El jugador. Fiódor Dostoyevski
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Fiódor Dostoyevski
El Jugador
e-artnow, 2021
EAN 4064066498207
Índice
Capítulo 1
Por fin estaba de regreso, después de dos semanas de ausencia.
Los nuestros llevaban ya tres días en Ruletenburg. Yo creía que me estarían aguardando como al Mesías; pero me equivocaba. El general, que me recibió indiferente, me habló con altanería y me envió a su hermana. Era evidente que, fuese como fuese, habían conseguido algún préstamo. Hasta me pareció que el general rehuía mis miradas.
María Philippovna, muy atareada, apenas si dijo unas palabras. Sin embargo, aceptó el dinero que le traía, lo contó y escuchó mi relato hasta el fin. Estaban invitados a comer Mezontsov, un francés y también un inglés. Desde luego, aquí, cuando se tiene dinero, se ofrece un gran banquete a los amigos. Costumbre moscovita.
Paulina Alexandrovna, al verme, me preguntó en seguida porqué había tardado tanto en volver, y sin esperar mi respuesta se retiró inmediatamente. Naturalmente que aquello lo hizo adrede. Pero era indispensable, sin embargo, tener una explicación. Tengo el corazón oprimido.
Me habían destinado una pequeña habitación en el quinto piso del hotel. Aquí todo el mundo sabe que pertenezco al séquito del general. Todos se dan aires de importancia, y al general se le considera como a un aristócrata ruso, muy rico.
Antes de la comida, el general tuvo tiempo de hacerme algunos encargos, entre ellos el de cambiar varios billetes de mil francos. Los cambié en el mostrador del hotel. Ahora, durante ocho días por lo menos, van a creernos millonarios.
Quería acompañar a Miguel y a Nadina de paseo; pero cuando estábamos ya en la escalera, el general me mandó llamar. Le parecía conveniente enterarse de a dónde llevaba yo a los niños. Es evidente que este hombre no puede mirarme con franqueza, cara a cara. El de buena gana lo querría, pero a cada tentativa suya le lanzó una mirada tan fija, es decir, tan poco respetuosa, que se desconcierta. Con frases grandilocuentes, retorcidas, de las que perdía el hilo, diome a entender que nuestro paseo debía tener lugar en el parque, lo más lejos posible del casino. Por último se enfadó, y bruscamente dijo: —¿Es que va usted a llevar a los niños a la ruleta? Perdóneme —añadió inmediatamente—; tengo entendido que usted es débil y capaz de dejarse arrastrar por el juego. En todo caso yo no soy, ni deseo ser su mentor; pero al menos, eso sí, tengo derecho a velar porque no me comprometa…
—Usted olvida, sin duda —respondí tranquilamente—, que carezco de dinero. Hace falta antes tenerlo para perderlo en el juego.
—Voy a dárselo —respondió el general, sonrojándose ligeramente.
Buscó por su mesa, consultó un cuaderno, y resultó que me debía unos ciento veinte rublos.
—¿Cómo lo arreglaremos? —dijo—. Hay que cambiarlos en talers… Pero aquí tiene cien talers… Lo demás, naturalmente no lo perderá.
Tomé el dinero sin pronunciar palabra.
—Supongo que no interpretará mal mis palabras. Usted es tan susceptible… Si le hice esta observación fue sólo como una advertencia y creo tener derecho…
Al volver antes de la comida, con los niños, me encontré en el camino con toda la partida. Iban a contemplar no sé qué ruinas. Se veían dos carruajes soberbios y dos caballos magníficos. La señorita Blanche ocupaba uno de los coches con María Philippovna y Paulina; el francés, el inglés y nuestro general, les daban escolta a caballo. Los transeúntes se detenían a contemplar el lúcido cortejo.
Producía un efecto estupendo, aunque al general no le hacía ninguna gracia. Yo calculaba que con los cuatro mil francos que les había traído, y lo que ellos, por lo visto, habían pedido prestado, tendrían ahora siete u ocho mil francos. Muy poco, evidentemente, para la señorita Blanche.
La señorita Blanche se hospedaba también en nuestro hotel en compañía de su padre.
Nuestro francés igualmente. Los lacayos y camareros llamaban a éste señor conde. A la madre de la señorita Blanche, señora condesa. Bueno, después de todo, tal fueran conde y condesa.
Ya suponía yo que el señor conde no me reconocería a la hora de sentarnos a la mesa. Por supuesto, el general no pensaba en presentarnos, o al menos en nombrarme, y el señor conde, que había vivido en Rusia, sabía perfectamente cuán insignificante es la personalidad de un outchitel, como allí nos llaman.
Pero me conoce perfectamente. A decir verdad, nadie me esperaba todavía. Según parece, el general se olvidó de dar órdenes, y de buena gana me habría enviado a comer a la mesa redonda.
Debí, pues, presentarme personalmente, lo que me valió