Documentar la atrocidad. Oriana Bernasconi
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Las fuerzas armadas latinoamericanas adoptaron estrategias represivas que se caracterizaron por el uso de la tortura y del poder de dar muerte con el fin de neutralizar a la población. La situación fue caracterizada como terrorismo de Estado. Esta estrategia, que operó a expensas de una población civil indefensa, fue considerada no solo aceptable sino particularmente recomendable para luchar contra la “amenaza comunista” y las revoluciones izquierdistas. La estrategia fue implementada a lo largo y ancho del continente, con total ignorancia de los preceptos de legislación internacional de derechos humanos y la legislación humanitaria internacional. La violencia de Estado encontró inspiración en la denominada Doctrina de Seguridad Nacional, desarrollada y sostenida por el gobierno de los Estados Unidos. Esta doctrina promovía la violencia contrainsurgente en el marco de la guerra contra el “enemigo interno”. La propaganda interna en los países del continente exacerbó el lenguaje bélico, aunque en la mayoría de ellos no hubiera una guerra efectiva. En jerga militar el blanco eran los “elementos subversivos”, es decir, militantes de partidos y movimientos de izquierda, organizaciones territoriales, estudiantiles y de trabajadores como sindicatos y gremios profesionales (Groppo 2016, 31-32). Con el pretexto de controlar al “enemigo interno”, durante los años setenta y ochenta las fuerzas armadas implementaron desde México hasta Chile lo que se ha denominado como “guerras sucias”. Básicamente, ellas consistían en la persecución, encarcelación y muerte del “enemigo’” y en el exilio de cientos de miles de personas. No hubo fronteras para operar, articulándose policías y servicios secretos de distintos países para detener, interrogar, trasladar y asesinar. La Operación Cóndor es un ejemplo de estas coordinaciones criminales2. La masividad de las masacres ocurridas en Guatemala, Colombia, Perú o El Salvador, la desaparición sistemática de personas en Argentina y Chile y la generalización de la “guerra sucia”, generaron terror y aseguraron el sometimiento de la mayoría de la población. En América Latina, el número de torturados, ejecutados y víctimas de desaparición forzada producto de la Guerra Fría se cuenta por cientos de miles, a pesar de que el derecho humanitario estaba incorporado en la legislación de la mayoría de los países donde ocurrieron estos hechos.
El caso chileno es paradigmático. El golpe de Estado de 1973 tuvo lugar en un país que se había caracterizado, desde fines del siglo XIX, por una base institucional bastante estable y democrática. El sistema político chileno era bastante similar, ideológicamente hablando, al modelo europeo continental, compuesto por partidos políticos de izquierda, derecha y centro. Chile tenía partidos marxistas tradicionales, un centro formado por partidos cristianos y no religiosos, y un ala derecha con raíces en el catolicismo conservador. En consecuencia, el panorama político de Chile lo hizo comprensible a los ojos de los Estados Unidos y Europa occidental.
Este sistema político fue puesto bajo tensión por la extrema polarización política que venía afectando al país desde principios de los años sesenta. Esto se acentuó con la victoria electoral de Salvador Allende en 1970, al frente del gobierno de la Unidad Popular. La elección de un presidente abiertamente marxista fue un acontecimiento extraordinario en el continente y fue inaceptable para el gobierno de los Estados Unidos, particularmente en el contexto de la Guerra Fría.
A partir del primer día del triunfo electoral de Allende, Estados Unidos puso en marcha una conspiración que culminó con el derrocamiento del gobierno de la Unidad Popular. En Chile, la derecha política radicalizó su discurso, en una espiral cada vez mayor. La derecha incitó a la acción militar y apoyó activamente el Golpe cuando se produjo, al tiempo que respaldó la persecución abierta de los miembros y simpatizantes de partidos de izquierda. Durante las dos décadas anteriores, muchos oficiales del ejército chileno habían participado en cursos de capacitación en contrainsurgencia, dirigidos por Estados Unidos y destinados a las fuerzas armadas latinoamericanas. Estos cursos fueron guiados por los conceptos de “guerra interna” y “enemigo interno”. Este hecho es clave para entender por qué, después del golpe de Estado, los opositores políticos de izquierda, prácticamente todos civiles y prisioneros indefensos, fueron tratados como combatientes enemigos hostiles, ocultos entre la población en general.
