La fe sencilla. Pedro Zamora Garcia

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La fe sencilla - Pedro Zamora Garcia Fuera de Colección

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para dejarse llevar por el yo vocacional. Y este autor lo hizo para reflejar no ya una experiencia personal que es realmente universal, sino para aplicarla a su propio pueblo, Israel, que había pasado de ser un Estado entre tantos Estados de su tiempo a un pueblo sin Estado. Y, sin embargo, sería en esa situación de intemperie política donde encontraría su verdadera vocación.

      4. Identidad y comunidad

      Esta última reflexión me lleva de nuevo a pensar sobre la figura del Predicador. Este no es nada sin una comunidad; el predicador no es alguien que escriba libros para un público anónimo o que envíe mensajes por el ciberespacio. El predicador que se precia de tal es aquel que se dirige primeramente a una comunidad, a unas personas congregadas, reunidas, a una asamblea. De ahí que en hebreo se le llamara qohélet (algo así como «asambleísta») y en griego ekklesiastés (también algo parecido a «miembro de una asamblea» [cf. el Apéndice I,1 para profundizar en este significado]). Por eso tanto Predicador como Maestro transmiten bien la idea del qohélet o ekklesiastés que enseña al pueblo llano, como nos dice el Libro del Predicador en 12,9. Es decir, la vocación que forja una identidad que verdaderamente trasciende la raíz genealógica está íntimamente vinculada a la comunidad a la que sirve. La comunidad está formada por personas ligadas entre sí, vinculadas a nivel personal y no solo «institucionalmente»: se trata de personas congregadas, esto es, personas reunidas por voluntad propia y que, por tanto, establecen entre sí una relación primaria, no mediatizada por nada ni por nadie. En el fondo, la comunidad es como una nueva familia, pero ya no es la biológica impuesta por la mera genealogía, sino la comunidad vocacional, asumida personalmente como el espacio vital en el que vivir la vocación.

      Quizá por esta razón considero que el desarrollo de espacios comunitarios en una sociedad determinada es indicador del estado de su identidad y de su vocación; diría incluso que es un indicador de su fe. Nuestra sociedad actual, comparada con la sociedad de otras décadas, ha desplegado un gran desarrollo institucional. Y eso es bueno, muy bueno. Pero se echa en falta acompañar tal desarrollo institucional con el de espacios comunitarios como contexto vital de la vocación. Una empresa, un departamento de un ministerio gubernamental o una organización no lucrativa pueden ser magníficas instituciones (eficacísimas máquinas sociales) que, sin embargo, carezcan de verdaderos espacios vitales para la vocación y, por ende, no acaban de hacer comunidad. Curiosamente, y acorde con mi preocupación manifestada en la introducción, la mismísima Iglesia arrastra grandes lastres que le impiden ser verdaderamente comunitaria.

      Ahora bien, ¿qué entiendo por comunidad? Si volvemos al epílogo del Libro del Predicador y nos fijamos en el tipo de contribución del Predicador o Maestro al pueblo llano, al que enseñaría en sus asambleas o congregaciones (recordemos que de ahí le viene el nombre de Qohélet o Eclesiastés, que en español traducimos por Predicador), vemos que la base de su enseñanza son los «proverbios». Estos no son enseñanzas abstractas, sino observaciones sobre aspectos concretos de la vida plasmadas en forma más o menos poética para que puedan ser fácilmente recordados y para que circulen oralmente por el pueblo. De hecho, en el Libro del Predicador hay bastantes de ellos, y ciertamente circulan todavía hoy entre el pueblo:

      Vanidad de vanidades, todo es vanidad (1,2).

      Generación va y generación viene, mas la tierra permanece para siempre (1,4).

      ¿Qué es lo que fue? ¡Lo mismo que será! (1,9).

      Nada nuevo bajo el sol (1,9) 6.

      …

      Vemos, pues, que, en la relación Predicador-pueblo predomina la transmisión oral o, lo que es lo mismo, la relación directa, el cara a cara o tú a tú, por el que se enseña y se aprende, se crece. La relación entre intermediarios, ya sean humanos o tecnológicos, adquiere por tanto un papel secundario. Por eso mismo tampoco hay una propiedad del conocimiento o de la enseñanza: esta es de libre circulación, es propiedad de todos. Hay otro versículo del epílogo que podría reforzar esta idea (aunque su traducción es debatida). Me refiero a 12,11: «Las palabras de los sabios son como aguijones; y como clavos hincados son las de los maestros de las congregaciones [...]» 7.

