridades son otras entre los creyentes de la España actual. Me llama mucho la atención la preocupación que manifiestan muchos cristianos españoles de todas las confesiones por el denominado proceso de secularización de nuestro país, y muy particularmente por lo que consideran sus nefastos efectos sobre, digamos, los usos y costumbres sociales. Dicho de otro modo, se muestran preocupados porque muchas de las leyes que afectan al orden social no respondan ya a lo que consideran moral cristiana. Sin embargo, creo que todos los cristianos –incluyendo de modo especial a sus respectivas «autoridades» o representantes– debiéramos centrar nuestra preocupación no en la moral pública, sino en la vivencia de la fe por parte de las propias Iglesias cristianas. Mi impresión personal es que la fe cristiana que vivimos en España no es generadora de un verdadero estilo de vida alternativo a la vida compleja; por el contrario, solo unos «tópicos» –generalmente de moral sexual– sirven de «alternativa cristiana pública». Y ni siquiera tales tópicos son coherentes con la realidad. Por ejemplo, las estadísticas sobre divorcios –o sobre conflictos en general– no son más favorables entre las Iglesias que lo rechazan taxativamente 4; y no creo que las estadísticas sobre prejuicios sociales fueran más favorables para las Iglesias, si bien no lo he investigado en el contexto español. En mi opinión, la gran comunidad cristiana de nuestro país –y, por tanto, también un servidor– vive inmersa en el estilo de vida común a toda la sociedad, con todo lo que tiene de bueno y de malo. Y de ahí que, en mi opinión, la gran preocupación debiera ser sobre el estado de nuestra fe, que debe responder a las siguientes preguntas: ¿es capaz o no de generar una vida sencilla, una vida profundamente humana capaz de romper los peores resultados de las estadísticas y, sobre todo, de sanar el drama humano que estas no reflejan? ¿Es nuestra fe generadora de ritmos y espacios simples y acogedores de la persona? ¿Acaso nuestra fe siembra por doquier comunidades sanas y sanadoras, donde las estadísticas se estrellan y donde la persona encuentra un verdadero hogar? Sin duda, hay ejemplos positivos a este respecto; pero todavía son insuficientes para ser estadísticamente significativos. Por eso creo que nuestra sociedad reclama de la Iglesia cristiana no una campaña por determinada ética pública, sino una fe sencilla capaz de generar una vida sencilla, esto es, una vida verdaderamente humana.

      Por último, creo que una meditación sobre la fe sencilla también tiene algo que decir a la teología, esto es, sobre la manera de pensar la fe. Yo diría, con toda la humildad necesaria, que la gran comunidad cristiana de España está excesivamente dominada por la teología positivista más o menos oficial; esto es, está dominada por una reflexión sobre la fe que busca la certidumbre de las fórmulas claras, precisas y, a ser posible, absolutas (abarcadoras de toda la realidad). Esto es así en la tradición católica desde los tiempos del cesaropapismo constantiniano, por su arraigo como religión política (religión de Estado). Esta tiende de modo natural a la explicación de la totalidad. Por su parte, las Iglesias evangélicas españolas han echado raíces en la teología positivista como marco de identidad, unidad y seguridad desde los tiempos de intolerancia y persecución. Pero, en mi opinión, es necesario trascender –que no desechar– toda forma de positivización de la fe. Las fórmulas de la fe en las que los creyentes nos encontramos, aunque sea en el debate o de modo parcial, como ocurre hasta el presente, son imprescindibles. Han sido históricamente necesarias, y lo seguirán siendo. Pero toda formulación de la fe es apenas una pista del camino; por eso hay que trascenderla mediante una vivencia de la fe que va más allá de la letra. Y es aquí donde mi reflexión sobre la vivencia de la fe sencilla espera estimular la reflexión

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