Populismo jesuita. Loris Zanatta

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Populismo jesuita - Loris Zanatta

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espíritu de imitación”. Disciplina y obediencia eran las virtudes más cultivadas; independencia e innovación las más desalentadas; “el árbol del conocimiento no podía crecer en el paraíso jesuítico”.6 Faltó así el estímulo para producir, crear, mejorar; tales pulsiones eran pecados de egoísmo que ensuciaban las almas a los ojos de los religiosos y de Dios. Fagocitado por la comunidad, a la que se le demandaba su sustento, el individuo no tenía ningún estímulo para el trabajo. Al conocer las misiones, los españoles se persuadieron que los guaraníes fueran “tan serenos frente a la muerte porque la vida nunca les había ofrecido ningún cambio”; la “perfección” del Reino no contemplaba el progreso. ¿La pobreza preservaba la virtud? ¿Salvaba a las almas del vicio? Viva la santa pobreza, advertían los jesuitas.7

      La gran encrucijada

      ¿Todo concluido, entonces? ¿Las bisagras sobre las cuales giraba la cristiandad hispánica fueron arrolladas y enterradas por la cepilladora iluminista? ¿La historia desmembró el plan de Dios? ¿El padre putativo de los “populismos jesuitas” murió entonces y su paternidad por lo tanto es una fantasía histórica? Ciertamente no. Es verdad que para la Iglesia en general y para los jesuitas en particular comenzó una larga travesía del desierto y que ellos quedaron expuestos a los vientos liberales que erosionaron los pilares materiales y espirituales del orden cristiano. Pero ni la utopía del Reino ni el imaginario redentor perecieron. Menos que menos en América, adonde aquellos vientos llegaban amortiguados y era más sólida la coraza del unanimismo cristiano: sus raíces calaban muy a fondo en el terreno para ser erradicadas; debilitadas sí, extirpadas nunca.

      Para nutrirlas estaba pronto a saltar el resorte del revanchismo católico. Si las que atentaban contra la cristiandad hispánica eran ideas y valores de la herejía protestante, si las élites criollas la traicionaban desposándolas, hétela prestándose a devenir, idealizada, el símbolo de la identidad extraviada, del Reino perdido. El “populismo jesuita” estaba todavía lejos sobre la línea del horizonte, pero sus ingredientes comenzaban a ensamblarse: frente a la élite liberal, corrupta por el egoísmo y contagiada por el individualismo, se erguía el pueblo cristiano, pobre y moral, libre de tentaciones y custodio de la identidad eterna de la patria; el Mal y el Bien. Lejos de desplomarse, el ideal que había inspirado la Ciudad de Dios de los jesuitas en Paraguay comenzaba a transmutarse en mito identitario, en recuerdo de una edad de oro destruida por los bárbaros protestantes y materialistas y sus caballos de Troya: los ricos, la burguesía, el demonio.

      Notas

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