El fantasma de Canterville. Oscar Wilde
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Читать онлайн книгу El fantasma de Canterville - Oscar Wilde страница 18
—Espero que cambies de opinión al hacerte mayor. De momento, eres una niña sin preparación.
—Pero lo siento así, Helen. No debo querer a los que insistan en no quererme a mí, por mucho que intente agradarles. Debo resistirme a los que me castigan injustamente. Es tan natural como querer a los que me muestran afecto, o someterme al castigo que considero merecido.
—Esa doctrina es la de los paganos y las tribus salvajes, pero los cristianos y las naciones civilizadas la repudian.
—¿Cómo? No entiendo.
—No es la violencia lo que vence al odio, ni la venganza lo que cura mejor la injuria.
—Entonces, ¿qué es?
—Lee el Nuevo Testamento y fíjate en lo que dice Jesucristo y en cómo actúa. Haz de sus palabras tu norma y de su conducta tu ejemplo.
—¿Qué dice?
—Ama a tus enemigos; bendice a los que te maldigan; haz el bien a los que te odien y traten mal.
—Entonces tendría que amar a la señora Reed, lo que no puedo hacer, y tendría que bendecir a su hijo John, lo que es imposible.
A su vez, Helen Burns me pidió que me explicara, y me puse enseguida a contar atropelladamente la historia de mis penas y resentimientos. Amargada y agresiva cuando me excitaba, hablé tal como sentía, sin reserva ni cortapisas.
Helen me escuchó pacientemente hasta el final. Yo esperaba que hiciera algún comentario, pero nada dijo.
—Bueno —pregunté impaciente— ¿no es una mujer mala y sin sentimientos la señora Reed?
—No dudo de que te haya tratado mal, porque no le gusta tu tipo de carácter, como ocurre entre la señorita Scatcherd y yo. Pero ¡con qué detalle recuerdas todo lo que te ha hecho! ¡Qué impresión más profunda parece haberte causado su injusticia! Ningún mal trato marca tan a fondo mis sentimientos. ¿No serías más feliz si intentaras olvidar su severidad y las emociones tan apasionadas que te inspiraba? Creo que la vida es demasiado corta para pasarla fomentando la mala voluntad y recordando los agravios. Todos estamos cargados de defectos en este mundo, y así debe ser, pero pronto llegará el momento de deshacernos de ellos, cuando nos deshagamos de nuestros cuerpos corruptibles. El envilecimiento y el pecado nos abandonarán junto con nuestros pesados cuerpos, y solo quedará el resplandor del espíritu, el impalpable principio de la vida y del pensamiento, tan puro como cuando salió de nuestro Creador para darnos vida. Regresará al lugar de donde salió, quizás para llegar a un ser más noble que el hombre, ¡quizás para pasar por escalas de gloria desde la pálida alma humana hasta fundirse con el serafín! Estoy segura de que no se le permitirá degenerar, por el contrario, del hombre al demonio. No, no puedo creer eso. Tengo otra creencia, que nadie me ha enseñado y de la que hablo rara vez, a la que me aferro porque me complace, pues ofrece esperanza a todos los seres. Y es que la eternidad es un descanso, un gran hogar, y no un espanto y un abismo. Además, esta creencia me permite distinguir claramente entre el criminal y su delito, y me permite perdonar a aquel de todo corazón mientras aborrezco este. Con esta creencia, la venganza no me preocupa, la humillación no me repugna intolerablemente y la injusticia no me abruma. Vivo tranquila, esperando el final.
La cabeza de Helen, siempre inclinada, se hundió un poco más al terminar esta frase. Me di cuenta por su mirada de que ya no quería hablar conmigo, sino quedarse a solas con sus propios pensamientos. No tuvo mucho tiempo para meditar, porque se acercó poco después una supervisora, una muchacha grande y tosca, y exclamó con fuerte acento de Cumberland:
—Helen Burns, si no vas ahora mismo a ordenar tu cajón y guardar tu labor, le diré a la señorita Scatcherd que venga a verlo.
