La radio ante el micrófono. Miguel Álvarez-Fernández
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En ese cruce imposible entre lo extremadamente individualizado y la abstracción informe, entre el rostro preciso y la borrosa mancha, está la masa. Los regímenes totalitarios del siglo XX, con los fascismos a la cabeza, supieron ubicarse en ese emplazamiento a la vez político y psicológico. Un lugar tan limítrofe y difícil de aprehender como el espacio radiofónico, cuyo gran potencial esos regímenes supieron detectar y aprovechar, otorgándole una fisonomía que aún nos acompaña.
La difusión generalizada de los medios de comunicación en amplios sectores sociales (fenómeno característico de las primeras décadas del pasado siglo) no puede desligarse del surgimiento de la sociedad de masas. El inaudito crecimiento demográfico en las ciudades occidentales iniciado con la Revolución Industrial ya había transformado la escala y la apariencia de los núcleos urbanos. A partir de ese momento, estas metrópolis serán progresivamente habitadas por un nuevo tipo de individuo, cada día más distinto del que desarrolla su vida en un ambiente rural. Seres anónimos, no necesariamente vinculados a una familia, a un oficio o a un lugar que los identifique y defina ante sus nuevos vecinos, y que en última instancia determine sus posibilidades vitales.
Dentro del cada vez más asentado marco de producción y consumo capitalista, estas personas pueden desempeñar —normalmente en el contexto floreciente de las fábricas— un trabajo no demasiado especializado, muy diferente de un oficio en el sentido tradicional de este término. Es decir, en las ciudades realizarán labores fácilmente sustituibles unas por otras, dependiendo de las necesidades del mercado. Se convierten así, en cierta manera, y siempre a los ojos de la industria —pero también de buena parte de la sociedad—, en seres indistintos, difícilmente diferenciables los unos de los otros. Mujeres y hombres masa.
Quizás en una esfera más privada de su existencia estos individuos sí puedan desarrollar —dentro de las posibilidades que el propio mercado les otorga— una cierta personalidad, entretejida por vínculos afectivos más o menos sólidos con sus semejantes. Pero los nuevos sistemas de producción requieren ingentes cantidades de trabajadores perfectamente permutables entre sí, y a ser posible desprovistos de rasgos que los hagan destacar demasiado en el contexto de la novedosa sociedad de masas. Seguramente el autor que con más agudeza ha sabido penetrar en esta «degradación de la conciencia de sí mismo» propia del trabajador en el contexto capitalista sea el sociólogo —y también violonchelista— Richard Sennett, en libros como El artesano.
Todo lo anterior, que sin duda se aplica a las clases sociales más bajas del conjunto de la sociedad, y que de hecho configuró los rasgos definitorios de la nueva clase proletaria, con solo ciertos matices se aplicaría, progresivamente, al resto del tejido social urbano. La radio desempeñó una tarea fundamental en este proceso de transformación y homogeneización social. Destacando por su agilidad entre los primeros medios de comunicación de masas (con permiso de los periódicos y de las tempranas grabaciones fonográficas, y aunque el cine conociese muy pronto una sorprendente expansión e influencia en los modos de vida), la radio —escuchada al principio de manera colectiva entre la población obrera, a menudo analfabeta— hizo buena la expresión «medio de formación de masas», en tanto que ayudó a instituir esa nueva forma de subjetividad que se acaba de describir.
La pieza Wochenende (Fin de semana), compuesta por Walter Ruttmann en 1930, puede ser escuchada desde la perspectiva de esa naciente sociedad de masas. «Los fines de semana son para las secretarias», solía afirmar —desde luego con mucha ironía, y en consciente distancia respecto a los márgenes de la corrección política— el historiador del arte Juan Antonio Ramírez. La pieza es una celebración de ese tiempo presuntamente ajeno a la productividad mercantil que era y es el fin de semana. Como ha señalado José Iges (artista sonoro, teórico y comisario —además de cofundador, junto a Francisco Felipe, del programa radiofónico Ars Sonora—) en su artículo «Soundscapes: una aproximación histórica», la obra de Ruttmann
[r]eflejaba la transición de un día de trabajo a un día festivo, el domingo al aire libre y la lasitud lejos de la vuelta al trabajo del día siguiente. La banal realidad, si se quiere, pero transpuesta y magnificada por la lógica del corte y el empalme, de la yuxtaposición. De la lógica narrativa procedente, pues, del montaje cinematográfico.
Efectivamente, Ruttmann procedía del ámbito de la creación cinematográfica, y acaso sea en esa disciplina donde ha cosechado un mayor reconocimiento. Junto a artistas como Hans Richter u Oskar Fischinger, se le considera un pionero del cine experimental. Wochenende es, de hecho, una particular película, realizada en «negro y negro» (nada se muestra en la pantalla en sus más de once minutos de duración), si bien se transmitió a través de la radio después de ser estrenada en un cine.
Quizá la formación como arquitecto de Ruttmann —que igualmente recibió enseñanzas de pintura— propiciase en él una cierta sensibilidad hacia las implicaciones urbanísticas de las nuevas ciudades, incluyendo la necesidad de huir periódicamente de ellas. Recordemos que en 1927 había dirigido su película (esta vez en blanco y negro) Berlín: Sinfonía de una gran ciudad. La capital alemana, laboratorio de los más arriesgados experimentos durante todo el siglo XX —no solo arquitectónicos y cinematográficos, también sociales y políticos—, se prestaba particularmente bien para radiografiar esa entonces todavía novedosa práctica, mantenida hasta nuestros días por todo buen representante de (o aspirante a) la clase media, consistente en «irse de fin de semana».
Wochenende impactó en numerosos críticos y estudiosos del cine, también en España. Ya en 1948 Ángel Zúñiga escribía lo siguiente en Una historia del cine:
Se trata, nada menos, que de un film sin imágenes. Esta es idea totalmente original para contarnos a través de sonidos que nos son familiares, de rumores concebidos, de ecos de la naturaleza, los cambios perceptibles de un día de trabajo a otro de fiesta, a un domingo cualquiera pasado al aire libre. Oímos, pues, desde el quiquiriquí del gallo a las canciones de rueda de los chiquillos; los chillidos de los borrachos y la vuelta al trabajo, al llegar el lunes. Por primera vez, los sonidos son capaces de crear un mundo nuevo, de evocar una serie de sensaciones. El juego acústico de Ruttmann consiste en el encadenamiento rápido de frases cortas, de sonidos evocadores que en el montaje nos sugieren nuevas analogías. La voz del hombre de negocios que pide un número por teléfono, una de cuyas cifras coincide con la que dice un muchacho que en la escuela canta la tabla de multiplicar y, luego, ese mismo número lo oímos por boca del encargado del ascensor de unos grandes almacenes que advierte la llegada a los distintos pisos, con las especialidades que se encontrarán en los mismos.
El final de esta cita, con la referencia a esos grandes almacenes —que podría complementarse con el recuerdo del sonido de una máquina registradora, hacia el final de la pieza—, deja muy claro que para Ruttmann el consumo figura destacadamente entre las actividades propias del Wochenende. Los trabajadores necesitan cierto tiempo de asueto al final de la semana, entre otras razones, para poder comprar. La que se evoca en esta obra no es cualquier forma de consumo: igual que los sujetos quedan indiferenciados mediante el homogeneizador sistema fabril, e igual que su capacidad de trabajo es perfectamente intercambiable por la de cualquier otro obrero, los grandes almacenes —relativa novedad de la época— ofrecen, simplemente, productos (así, en abstracto). Es decir, de manera totalmente opuesta a como un zapatero podría ofrecer sus calzados o un carnicero