El fantasma de Canterville. Oscar Wilde
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La señorita Temple saludó a estas damas con deferencia como la señora y las señoritas Brocklehurst, y fueron conducidas a un puesto de honor delante de la concurrencia. Parece ser que habían llegado en el carruaje con su reverendo pariente, y que habían efectuado un registro de las habitaciones de arriba, mientras él estaba ocupado en tratar de negocios con el ama de llaves, interrogar a la lavandera y sermonear a la directora. Empezaron a dirigir varios comentarios y reproches a la señorita Smith, encargada de la ropa blanca y la inspección de los dormitorios, pero no tuve tiempo para escuchar lo que hablaban porque otros asuntos llamaron más mi atención.
Hasta ese punto, aunque me enteré de la conversación del señor Brocklehurst con la señorita Temple, no dejé de tomar precauciones para salvaguardar mi persona, precauciones que pensé serían eficaces si conseguía pasar desapercibida. A tal efecto, me había echado atrás en el banco y, con apariencia de estar ocupada con la aritmética, me había ocultado la cara tras la pizarra. Quizás hubiera evitado que me viesen de no ser por la pizarra traicionera, que se me escapó de las manos y cayó estrepitosamente al suelo, atrayendo así todas las miradas. Supe que había llegado mi hora y, al agacharme para recoger los dos trozos de la pizarra, me armé de valor para enfrentarme a lo peor. Y llegó.
—¡Niña descuidada! —dijo el señor Brocklehurst, y enseguida— es la nueva alumna, por lo que veo —y, antes de que pudiera respirar—: No debo olvidarme de decir unas palabras sobre ella.
Y, en voz muy fuerte, ¡qué fuerte me pareció!:
—¡Que se adelante la muchacha que ha roto la pizarra!
No hubiera podido moverme por propia voluntad, pues estaba paralizada. Pero las dos chicas mayores sentadas a ambos lados me pusieron en pie y me empujaron en dirección al temido juez. La señorita Temple me acompañó ante su figura, susurrando un consejo.
—No tengas miedo, Jane. Yo he visto que ha sido un accidente; no te castigarán.
Estas palabras amables me atravesaron como un puñal.
«Un minuto más y me despreciará por hipócrita», pensé, y esta idea me llenó de furia contra los Reed y los Brocklehurst de este mundo. Yo no era Helen Burns.
—Que acerquen ese taburete —dijo el señor Brocklehurst, señalando uno muy alto, del que se acababa de levantar una supervisora. Le obedecieron.
—Coloquen a la niña en él.
Y allí me colocó no sé quién. No estaba en condiciones de fijarme en detalles; solo era consciente de que me habían puesto a la altura de la nariz del señor Brocklehurst, a quien tenía a una yarda de distancia, y de que debajo de mí se extendía un mar de pellizas de color naranja y morado, y una nube de plumas plateadas.
El señor Brocklehurst se aclaró la garganta.
—Señoras —dijo, volviéndose a su familia—, señorita Temple, profesoras y muchachas, ¿ven todas ustedes a esta niña?
Por supuesto que me veían; sentía sus ojos como espejos ustorios sobre mi piel quemada.
—Ven ustedes que aún es joven; observan que posee la forma habitual de la infancia. Dios, en su bondad, le ha otorgado la misma forma que a los demás. No se ve ninguna deformidad que la distinga. ¿Quién iba a pensar que el Maligno ha encontrado en ella su instrumento? Sin embargo, lamento decir que es así.
Siguió una pausa, que aproveché para tranquilizar mis nervios y empecé a pensar que ya había pasado el Rubicón, y que tenía que enfrentarme a mi prueba, ya que no podía evitarla.
—Queridas niñas —continuó el clérigo de mármol negro con emoción—, esta es una ocasión triste y melancólica, porque es mi deber advertiros que esta niña, que habría podido ser un cordero de Dios, se halla descarriada; no es miembro del verdadero rebaño, sino una intrusa. Debéis guardaros de ella y rehuir su ejemplo; evitad su compañía; si hace falta, excluidla de vuestros juegos y conversaciones. Profesoras, vigílenla, no pierdan ninguno de sus movimientos, sopesen sus palabras, examinen sus acciones, castiguen su cuerpo para salvar su alma, si tal salvación es posible, ya que (mi lengua titubea al decirlo) esta jovencita, esta niña, nativa de una tierra cristiana, peor que muchas paganas que rezan a Brahma y se arrodillan ante Krisna, ¡esta niña es una embustera!
Siguió una pausa de diez minutos, durante la cual yo, ya recuperada de mi nerviosismo, observé a todas las Brocklehurst de sexo femenino sacar sus pañuelos y aplicarlos a sus ojos, mientras la señora mayor se balanceaba y las dos jóvenes susurraban: «¡Qué vergüenza!».
El señor Brocklehurst continuó:
—Su benefactora me lo contó. Esa señora pía y caritativa que la adoptó siendo huérfana, como si fuera hija propia, y cuya bondad y generosidad pagó con tan tremenda ingratitud que su excelente patrocinadora se vio obligada a apartarla de sus verdaderos hijos, por si su perverso ejemplo contaminase su pureza, la ha enviado aquí para ser curada, como los antiguos judíos mandaban a los enfermos al lago Bezata; les ruego, profesoras y directora, que no permitan que las aguas se estanquen a su alrededor.
Con esta sublime conclusión, el señor Brocklehurst se abrochó el botón superior del abrigo, murmuró algunas palabras a sus familiares, que se levantaron e hicieron una reverencia a la señorita Temple, después de lo cual todas estas personas importantes salieron ceremoniosamente de la habitación. Volviéndose en la puerta, habló mi juez:
—Que se quede media hora en el taburete, y que no le dirija la palabra nadie durante el resto del día.
Allí estaba, en lo alto; yo, que había dicho que no podría aguantar la vergüenza de estar de pie en el centro de la habitación, estaba expuesta a la vista de todas sobre un pedestal infame. No existe lenguaje para describir mis sensaciones, que se atropellaron de golpe, quitándome el aliento y oprimiéndome la garganta. En ese momento pasó una muchacha y levantó los ojos para mirarme. ¡Qué luz tan extraña los iluminaba! ¡Qué sensación tan extraordinaria me embargó! ¡Cómo me animó esa nueva sensación! Era como si hubiera pasado un mártir, un héroe, ante un esclavo o víctima, llenándole de fuerza. Reprimí la histeria que sentí, alcé la cabeza y me afiancé en el taburete. Helen Burns hizo una pregunta trivial sobre su trabajo a la señorita Smith, que la riñó por su insignificancia, después de lo cual regresó Helen a su puesto, sonriéndome al pasar de nuevo. ¡Qué sonrisa! La recuerdo claramente, y sé que era la manifestación de un intelecto agudo y de verdadero valor, que iluminó sus facciones acusadas, su rostro delgado, sus ojos grises hundidos como el reflejo de un ángel. Sin embargo, en ese momento Helen Burns llevaba en el brazo el «distintivo de desordenada». Apenas una hora antes, había oído a la señorita Scatcherd condenarla a un almuerzo de pan y agua al día siguiente, por haber manchado de tinta un ejercicio al copiarlo. ¡Tal es la naturaleza imperfecta del hombre! Tales manchas existen en los planetas más perfectos, y ojos como los de la señorita Scatcherd solo ven las pequeñas imperfecciones y son incapaces de apreciar todo su brillo.
Capítulo VIII
Antes de acabar la media hora, dieron las cinco; se