Suspiró Helen al perder su momento de ensoñación y, levantándose, obedeció sin demora, sin contestar a la supervisora.
Capítulo VII
Mi primer trimestre en Lowood me pareció un siglo, y no precisamente el siglo de oro. Consistió en una lucha tediosa con las dificultades de acostumbrarme a nuevas normas y tareas inusitadas. Me inquietaba más el temor del fracaso en estas cuestiones que la dureza física de mi vida, que no era poca.
Durante enero, febrero y parte de marzo, las grandes nevadas y, más tarde, el deshielo, hicieron casi impracticables los caminos, por lo que solo salíamos del jardín para ir a la iglesia; sin embargo, dentro de esos muros teníamos que pasar una hora al aire libre cada día. Nuestras ropas eran insuficientes para protegernos del frío intenso. No teníamos botas, y la nieve se metía dentro de nuestros zapatos y se derretía. Las manos sin guantes se entumecían y se nos llenaban de sabañones, y los pies también. Recuerdo claramente la desazón enloquecedora que padecía por este motivo cuando se me inflamaban los pies por las noches, y el tormento de introducir en los zapatos por las mañanas los dedos agarrotados e hinchados. La escasa cantidad de comida también era motivo de angustia. Nosotras, con el apetito que corresponde al desarrollo infantil, apenas recibíamos bastante para mantener con vida a un inválido. Esta falta de alimentos generaba el abuso de las chicas más jóvenes por parte de las mayores, que, cuando tenían ocasión, privaban a aquellas de su ración con zalemas o amenazas. Muchas veces, habiendo repartido entre dos pretendientes el trozo de pan moreno de la merienda y sacrificado la mitad de la taza de café a otra, me tragaba el resto con lágrimas furtivas provocadas por el hambre.
Los domingos de invierno eran días melancólicos. Debíamos caminar dos millas hasta la iglesia de Brocklehurst, donde celebraba el servicio nuestro protector. Salíamos con frío y llegábamos con más aún, y durante el rito matutino casi nos quedábamos paralizadas. Estaba demasiado lejos para regresar a almorzar, así que, entre servicio y servicio, nos administraban una ración de fiambre, en las mismas cantidades exiguas que de costumbre.
Al término de la ceremonia vespertina, volvíamos por una carretera accidentada y expuesta al gélido viento invernal, que soplaba por encima de una cordillera de montañas nevadas del norte, casi despellejándonos las caras.
Recuerdo a la señorita Temple caminando ligera y veloz entre nuestras filas decaídas, arropada con su capa de cuadros, que aleteaba al viento, alentándonos con sus palabras y su ejemplo a mantenernos animadas y marchar, como decía, «como fornidos soldados». Las otras pobres profesoras estaban, por lo general, demasiado abatidas para intentar ponerse a animar a las demás.
¡Qué ganas teníamos de acercarnos al resplandor y el calor de un fuego vivo cuando regresáramos! Pero ese placer nos era negado, por lo menos a las más pequeñas, pues las chimeneas del aula eran rodeadas en el acto por una fila doble de muchachas mayores, y detrás quedábamos las pequeñas en grupitos, los brazos ateridos envueltos en los delantales.
La hora de la merienda traía un poco de consuelo bajo la forma de una doble ración de pan (una rebanada entera, y no media), con el regalo añadido de una fina capa de mantequilla. Era el banquete semanal, esperado por todas de domingo a domingo. Solía arreglármelas para quedarme con una porción de esta liberal colación, aunque invariablemente me obligaban a sacrificar el resto.
Pasábamos la noche del domingo recitando de memoria el catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo, y escuchando un largo sermón leído por la señorita Miller, cuyos bostezos incontenibles delataban su cansancio. A menudo estas actividades eran interrumpidas por una representación