      Sea cual fuere la traducción correcta, el tenor del epílogo es ciertamente el de la relación primaria, oral. De ahí su crítica a la elaboración de libros (12,12): «El componer libros no tiene fin, y el mucho estudio es fatiga de la carne» (CI).

      El problema del libro –y de cualquier medio escrito– como medio de enseñanza es que, en última instancia, puede convertirse en un icono que suplanta a la persona, esto es, a la relación personal entre el autor y el destinatario. El medio escrito, el libro en cualquiera de sus formas, puede aumentar la eficacia, pero no debe suplantar el crecimiento comunitario, esto es, la vinculación directa entre unos y otros que hace comunidad; todo lo contrario, el libro –y cualquier medio de comunicación no primaria, como los medios virtuales de hoy día– debe ser un apoyo a la relación primaria si no quiere convertirse en un objeto de culto. El epílogo del Libro del Predicador quiere cerrar el paso a todo desarrollo intelectual o espiritual que se desgaja de la relación primordial que solo puede existir en comunidad: o aprendemos en comunidad, o finalmente no aprendemos. Sin la comunidad estaríamos desarrollando capacidades personales, quizá creciendo en autorrealización, pero no creceríamos realmente como personas, porque para crecer como tal hay que crecer en y con una comunidad a la que se pertenece y a la que se sirve conscientemente.

      Este enfoque sobre la identidad se enfrenta hoy a un grave problema: toda la sociedad está estructurada contra los fuertes vínculos comunitarios. Por el contrario, nuestra sociedad gira en torno a la eficacia institucional como medio de suplantar al máximo los fuertes vínculos comunitarios. Diría yo incluso que la causa primera de ello es la economía consumista del capitalismo actual: los fuertes vínculos comunitarios mitigan la necesidad del consumo superfluo y compulsivo que conduce al consumo masivo. En efecto, en una comunidad real, los bienes materiales e intelectuales –incluidos los religiosos– circulan más libremente y hacen innecesario un uso individualista de tales bienes. Por eso el consumismo requiere del feroz individualismo actual, que está rompiendo incluso los vínculos genealógicos. Lo vemos en la expansión que está alcanzando el uso de gadgets electrónicos de todo tipo (iPod, MP3, MP4, móviles, etc.) que potencian el ensimismamiento del individuo.

      Si hay algo hoy día que de verdad rompe los vínculos genealógicos, como por ejemplo la familia, no son las ideas de uno u otro orden político o social, sino la estructura económica de nuestra sociedad. Por eso el debate ideológico sobre la familia que asalta los medios de comunicación periódicamente no es más que una maniobra de distracción para impedir que hagamos frente a la causa real: nuestro temor a perder la seguridad económica.

      Podríamos volver a Salomón para ilustrar hasta qué punto los valores económicos erróneos pueden embotar el proceso de formación de la identidad de las personas y de un pueblo. Si leyéramos, ahora más atentamente, la narración sobre Salomón (el ciclo de Salomón de 1 Re 1-11), detectaríamos sin ninguna duda su gran habilidad para evadirse o zafarse de la relación personal. Si le comparamos con la narración sobre David en los dos libros de Samuel, nos percataríamos de que este era más accesible, mucho más «llano» o «del pueblo». Por contra, cuando Salomón dialoga con alguien, es solo en las más altas instancias palatinas o celestiales (o sea, con oficiales y cortesanos de palacio o con Dios directamente), salvo en el caso de las dos madres que hemos mencionado. Algunos comentaristas, con razón, creen que el Salomón del primer libro de los Reyes se parece mucho al rey oriental semidivinizado, que tenía una cercanía especial con la divinidad y por ello se apartaba del pueblo. Si esto es así, no es extraña su proclividad a la acumulación de medios materiales: si la persona no merece la valoración prioritaria, se la suplanta por la capitalización o acumulación de valores materiales, como los que ya hemos visto antes. Y es precisamente

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