La verdad, fruto de la sabiduría y del amor. Omraam Mikhaël Aïvanhov

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La verdad, fruto de la sabiduría y del amor - Omraam Mikhaël Aïvanhov

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daré, incluso, un ejercicio para practicar. Sentaos tranquilamente poniendo vuestras manos sobre las rodillas. Inspirad durante seis tiempos, diciendo: “Dios mío, que tu nombre sea santificado en mí…” Retened el aliento (también durante seis tiempos) y decid: “Que tu reino se instale en mí”; y finalmente expiradlo (otros seis tiempos también) diciendo: “Que tu voluntad se cumpla a través de mí…” Repetid este ejercicio cuatro o cinco veces por día durante algunas semanas, y os daréis cuenta de que algo dentro de vosotros se ilumina, se ensancha, se serena. Desde hace veinte siglos, millones y miles de millones de cristianos han recitado esta oración, y aunque no fuesen demasiado conscientes de su significado, han hecho de ella una fórmula viva en el mundo invisible, un depósito de fuerzas acumuladas. Y vosotros, al repetirla ahora conscientemente, os conectáis con este gran depósito y atraéis hacia vosotros todas estas energías benéficas para continuar mejor vuestro trabajo.

      Meditad sobre la sabiduría, que se ocupa de las pequeñas cosas, y sobre el amor, que se ocupa de las más grandes. La sabiduría sólo afecta a mínimas partículas dentro de nosotros. Nunca se ha visto que la sabiduría haya producido grandes conmociones en un ser. Mientras que el amor transforma inmediatamente el comportamiento y, a menudo, la apariencia física. Las más grandes transformaciones en el mundo sólo se pueden hacer con el amor y no con la sabiduría. La sabiduría está ahí solamente para orientar, pero el amor es el que realiza.

      IV

      EL AMOR DEL DISCÍPULO, LA SABIDURÍA DEL MAESTRO

      La mayoría de las veces, adquirimos el saber en la soledad. La lectura, la reflexión, la meditación, todas las actividades mentales, en general, no exigen la presencia ni la participación de los demás, e incluso, a veces, ésta es un obstáculo. Por contra, la presencia de los demás nos incita a extraer de nosotros lo que sabemos a fin de transmitírselo; es esta presencia la que suscita en nosotros el deseo de comunicar.

      Pero el deseo de comunicar sólo puede realizarse si se cumple, al menos, una condición: que el que recibe el conocimiento se muestre atento, receptivo, que manifieste su confianza con respecto al que está dispuesto a instruirle. ¡Cuántos profesores se enfrían en su deseo de transmitir su saber a causa de la actitud de los alumnos y de los estudiantes! Su desatención, sus miradas críticas, quizás no sean obstáculo para seguir dando el curso, pero les impiden profundizar el tema tratado y dar lo mejor de sí mismos. Por contra, puede suceder que, después de una noche de insomnio, un profesor, cansado y preocupado, se sienta poco dispuesto a dar su clase, pero he ahí que, al entrar en la clase, se encuentra con unos alumnos tan abiertos y receptivos que inmediatamente se siente reanimado, estimulado, inspirado.

      Son éstas unas experiencias que todos los instructores han realizado, los profesores y también los Maestros espirituales. Cualesquiera que sean las buenas disposiciones de un instructor, éstas no suponen más que la mitad de las condiciones que se necesitan para que pueda comunicar su saber. Corresponde a los estudiantes, a los discípulos, poner la otra mitad, cuidando de mantener una actitud receptiva, cálida.

      Ved cómo volvemos a encontrarnos, una vez más, con el corazón y el intelecto. El corazón es el alumno, o el discípulo, que se abre para recibir el saber del instructor, el intelecto. El corazón es la antesala del intelecto, le prepara, le sitúa en buenas disposiciones, y nos conduce hacia él como hace un sirviente con su amo. Hay que ganarse, pues, al corazón para poder llegar al intelecto. Para tener una entrevista con un personaje importante, debemos pasar por su secretario. De la misma manera, para tener una entrevista con la sabiduría, ¡debemos pasar primero por el amor! Para poder acercarnos a los grandes misterios, tenemos que abrir nuestro corazón.

