Políticas públicas para el desarrollo municipal. Cristina Girardo

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Políticas públicas para el desarrollo municipal - Cristina Girardo

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guerreros. Sociedad organizada y hegemónica que habría de derrumbarse en los siguientes meses para dar paso a la fusión de dos civilizaciones predestinadas a converger desde ángulos opuestos; una desde la épica y otra desde la tragedia, para formar, juntas, la simiente de la nueva nación mexicana.

      Resultó paradójico: mientras en España, en Villalar, moría el gobierno comunal en los dominios del primer Habsburgo, en Veracruz nacía el municipio mexicano en los dominios del último tlatoani.

      Estos hechos acreditan, pues, que el nuestro, como la Patria misma, es un municipio mestizo; que rescataba la fuertemente arraigada estructura social prehispánica, al tiempo que echaba mano de la experiencia del cabildo español que heredó una larga tradición que se remonta incluso a la república romana en cuyo seno había germinado la civitas moderna. La propia etimología del vocablo “municipio” lo sugiere pues proviene de las voces munus y capere, que juntas se refieren a la obligación que se imponía a los habitantes de los primeros centros urbanos a “hacerse cargo” de los gastos comunes, es decir, a contribuir a la cosa pública; tras de lo cual se les reconocía como individuos capaces de representarse ante la autoridad, portadores de derechos y aportadores de opiniones en la discusión de los asuntos generales. Iniciaba entonces la conversión del hombre libre en ciudadano y contribuyente.

      En México, el decurso jurídico y político del municipio fue azaroso. En la Colonia los ayuntamientos recién instituidos se consolidaron en las ciudades y villas erigidas por y para los españoles, mientras que, en los cuatro mil pueblos de indios llamados “repúblicas”, se crearon concejos municipales para representarlos ante el gobierno novohispano; situación que la Constitución de Apatzingán de 1814 no se atrevió a alterar, estableciendo que en pueblos, villas y ciudades habría, respectivamente, gobernadores, repúblicas y ayuntamientos, mientras no se adoptara otro sistema.

      Dilema propio de toda “sociedad fluctuante”, en la que pugnan, de un lado, el orden colonial que se niega a claudicar, y del otro, el surgido de la independencia que no atina a imponerse, tal oscilación llevó a que los textos constitucionales federalistas no regularan en forma explícita el orden municipal, probablemente en el afán de respetar la autonomía de los estados; en tanto que los centralistas sí tuvieron el acierto de preverlo en la ley fundamental, si bien sometiéndolo a los niveles superiores de gobierno.

      Desde la Constitución de Cádiz, que previó la composición de los ayuntamientos, la forma de elegir a sus miembros y sus principales atribuciones; hasta el Reglamento Provisional del Imperio de 1822 que prescribía el papel que jugarían intendencias, diputaciones provinciales, ayuntamientos y alcaldías, pasando por la Constitución de Apatzingán que mantuvo el estado de cosas en tanto “la soberanía de la nación formaba el cuerpo de leyes que habrían de sustituir a las antiguas”, la figura municipal estuvo ausente en los primeros documentos constitucionales.

      Tanto el Acta Constitutiva de la Federación Mexicana como la primera Constitución Federal de octubre de 1824, dejaron a los estados organizar libremente su régimen interior, por lo que la organización del municipio se desplazó a las constituciones locales que continuaron remitiendo a la carta gaditana de 1812.

      Las llamadas Siete Leyes Constitucionales de 1836 incluyeron la reglamentación de los municipios, al mencionarlos en la sexta de ellas, dedicada a la división de la república y al gobierno interior de los pueblos; determinando que los ayuntamientos, electos popularmente, tendrían el número de integrantes que les fuese asignado por la junta departamental respectiva, de acuerdo con el gobernador que conservaba un férreo control sobre éstas. Gobierno Interior de los Departamentos del 20 de marzo de 1837 y que, en su visión elitista, excluía de participar a la mayoría de la población.

