Populismo jesuita. Loris Zanatta
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¿Cuáles eran los trazos genéticos de aquel mundo orgánico basado en la fe? El primero lo conocemos: era el unanimismo. Por un lado, el orden cristiano fue preservado de la corrupción externa, de las herejías y otras creencias: súbdito y fiel eran una sola cosa. Y si así era en la península ibérica, a mayor razón en América, laboratorio de la Ciudad de Dios al reparo del cisma protestante. Por otro lado, unanimista fue el principio ordenador del Reino. Como el organismo en el cual se inspiraba, no era una suma de órganos sino un conjunto que los trascendía. Cada órgano de la sociedad tenía su función y todos juntos un solo fin: la salud del cuerpo, la salvación de las almas. Era, para decirlo en una palabra, un orden holístico. Tal principio de unanimidad excluía aquel de pluralidad. ¿Cómo concebir un órgano independiente de los otros? Estaba implícito que la célula “enferma”, el individuo no asimilable, pudiera ser sacrificado para la unidad del pueblo, para el “bien común”.2
El segundo trazo era la jerarquía. El orden cristiano era un organismo y cada órgano desarrollaba su función, pero no todos los órganos tenían la misma importancia: un dedo no vale lo que el corazón, las comunidades indígenas no valían lo que las élites comerciales. El flujo de la autoridad y del poder fluía del centro a la periferia, de arriba hacia abajo, de los cuerpos sacerdotales y militares a los súbditos y fieles. Tal era la jerarquía de roles y funciones esculpida en el plan de Dios: inmóvil, eterna.
Tercer trazo de aquel orden era el corporativismo. Era un orden de castas; cada uno tenía derechos y deberes según el cuerpo social al que pertenecía. El individuo moderno, titular de derechos universales, todavía era desconocido, allí como en otras partes. Los cuerpos daban identidad y protección; a cambio exigían lealtad y conformismo. El individuo estaba subordinado al cuerpo y los varios cuerpos formaban un pueblo, palabra que indicaba sea el pueblo que su aldea, ambos entendidos como entidades homogéneas por usos y costumbres, cultura y religión: comunidades de fe, organismos naturales.
Sobre ellas velaba el Estado cristiano. Armado de espada para convertir y de cruz para evangelizar, era un Estado ético, tanto como lo permitía la tecnología de la época. Su misión era catequizar y castigar, en los templos y en los tribunales, con la prédica y los autos de fe; su fin era moralizar al pueblo, empujarlo hacia las puertas del paraíso agitando el miedo del infierno.
Tal era, en trazos gruesos, la cristiandad hispánica de América. Al menos en teoría, en los intentos de teólogos y utopistas religiosos. En la práctica, entre la utopía y la realidad permaneció un foso profundo: como todo orden terrenal, fue un edificio imperfecto y caótico.3 Pero poco importa, a nuestros fines: para hallar las fuentes del “populismo jesuita” importa más el mundo como habría debido ser que el mundo como era, la pulsión utópica y redentora que lo animaba más que la prosaica realidad. Tal pulsión plasmó valores e instituciones, creencias y socialidad; formó un imaginario omnipresente, una cultura impregnada de religiosidad, tanto más arraigada cuanto menos racionalizada. No habría valido la pena hacer referencia a ello si en el populismo del cual buscamos las remotas raíces no resaltaran, siglos después, los mismos atributos de la cristiandad colonial: unanimismo, jerarquía, corporativismo, Estado ético. ¿Una casualidad? ¿O un parentesco?
Las misiones jesuitas
Donde más se aproximó la utopía religiosa de la cristiandad hispánica a un acabado sistema de gobierno y organización social fue, entre los siglos XVII y XVIII, en Paraguay, en las misiones jesuíticas con los guaraníes: un Estado teocrático, han escrito muchos, un Estado ético-cristiano. No es cuestión de evaluar sus pros y sus contras: la tradición católica las exalta, aquella iluminista las demuele; esto explica ya bastantes cosas. En todo caso es útil examinar su espíritu, contenido, efectos: jamás como en aquel caso, en efecto, encontramos aislados, como en un laboratorio, los elementos que, unidos entre ellos, forman la genealogía del “populismo jesuita”.
A partir del primero: el unanimismo. En las misiones, autoridad política y religiosa se fundían, ley y fe eran todo uno. Economía, familia, comercio, moral: todo era tributo a Dios. El fin no era el buen gobierno o la prosperidad material sino el estado de perfección, la salvación de las almas, el “hombre nuevo” invocado por los Padres de la Iglesia.4 Y para que el mundo externo no resquebrajara la homogeneidad del pueblo, para que la historia no contagiara su pureza moral, había que excluirlo: por lo tanto la autarquía de las misiones; la autarquía que reencontraremos en los “populismos jesuitas”.
El orden de las misiones funcionaba “a guisa de mecanismo” y era jerárquico: los padres jesuitas eran la cabeza del organismo, una casta un poco humana y muy divina que educaba al pueblo y lo disciplinaba a través de la fe. Sólo a los guaraníes más devotos y confiables les cedían el encargo de velar sobre las costumbres morales de todos los demás. Hételos así regulando en el detalle la vida de las misiones, la pública y la privada, la moral y la material: cómo construir las ciudades y cómo comportarse, cuáles productos cultivar y cuáles danzas permitir; para “ahuyentar al egoísmo del corazón de los hombres” había que “hacer desaparecer las diversidades individuales, formar una raza homogénea”.5
Unánimes y jerárquicas, las misiones eran comunidades corporativas: cada grupo tenía su función específica, cada función implicaba precisos deberes; todos juntos formaban un cuerpo donde cada uno tenía su lugar, también los “últimos”, sustraídos así al peligro del abandono: en ello consistía la “justicia social”, futuro tótem de los “populismos jesuitas”.
Sobre todo ello se recortaba el Estado ético con sus muchos instrumentos: escuela, trabajo, religión, ritos, liturgias, coros, teatros; usaba la religión para los fines del Estado y el Estado para los fines de la religión. La justicia se basaba en la confesión del pecado. El delito no era “ilegalidad” sino “culpa moral”; el castigo, incluso el más extremo, era la “penitencia”: la comunidad “reeducaba” a la célula enferma que no se uniformaba, o bien la expulsaba. La flor en el ojal del Estado jesuita era la educación de los niños, desde la más tierna edad. Entre todas las artes que les enseñaban, la predilecta era la militar, la más adecuada para inculcar las más preciadas virtudes de la cristiandad hispánica: disciplina, obediencia, espíritu de sacrificio, heroísmo, vocación de martirio; virtudes, veremos, caras a los “populismos jesuitas”. Si era necesario, los religiosos daban el buen ejemplo guiando a la guerra al ejército de la misión.
¿Y el enemigo? ¿El demonio tentador? ¿El dinero, el vicio? Para salvar almas y cuerpos, para extirpar la hierba mala del egoísmo y nivelar las condiciones de cada uno, los misioneros prohibieron la propiedad privada, madre de todo pecado: abolida la concupiscencia, borrada la competencia para destacarse, las almas puras de los guaraníes podían volar ligeras al Reino de los cielos. Moneda y comercio privado fueron limitados, trabajo y vivienda comunitarias incentivados: comunismo evangélico.
Cualquiera