Manuales de urbanidad. Diego Nicolás Pardo Motta

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Manuales de urbanidad - Diego Nicolás Pardo Motta Ciencias Humanas

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del poder (segundo período) y la hermenéutica del sujeto (tercer período), en un momento se plantea el dilema de si es necesario definir el método siguiendo los períodos en sucesión o si la dinámica histórica concreta del archivo hace plausible otro acercamiento. La segunda parte del libro es muy cuidadosa en la reconstrucción de la producción institucional de los sujetos en Foucault, pero justamente para demostrar el contraste con la evidencia que ubica la difusión práctica y cotidiana de los manuales en el ámbito del hogar. En otros términos, la pregunta es si el archivo exige un acercamiento desde la genealogía o desde la hermenéutica; desde las relaciones de poder o desde el cuidado de sí; desde la construcción del sujeto propio del Estado-nación; o desde una suerte de modelo civilizatorio que se arraiga filogenéticamente en la familia.

      Es verdad que el autor del presente libro intenta responder a esta cuestión desde las opciones que ofrece Foucault en ese panorama tan amplio que representa su obra, pero finalmente descubre que las preguntas sobre la prioridad de uno u otro enfoque son secundarias frente al archivo. Además de ser una opción claramente foucaultiana, esa de evitar la historia de las ideas o la de someter el archivo a una referencia de autor, de repente descubrimos con el autor que la respuesta a esos dilemas se da en términos distintos a los de la pregunta. Desde luego, siempre quedará la duda acerca de si la formación del Estado es el resultado de la concentración del poder soberano o de una extensión de la Colonia a través del poder pastoral. O si la preminencia del enfoque anatomo-político de la disciplina es compatible con el poder soberano y con el poder pastoral en un contexto donde no podríamos hablar con propiedad de producción escolar, escolarización masiva o creación institucional de los ejércitos nacionales.

      Podríamos decir, en un arranque nacionalista, que todas esas instituciones están presentes, pero hoy sabemos la precariedad y la pretensión infundada de esa respuesta. Y, sin embargo, esas instituciones están allí, son una promesa; de la misma manera que es una esperanza la familia monogámica o la conversión de todos los individuos al catolicismo. Al examinar tal aspiración, se abre un abanico de respuestas que no podían ser respondidas con una perspectiva excluyente de análisis. Baste recordar las asimetrías entre la ciudad y el campo; la mayoría indígena, negra y mestiza excluida de los procesos de escolarización; la exclusividad que supone el ejercicio de la ciudadanía durante el siglo xix; y la invisibilización de la mujer en el proceso de producción de sujetos buenos, cristianos y productivos, legitimada por los grandes fines civilizatorios que se publicitan desde la política, la economía o la religión. En ese punto, la investigación parece abrirse a una variedad de temas y posibilidades sin respuesta todavía en la historia de Colombia.

      Finalmente, el texto avanza en su propio archivo, extrayendo las conclusiones que ofrecen los propios manuales de urbanidad en su circulación enunciativa y en su distribución espacial. Para describir la circulación, el autor muestra de manera precisa las traducciones, las citaciones, las versiones institucionales de los manuales. Para abrir su presencia enunciativa en el espacio social, logra establecer una secuencia que iría del hogar a la calle y al templo. El privilegio de estos espacios tiene varias consecuencias. Muestra la importancia del cuerpo en la disciplina establecida por la urbanidad. Pone en evidencia todos los cuerpos que escapan a esa disciplina, la resistencia de las culturas originarias, negras y mestizas, así como su incorporación mimética, especialmente en las ciudades. Para explicar ese margen que queda por fuera de la circulación del manual, permite replantear una tesis clave en Foucault: las razas, y las diferencias raciales que las expresan, no tienen un origen propiamente racial, sino social y económico; anunciando discusiones actuales acerca de la interseccionalidad entre raza, género y clase social.