      La Constitución de 1857 no superó el viejo escrúpulo federalista, apunta Salvador Valencia, que al ponderar el campo de acción de los estados, renunció a normar la vida municipal, lo que derivó en que fueran las constituciones particulares las que se ocuparon de dividir los estados en distritos, como en Oaxaca; en cantones, como en Veracruz, o en partidos, como en Aguascalientes, circunscripciones todas éstas que usualmente se fraccionaron en municipalidades.

      Tena Ramírez, por su parte, reseña y lamenta que no hubiese prosperado la adición propuesta por el diputado Castillo Velasco, que estimaba indispensable incluir un artículo que se refiriera al municipio, pues “la prosperidad de las municipalidades rebosará en los estados, y el bien de las partes hará el bien del conjunto de ellas”, por lo cual “no por ahorrar algunas palabras en el código general o por el temor de arreglar por medio de una base común algunos puntos de la administración de los estados”, debía privarse al ámbito local del rango constitucional.

      De esta revisión somera, se desprende que el estatuto municipal fue uno de los temas que más opusieron a liberales y conservadores, federalistas y centralistas, republicanos y monárquicos, en la feroz guerra de ideas, como dijo Reyes Heroles, en que se debatieron a lo largo del siglo xix. Las diversas, y en no pocas ocasiones, contradictorias legislaciones que se sucedieron en el periodo, aunado al desempeño arbitrario y rapaz de los agentes enviados por el gobierno nacional, fuesen prefectos, intendentes o jefes políticos, habrían de abonar el terreno para la explosión masiva de las grandes reivindicaciones que imbricaron justicia social y municipio libre.

      El 25 de diciembre de 1914, a impulso de Carranza, se aprobó precisamente una adición a la constitución del 57; se trataba de una de las llamadas “leyes preconstitucionales”, la cual anticipaba que los estados tendrían al municipio como la base de su división territorial y organización política, administrado por ayuntamientos de elección popular directa y sin ninguna autoridad intermedia entre ambos. De manera que fue casi 400 años después de la fundación del primer ayuntamiento que, al final, una Constitución del país, la del 17, lo regularía prolijamente.

      De entonces a la fecha, se han aprobado 15 reformas o adiciones al artículo 115 destacando dos: la de 1983, que estableció los servicios públicos a cargo de los ayuntamientos, les cedió facultades de planeación y desarrollo urbano, potestades tributarias y el derecho de aprobar su propio presupuesto de egresos; y la de 1999, que lo reconoció como ámbito de gobierno, permitió la asociación entre municipios de estados distintos, introdujo el derecho de iniciativa en materia fiscal local y puso a las policías bajo el mando de los presidentes municipales.

      Son 500 años los que han transcurrido. El municipio es hoy la organización política elemental, la más cercana a la gente; orden de gobierno colegiado y plural, sin muros de contención política, donde el pueblo participa en los asuntos que le afectan directamente. Espacio para la convivencia diaria, donde priman lo cercano y lo inmediato; ámbito en el que se defienden o vulneran los derechos esenciales de las personas; reflejo de la evolución o, al contrario, del retroceso de nuestras instituciones republicanas. Es aquí, en lo local, donde se encauza la Nación; donde adquiere densidad, vigor y humanidad. Sustento del Pacto federal, pilar del Estado y base de la integración del territorio patrio, de sus regiones y comunidades. Lugar desde el cual sucede y cobra sentido eso que nos cohesiona e identifica en la más grande diversidad: nuestra mexicanidad.

      Las y los mexicanos vivimos en 2 458 municipios que son otros tantos espacios para vivir a plenitud la ciudadanía, condición que no se adquiere simplemente por cumplir la mayoría de edad legal, sino que entraña el ejercicio pleno de los derechos y la asunción cabal de las responsabilidades que a cada uno corresponden dentro de la colectividad. La política vívida, rebosante, empieza en los municipios, pero ahí no se agota pues trasciende a los estados; y es justamente esa política local, intensa y vigorosa, la que da consistencia y contenido, solidez y rumbo a la política nacional. Así lo vislumbró el constituyente Heriberto Jara quien advertía en los debates del 17 que “si queremos que los municipios sean importantes en México, deben tener autonomía política y autonomía económica”. La grandeza de esta Nación es igual a la suma de sus partes; el país empieza y termina en sus municipios.

      Necesitamos

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