El jugador. Fiódor Dostoyevski
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Al principio, todo aquel mecanismo me pareció un verdadero enigma. Adiviné confusamente que se hacían posturas en los números, en los pares e impares y en los colores. Decidí no arriesgar más que cien florines del dinero de Paulina Alexandrovna. La idea de que empezaba a jugar por cuenta ajena me desconcertaba. Era aquélla una sensación muy desagradable de la que tenía prisa de liberarme.
Parecíame que al comenzar por cuenta de Paulina aniquilaba mi propia suerte. ¿Es posible acercarse al tapete verde sin que la superstición se apodere en seguida de nosotros? Empecé por tomar cinco federicos, es decir, cincuenta florines, y los puse sobre el par. El disco empezó a girar y salió el trece.
Había perdido.
Presa de una sensación mórbida, únicamente para terminar cuanto antes, puse cinco florines al rojo. El rojo salió. Dejé los diez florines. El rojo se dio de nuevo. Hice nueva postura con el total. Salió también el rojo. En posesión de los cuarenta federicos coloqué veinte sobre los doce números del centro, sin saber lo que iba a resultar. Me pagaron el triple.
Los diez federicos del principio se elevaban ahora a ochenta.
Pero entonces una sensación desacostumbrada y extraña me causó tal malestar que decidí no repetir la postura.
Me parecía que, por mi propia cuenta, no habría jugado de aquel modo. Sin embargo, puse de nuevo los ochenta federicos sobre el par.
Esta vez salió el cuatro. Me entregaron ochenta federicos. Recogí los ciento sesenta y salí en busca de Paulina Alexandrovna.
Estaban todos paseando por el parque y no pude verla hasta después de cenar. Aquella vez el francés estaba ausente y el general se despachó a su gusto. Entre otras cosas juzgó oportuno hacerme observar de nuevo que no deseaba verme en la mesa de juego. Según él, se vería muy comprometido si yo sufría una pérdida importante.
—Pero aunque ganase usted mucho, me comprometería también—añadió gravemente—. Sin duda que no tengo derecho a dirigir su conducta, pero convenga usted mismo en que si…
No terminó, según su costumbre. Le repliqué en tono seco que, teniendo muy poco dinero, no podía distinguirme por mis pérdidas aunque me diese por jugar.
Al subir a mi habitación pude entregar a Paulina su ganancia y declararle que, en lo sucesivo, no jugaría más por cuenta de ella.
—¿Por qué? —preguntó alarmada.
—Porque quiero jugar para mí —contesté, mirándola con sorpresa—, y eso me lo impide.
—¿Así, persiste usted en creer que la ruleta es su única probabilidad de salvación? —me preguntó con tono zumbón.
Afirmé, con gran seriedad, que así lo creía. En lo que se refiere a mi seguridad de ganar a toda costa, siempre admití que ello sería ridículo. “Deseaba que me dejaran tranquilo. “ Paulina Alexandrovna insistió en repartir conmigo la ganancia de la jornada y me entregó ochenta federicos, es decir, ochocientos florines, proponiéndome continuar jugando con esta condición.
Me negué categóricamente y declaré que no podía seguir jugando por cuenta ajena, no por mala voluntad, sino porque estaba seguro de perder.
—Y sin embargo, por estúpido que esto parezca, yo no tengo otra esperanza que la ruleta —dijo ella, pensativa—. Por esta causa debe usted continuar jugando conmigo, a medias… y estoy segura de que lo hará.
Dicho esto, se alejó de mí sin querer escuchar mis objeciones.
Capítulo 3
Ayer, sin embargo, Paulina no volvió a hablarme del juego. Evitó durante todo el día dirigirme la palabra.
Su modo anterior de conducirse conmigo no había cambiado.
Cuando nos encontramos sigue tratándome con absoluta indiferencia, a la que añade incluso un desdén hostil. No intenta, lo veo claramente, disimular su aversión hacia mí. Por otra parte, tampoco oculta que le soy necesario y que me tiene como reserva para otras ocasiones propicias.
Una relación extraña se ha establecido entre nosotros. No me lo explico, dada la arrogancia y el orgullo con que trata a todo el mundo.
Sabe, por ejemplo, que yo la amo con locura, y me permite, incluso, hablarle de mi pasión, francamente, sin trabas. No podía demostrarme mejor su desdén con este permiso: “Ya ves, hago tan poco caso de tus sentimientos, que todo lo que puedas decirme o experimentar me tiene absolutamente sin cuidado.”
Ya antes me hablaba mucho de sus asuntos, pero jamás con entera confianza. Por si eso fuera poco, en su desprecio hacia mí ponía refinamientos del siguiente género: sabiendo que me hallaba al corriente de tal o cual circunstancia de su vida, de una grave preocupación, por ejemplo, me contaba sólo una parte de los hechos si creía necesario utilizarme para sus fines, o para alguna combinación, como un esclavo. Pero si ignoraba todavía las consecuencias de los acontecimientos, si me veía compartir sus sufrimientos o sus inquietudes, no se dignaba jamás tranquilizarme con una explicación amable.
Como ella me confiaba a menudo misiones no solamente delicadas, sino peligrosas, estimo que debería haber sido más franca. Pero, ¡a qué inquietarse de mis sentimientos, por el hecho de que yo también me alarmase, y quizá me atormentase tres veces más que ella por sus preocupaciones y sus fracasos!
Yo conocía desde hacía tres semanas su intención de jugar a la ruleta. Me había incluso avisado de que yo debía jugar en su lugar, pues las conveniencias prohibían que ella lo hiciese. En el tono de sus palabras comprendía, entonces, que ella experimentaba una honda inquietud y no el simple deseo de ganar dinero. Poco le importa el dinero en sí. En eso hay un objetivo, circunstancias que puedo adivinar, pero que, hasta este momento, ignoro.
Naturalmente, la humillación y la esclavitud en que ella me tiene, me darían —se da a menudo el caso— la posibilidad de preguntarle a ella misma derechamente y sin ambages. Puesto que soy para ella un esclavo, que no merece consideración a sus ojos, no tiene que impresionarse por mi atrevida curiosidad. Pero aunque me permita que le dirija preguntas, no por eso me las contesta. Algunas veces ni siquiera me atiende. ¡Así estamos!
Ayer se habló mucho, entre nosotros, de un telegrama enviado a Petersburgo hace cuatro días y que no ha sido aún contestado. El general está visiblemente agitado y pensativo. Se trata, seguramente, de la abuela.
El francés también está desasosegado. Ayer, por ejemplo, tuvieron, después de la comida, una larga conversación. El francés afecta hacia nosotros un tono arrogante y despreocupado. Como dice el proverbio: “Dejad que pongan un pie en vuestra casa y pronto habrán puesto los cuatro. “ Con Paulina finge igualmente una indiferencia que bordea la grosería. Sin embargo, se une de buena gana a nuestros paseos familiares por el parque y a las excursiones a caballo por los alrededores.
Conozco desde hace tiempo algunas de las circunstancias que han puesto al francés en relación con el general. En Rusia proyectaban establecer, en sociedad, una fábrica. Ignoro si su proyecto ha fracasado o si hablan todavía de él.
Además, me he enterado, por casualidad, de una parte de un secreto de familia.