      Al final, para el lector es claro que los manuales de urbanidad funcionaron en Colombia —igual que en la mayoría de los países latinoamericanos— como una tecnología modelizante a partir de la cual se construyeron los sujetos idealizados de la nación decimonónica. Con ello queda claro, también, la escisión fundacional entre los sujetos civilizados que cumplen con el modelo y las que se consideran poblaciones bárbaras, atrasadas o incapacitadas para lograrlo. En ese sentido, la adopción del manual como ideal de la mayoría tiene un efecto homogeneizador sobre el conjunto social a nivel moral y comportamental. Para lograrlo, y ese es un acierto indudable del libro, es clave colocarse en una perspectiva capilar, horizontal y cotidiana del poder. No en la versión descendente, jurídica y soberana del ejercicio del poder. Es verdad que el Estado promulga los manuales más que cualquier actor social, pero el efecto de larga duración depende de su interiorización, de su adopción íntima, de su capacidad para (auto)controlar los cuerpos, los gestos, las relaciones sociales, las manifestaciones discursivas como un símbolo público de pertenencia —y por lo mismo de exclusión— que ha venido a constituir el zócalo hasta ahora impensado e incuestionado de la formación de los Estados nacionales en nuestra periferia.

      Adolfo Chaparro Amaya

      Universidad del Rosario

      Introducción

      Durante la época en la que Colombia estaba viviendo su proceso de transformación en un Estado independiente, luego de la Colonia, fueron importados de Europa, en especial de Francia, un conjunto de prácticas llamadas buenos modales. Estas se hallaban contenidas en libros titulados manuales de urbanidad, los cuales estaban destinados a servir de guía para el aprendizaje de sus principios en la escuela y en la casa y la puesta en práctica de estos en la vida diaria.

      En un contexto como el de la época, la urbanidad resultaba novedosa e iluminadora a los nuevos objetivos constructores de Estado, ya que los manuales prometían educar, de tal forma que sus receptores terminaran adquiriendo la denominada fisonomía propia de la civilización, enmarcada bajo las maneras del trato cortés. De ese modo, al comparar a esa Europa limpia, trazada, delineada y rítmica de mediados del siglo xix con los espacios sucios y las gentes desaliñadas que deambulaban desordenada y escandalosamente por el territorio colombiano, los sujetos de entonces vieron en las buenas maneras un importante punto de partida para empezar a modelar ese Estado y, sobre todo, esas personas, a fin de que a los dos se les pudiera llamar civiles.

      Tan grande fue el fenómeno de la urbanidad que sus textos y sus lecciones se difundieron por esporulación y, así, atravesaron la variopinta geografía física y humana de Colombia y los embates de los tiempos que se vivían entonces. Tal fue el impacto de los nuevos usos sociales que estos se anunciaron no solo como lo adecuado para saber vivir la vida, sino también, y sobre todo, como lo natural y lo obvio. De tanta envergadura fue la huella que estos modales dejaron que se asumió que su presencia iba a asegurar la paz y la sana convivencia y que su ausencia iba a equivaler a caos.

      A la urbanidad parece atribuírsele un poder productor, transformador y salvador de la humanidad. Por ello hoy se extraña. Los buenos modales son echados de menos como si fueran garantía de un mundo mejor. Las buenas maneras se evocan como principio de organización, método, puesta-en-el-lugar-correcto de los objetos y de los cuerpos. Es como si, actualmente, se estuviera perdiendo un tesoro cuyo valor todavía no se hubiera reconocido en todo su esplendor. De ahí que se hable y se busque rescatarlo del olvido para, así, salvar a la pobre humanidad del abismo de la indecencia.

      Desde el clásico papel de la filosofía, consistente en dudar de todo, esas actitudes que, en ocasiones, se tienen hacia la urbanidad resultan sospechosas. Tal sospecha lleva a emprender un examen filosófico que implique sumergirse de lleno en lo que se intuye que es todo un proceso productivo de subjetividad, el cual luce ser desempeñado por la urbanidad de forma efectiva en la sociedad colombiana o, por lo menos, en parte de ella. Dicho proceso parece: 1) comenzar con la enunciación de la norma que lo regula; 2) pasar por la aprehensión de ese contenido por parte de los cuerpos hasta el punto de producirlos; y 3) terminar en la observancia constante de esa norma. Ello último, en calidad de sujeto producido que, eventualmente, se puede desviar de su cauce disciplinante y disciplinado. Durante tal momento de permanente verificación, se puede escuchar a ese cuerpo producido expresando amor, devoción y credulidad absoluta por esos enunciados

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