Desde el día del Golpe, la dictadura militar encabezada por el general del ejército Augusto Pinochet (1973-1990) reprimió sistemáticamente a la población con evidente desprecio por la vida, violando los derechos fundamentales de los civiles indefensos. Leyes y decretos de facto crearon un marco legal que amparó las acciones represivas llevadas a cabo por las Fuerzas Armadas, la policía uniformada, la policía de investigaciones y la policía secreta. La segunda comisión de la verdad de Chile, la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocida popularmente como la Comisión Valech, emitió su informe en 2004. Este informe indica que el 67,4 % de todos los arrestos políticamente motivados que la Comisión conoció, tuvieron lugar en los cuatro meses posteriores al golpe militar del 11 de septiembre de 1973. La violencia fue especialmente brutal durante ese período, cuando las operaciones militares realizadas en todo el país produjeron una masa injustificada de trabajadores despedidos; la expulsión de estudiantes de establecimientos educativos; el allanamiento de poblaciones y lugares de trabajo; y ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas, interrogatorios y torturas de todo tipo que resultaron en muertes. Además, el régimen desencadenó un control e intervención militar contundente contra una variedad de organizaciones y agencias gubernamentales, así como universidades y fábricas. En el transcurso de los 17 años de dictadura, al menos 1.132 centros de detención funcionaron en todo el país. La vasta estructura y el número de personal dedicado a la represión indican que la estrategia que la dictadura empleó para perpetuarse en el poder no se dejó al azar. Fue una práctica premeditada, sistemática e indiscriminada; un modo de imposición tendiente a paralizar a la población y que corresponde denominar terrorismo de Estado. Producto de ella, alrededor de 8.000 personas fueron juzgadas en tribunales militares. Largas penas de prisión y/o de expulsión del país fueron decretadas para muchos de los condenados por estos tribunales. Miles de personas fueron detenidas y torturadas, miles más se exiliaron para proteger sus propias vidas del terror desplegado mediante ejecuciones extrajudiciales y desapariciones.
Documentar la catástrofe mientras ocurre
Como Bickford et al. indican: “Desde sus primeros días, el movimiento de derechos humanos moderno ha descansado en documentos de distintos formatos” (2009, 3). La documentación que evidencia las violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile toma innumerables formas, incluyendo testimonios escritos a mano e historias orales; cartas enviadas desde campos de concentración y cárceles; “calugas” sacadas de contrabando de los centros de detención por un pariente o un trabajador de derechos humanos3; declaraciones de familiares y testigos; dibujos que recrean lugares de prisión o prácticas de tortura; folletos impresos en secreto y grafitis de denuncia por las paredes de la ciudad. Fotografías, videos, grabaciones de audio, sentencias judiciales, recortes de prensa y noticias de radio, revistas clandestinas, documentos producidos por agencias oficiales o burócratas locales, archivos policiales y confesiones de perpetradores, también son fuentes elocuentes. De acuerdo con Bickford et al., “las iniciativas documentales pueden desempeñar un papel fundamental al preservar la evidencia de abusos contra los derechos humanos, estimular la voluntad política de hacer justicia y ayudar a las personas a recordar su historia” (2009, 4). No obstante, en este libro argumentamos que, aunque toda esta evidencia se requiere en contextos posteriores a la violencia, también es parte integrante de las prácticas de resistencia de quienes son reprimidos.
La historiografía internacional puede señalar otros ejemplos de testimonios y reportes de catástrofes que se registraron mientras sucedían. Quizás el gran avance del siglo XX es que tales registros ya no tienen solo el propósito de documentar para la posteridad (“dejar que la historia juzgue”, como suele decirse). Los registros ahora también pueden contribuir a generar impacto judicial tanto en el presente como en el momento posterior al fin del régimen represivo.