      Al intelecto no le gustan los besos y las caricias, prefiere las discusiones, las objeciones, debatir las ideas, porque éstas le obligan a desarrollarse. Si calentáis el intelecto, éste, en vez de ponerse a trabajar, se duerme; mientras que el frío, las sorpresas y los obstáculos que hay que vencer le convienen. Las dificultades, las pruebas, os zarandean y os obligan a reaccionar; ésta es su utilidad: os hacen reflexionar y aumentan vuestra sabiduría. En cuanto a los acontecimientos agradables, influyen en vuestro corazón, predisponiéndole a ser generoso, amante, cálido, porque lo que es cálido tiene tendencia a dilatarse, a abrirse. Es importante que os encontréis bien dispuestos, y el corazón es el que os ayudará a ello. Es preciso, pues, ganarse, el acuerdo del corazón para llegar al intelecto; primero hay que poseer el amor para ir hacia la sabiduría. La sabiduría se obtiene a través del amor.

      Cuando el Maestro les desvela a sus discípulos las realidades del mundo espiritual, sus tesoros, sus misterios, arranca algo de su alma, de su vida, para dárselo. Y si no siente que entre los asistentes hay una expectación, un interés, un respeto, o una admiración para con este saber que quiere revelar, algo se cierra en él.

      El amor del discípulo debe unirse a la sabiduría del Maestro, y de la unión de este amor y de esta sabiduría nacerá la verdad. El Maestro no tiene necesidad de vuestra sabiduría – ¡Que, por otra parte, seríais incapaces de darle! – pero necesita vuestro amor. Su papel no es el de amaros, sino el de iluminaros, y a vosotros os corresponde darle vuestra confianza y vuestro amor, porque éstas son las mejores condiciones para recibir su sabiduría. Es sencillo: el discípulo ama a su Maestro, y el Maestro ilumina a su discípulo. Si hacéis lo contrario, permaneceréis durante mucho tiempo en la oscuridad.

      Me diréis que, cuando se habla de los Maestros espirituales, se destaca siempre su amor. Sí, claro, porque para querer ayudar e instruir a los humanos, hace falta amarles. Pero este amor del Maestro es de otra naturaleza. Es un amor iluminado por su sabiduría, lo que, por otra parte, el discípulo no siempre comprende; le gustaría que su Maestro le sonriese y le dijera palabras amables sin cesar. Y cuando, para bien del discípulo, el Maestro debe mostrarse severo y zarandearle, aquél se entristece y se rebela, pensando que su Maestro no le tiene amor; no comprende que el amor del Maestro debe ir acompañado de un cierto rigor.

      En la vida de un ser humano, encontrar a un verdadero Maestro y convertirse en su discípulo es una bendición, siempre que encuentre la actitud idónea y sepa amarle. Porque, con su amor, el discípulo influye en su Maestro. ¡Sí! Todos los seres están conectados y se influyen mutuamente. El Maestro influye en el discípulo, pero el discípulo influye también en su Maestro. El amor sincero y desinteresado del discípulo hace crecer la sabiduría en el Maestro.

      En cualquier escuela, el profesor instruye más fácilmente a los alumnos que tienen un gran deseo de aprender. Se ocupa de todos, claro, pero, los alumnos atentos, ávidos de saber, aumentan su inspiraciones y le estimulan. En todas partes rige la misma ley: el amor hace nacer la sabiduría, y la sabiduría inspira al amor. Hay reciprocidad. Ambos son necesarios para alcanzar la verdad.

      V

      EL NUCLEO DE VERDAD

      Tomad una fruta y observad cómo trabaja la naturaleza...

      Todas las frutas tienen una envoltura más o menos espesa y dura que denominamos, según los casos, piel, corteza, cáscara... A veces, la podemos comer, pero en general la tiramos. Después de la envoltura, encontramos la pulpa, que comemos, y, después, en el centro, el hueso o las pepitas, que también tiramos la mayoría de las veces, pero que, si los plantamos, aseguran la reproducción de la especie. El fruto está, pues, construido según el modelo de la célula: una célula está constituida por una membrana que limita y contiene, como si fuese una pequeña bolsa, la materia líquida, el citoplasma; y, en el centro, se encuentra el núcleo.

      Por todas partes, dondequiera que miréis, en la naturaleza, en el hombre, en la familia, en la sociedad, en el universo, constataréis esta división en tres. Lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande están construidos según el mismo modelo: el de la célula. Simbólicamente, la membrana corresponde al plano físico, el citoplasma, al plano astral de los sentimientos, y el núcleo, al plano mental

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