La verdad, fruto de la sabiduría y del amor. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Si os muestro un fruto, ¿podéis acaso decir que lo conocéis? Hasta que no hayáis profundizado en las tres partes que comporta, no podréis conocerlo. Así pues, ¿qué debe hacer el discípulo? Después de haber quitado la piel y comido la pulpa, debe plantar el hueso (o las pepitas), y así tendrá la posibilidad de conocer la verdad.
Si le pedís a un Iniciado que os revele la verdad, no os dará explicaciones complicadas y abstractas. Os ofrecerá un fruto para que os lo comáis. Os comeréis el fruto, pero ¿Qué haréis con el hueso? ¿Lo tiraréis? ¡Pero si es el hueso el que contiene la verdad! Todo el fruto, todo el árbol están resumidos en el hueso. Para conocer los secretos del hueso, hay que plantarlo en la tierra y esperar, observando cómo el sol y el agua trabajan sobre él para que crezcan las hojas, los tallos, las ramas. De este pequeño hueso surgirá un gran árbol. Y solamente entonces sabréis la verdad que contenía.
La mayoría de los humanos no conocen de la vida más que la piel, la corteza. Algunos tratan de saborear su contenido, pero esto aún no es suficiente: hay que plantar el hueso y ver lo que de él puede salir. Es decir, ante todo acontecimiento, debéis reflexionar y preguntaros: “¿Hay algo que debo tirar de este “fruto” que recibo? ¿hay algo de él que debo comer o plantar?” El día en que seáis capaces de realizar correctamente estas tres operaciones, ya no cometeréis más errores. Por ejemplo, un hombre, o una mujer, os habla cada día de su amor. Tomáis todas estas palabras y os las coméis, os las tragáis sin hacer ninguna selección, y, algún tiempo después, estáis sumidos en pleno drama. ¿Por qué? Porque no habéis comprendido la lección del fruto. Seguramente que este hombre, o esta mujer, pusieron unos elementos muy buenos y muy hermosos en su amor y en sus palabras, que podíais comer. Pero, también hubierais debido saber que, viniendo de un ser humano, estas palabras contenían, necesariamente, elementos humanos, demasiado humanos, que debisteis dejar a un lado.
Sí, el amor es un tema muy complejo. En el amor que os ofrecen, hay siempre algunos elementos que debéis rechazar, otros que podéis tomar, y finalmente uno, que debéis plantar en vuestra alma. Por eso, si sois sabios, le diréis a este ser que os ama: “Espera un poco, antes de darte una respuesta debo plantar primero el hueso. El fruto es suculento, pero quiero conocer el árbol que va a producir…” Cuando conozcáis la naturaleza exacta de este amor, podréis pronunciaros sin riesgo para el futuro.
Otro ejemplo. Un hombre de negocios os propone que os asociéis con él, diciéndoos: “En poco tiempo haréis fortuna y seréis alguien influyente…” Deslumbrados por estas magníficas promesas os lo tragáis todo: la piel, la pulpa y el hueso, es decir, os comprometéis. Bien, coméis y coméis, y luego tenéis cólicos: fracasos, pérdidas de dinero, incluso la quiebra... El médico – la sabiduría divina – ¡debe entonces recetaros una buena purga! ¿Por qué ha sucedido todo esto? Por vuestra ignorancia. Os ofrecían maravillas, pero escondían algo envenenado. Primero debisteis plantar el hueso para ver lo que de él iba a salir.
La vida nos pone constantemente ante esta pregunta: ¿de qué naturaleza es el árbol que tal o cual hueso contiene en potencia? ¿Qué fruto producirá? Hay que empezar por reflexionar, en vez de tragárselo todo. Ahí también, pues, conviene aplicar el precepto de Hermes Trismegisto: “Separarás lo sutil de lo denso con una gran industria…” Este precepto se refiere a las operaciones alquímicas, es cierto, pero no únicamente a ellas. Se trata de una regla válida para toda la existencia. En todo lo que vemos, oímos y nos encontramos, hay siempre algo que rechazar, algo que tomar y algo que plantar. Esta regla es válida incluso para lo que yo mismo os digo. Sí, incluso en lo que os digo hay elementos que debéis dejar a un lado, porque serían aún indigestos para vosotros; otros, debéis comerlos, desde luego, y otros plantarlos. Concentraos pues en aquello que comprendéis, y encontrad su hueso a fin de plantarlo.
Algunos dirán: “¡Pero usted nos habla de plantar, de sembrar, y no tenemos ningún lugar para hacerlo!” ¿Y vuestro cerebro? ¿qué me decís de él? El cerebro es un terreno, ¡un campo magnífico! ¿Qué creéis que hace un Maestro? Siembra semillas en los cerebros de sus discípulos. A veces, claro, los discípulos se quejan, replican. Pero el Maestro les dice: “¡Sed pacientes! Dentro de algún tiempo saldrá de ahí un árbol de cuyos frutos comeréis; estos os saciarán, os refrescarán, y seréis felices…”
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