El jugador. Fiódor Dostoyevski
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¿Que quién es la señorita Blanche?
Aquí, entre nosotros, dicen que es una francesa distinguida, a la que acompaña su madre, una dama muy rica. Se sabe también que es una prima lejana de nuestro marqués. Parece ser que antes de mi viaje a París el francés y la señorita Blanche habían tenido relaciones mucho más ceremoniosas, vivían en un plan más reservado. Ahora su amistad y su parentesco se manifiestan de una manera más atrevida, más íntima. Quizá nuestros asuntos les parecen en tan mal estado que juzgan inútil hacer cumplidos y disimular. Noté anteayer que Mr. Astley hablaba con la señorita Blanche y su madre como si las conociera. Me parece también que el francés se había entrevistado con anterioridad con Mr. Astley.
Por otra parte, Mr. Astley es tan tímido, tan púdico, tan discreto, que verdaderamente se puede fiar de él. No sacará, seguramente, la ropa sucia. El francés apenas le saluda ni le mira, lo que quiere decir que no le teme.
Esto es todavía comprensible, pero ¿por qué la señorita Blanche tampoco le concede ninguna importancia?
Hay que tener en cuenta que el marqués se traicionó ayer diciendo durante la conversación, no sé con motivo de qué, que Mr. Astley era colosalmente rico y que él lo sabía. Era, pues, la ocasión para que la señorita Blanche le mirase.
En resumen, el general es presa de la mayor inquietud. ¡Se comprende la importancia que puede tener para él en estos momentos un telegrama anunciando la muerte de la abuela!
Aunque estaba seguro de que Paulina evitaba una entrevista conmigo, afecté un aire frío, indiferente.
Pensaba que iba a hablarme de un momento a otro. Para desquitarme, ayer y hoy he concentrado mi atención sobre la señorita Blanche. ¡Pobre general, está perdido! Dejarse dominar a los cincuenta y cinco años por una pasión tan ardiente… es, evidentemente, una desgracia. Añádase a eso su viudez, sus hijos, su ruina, sus deudas y, finalmente, la clase de mujer de que se ha enamorado. La señorita Blanche es elegante, pero tiene una de esas caras que infunden miedo.
No sé si comprenderán bien lo que quiero decir. Por mi parte siempre he temido a semejantes mujeres.
Debe tener unos veinticinco años. Es alta y bien formada, de hombros redondos, busto opulento, tez bronceada, cabellos negros muy abundantes, suficiente para dos peinados. Tiene los ojos negros, la esclerótica amarillenta, la mirada cínica, los dientes muy blancos; los labios siempre pintados. Sus piernas y sus manos son admirables. Su voz tiene un timbre de contralto enronquecida. Se ríe algunas veces a carcajadas, enseñando todos los dientes; pero generalmente su mirada es insistente y silenciosa, al menos en presencia de Paulina y de María Philippovna.
A propósito, una noticia inesperada. María Philippovna regresa a Rusia. La señorita Blanche me parece desprovista de instrucción; es una mujer de cortos alcances. Creo que en su vida no han faltado aventuras. Para decirlo todo, es muy posible que el marqués no sea pariente suyo y su madre pudiera muy bien ser una madre fingida. Pero está comprobado que en Berlín, que fue donde los encontramos, su madre y ella tenían buenas amistades. En lo que se refiere al marqués, aunque dudo en estos momentos que tenga tal título, el hecho es que pertenece a la buena sociedad, tanto entre nosotros como, por ejemplo, en Moscú o en Alemania. Esto es indudable. Me pregunto lo que es en Francia.
Se dice que posee un castillo.
Creía que pasarían muchas cosas durante esos quince días, pero, sin embargo, no sé aún de cierto si la señorita Blanche y el general han cambiado palabras decisivas.
En resumen, todo depende ahora de nuestra situación, es decir, de la mayor o menor cantidad de dinero que el general pueda ofrecerle. Si, por ejemplo, se afirmase que la abuela no había muerto, estoy seguro de que la señorita Blanche se apresuraría a desaparecer. Para mí mismo es un motivo de extrañeza y de risa el ver que me he vuelto tan entrometido. ¡Cómo me repugna todo eso! ¡Con qué placer lo abandonaría todo y a todos! Pero, ¿puedo alejarme de Paulina? ¿Puedo dejar de realizar el espionaje en torno de ella? El espionaje es seguramente una cosa vil, pero ¿a mí qué me importa?
Ayer y hoy, Mr. Astley ha excitado igualmente mi curiosidad. Sí. ¡Estoy persuadido de que está enamorado de Paulina! ¿Cuántas cosas puede expresar a veces la mirada de un hombre púdico, de una castidad enfermiza, precisamente en el momento en que este hombre preferiría hundirse debajo de tierra a manifestar sus sentimientos con una palabra o con una mirada? Es a la vez curioso y cómico.
Mr. Astley se encuentra con nosotros a menudo en el paseo. Se descubre y pasa muriéndose de ganas de acercarse a nosotros. Si se le invita, se apresura a rehusar. En los lugares donde nos sentamos, en el casino, en el concierto o delante de la fuente, no deja de pararse cerca de nosotros. Allí donde estemos —en el parque, en el bosque, en el Schlangenberg—basta mirar en torno nuestro para que, indefectiblemente, en el sendero vecino o detrás de una maleza, aparezca el inevitable Mr. Astley.
Creo que busca la ocasión para hablarme en privado. Esta mañana nos hemos encontrado y hemos cruzado dos o tres palabras. Habla casi siempre de un modo entrecortado. Antes de darme los buenos días comenzó por decir: —¡Ah, la señorita Blanche! ¡He visto muchas mujeres como ésa!
Se quedó luego callado, mirándome con aire significativo. Ignoro lo que intentaba expresar con eso, pues a mi pregunta “¿Qué quiere usted decir?”, se encogió de hombros con sonrisa maliciosa y añadió:
—Esto es así…
Y luego preguntó, de pronto:
—¿Le gustan las flores a la señorita Blanche?
—No lo sé —le contesté.
—¡Cómo! ¿Ignora usted esto? —exclamó con sorpresa.
—No, no sé nada —añadí riendo.
—¡Hum! Esto me da que pensar.
Hizo un movimiento con la cabeza y se alejó. Parecía muy satisfecho. Habíamos conversado en un francés bastante malo.
Capítulo 4
Hoy ha sido un día ridículo, escandaloso, incoherente.
Son las once de la noche y me hallo en mi cuartito concentrando mis recuerdos. Comencé la mañana yendo a jugar a la ruleta por cuenta de Paulina Alexandrovna. Tomé sus ciento sesenta federicos, pero con dos condiciones: la primera, que no quería jugar a medias, y la segunda, que Paulina me explicara por qué tenía tal necesidad de ganar y me indicara, concretamente, la suma que le era necesaria.
Yo no podía suponer que ella quisiese jugar únicamente por el dinero. Con seguridad lo necesita, y lo más pronto posible, para fines que ignoro. Me prometió darme esa explicación y nos despedimos.
En las salas de juego había mucha gente. Se veían rostros cínicos en cuyos ojos se pintaba la avidez.
Me abrí paso hacia la mesa del centro y me senté cerca del croupier. Mis principios fueron tímidos, no arriesgaba más que dos o tres monedas cada vez. Sin embargo, hice diversas observaciones. Me parece que en el fondo todos esos cálculos sobre