El jugador. Fiódor Dostoyevski
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Capítulo 2
Confieso que aquella misión me era desagradable. Aunque decidido a jugar, no pensaba empezar por cuenta ajena.
Me sentía incluso desconcertado y penetré de muy mal humor en la sala de juego. Nada de todo aquello me agradó a la primera ojeada. No puedo soportar el servilismo de los cronistas de todos los países, y especialmente de Rusia, que al comenzar la primavera celebran a coro dos cosas: primero, el esplendor y el lujo de las salas de juego en los balnearios del Rin, y luego los montones de oro, que, según afirman, cubren las mesas. No se les paga por hacer estas descripciones, que sólo están inspiradas en una complacencia desinteresada.
En realidad, aquellas tristes salas están desprovistas de esplendor, y, en lo que se refiere al oro, no solamente no está amontonado sobre las mesas, sino que se le ve muy poco.
Sin duda, durante la temporada llega de pronto algún ser extravagante, algún inglés o algún asiático o turco, como ha ocurrido este verano, que gana o pierde sumas considerables. Los demás jugadores no arriesgan, en general, sino pequeñas cantidades, y, regularmente, hay poco dinero sobre el tapete verde.
Cuando, por primera vez en mi vida, puse los pies en la sala, permanecí algún tiempo dudando antes de jugar. Además, la gente paralizaba mis movimientos. Pero aunque hubiese estado solo habría ocurrido exactamente lo mismo. Creo que, en vez de jugar, quizá me habría salido en seguida. Lo confieso: el corazón me latía con violencia y no estaba tranquilo. Desde hacía tiempo estaba persuadido de que no saldría de Ruletenburg sin una aventura, sin que algo radical y definitivo se mezclase fatalmente a mi destino. Así debe ser y así será.
Por ridícula que pueda parecer una tal confianza en la ruleta me parece todavía mucho más risible la opinión vulgar que estima absurdo el esperar algo del juego. ¿Es que es peor el juego que cualquier otro medio de procurarse dinero, el comercio, por ejemplo? Verdad es que de cien individuos uno solamente gana, pero… ¿qué importa eso? En todo caso estaba decidido a observar primero y no acometer nada de importancia aquella noche. El resultado de esa primera sesión no podía ser más que fortuito e insignificante. Tal era mi convicción en aquellos momentos.
Además, era preciso estudiar el mecanismo del juego, pues, a pesar de las innumerables descripciones de la ruleta que había leído con avidez, nada comprendía acerca de ello. En primer lugar, todo me pareció sucio y repugnante. No hablo de la expresión ávida e inquieta de aquellos rostros que, por docenas, por centenares, asedian el tapete verde. No veo absolutamente nada sucio en el deseo de ganar de prisa la mayor cantidad posible. Siempre me ha parecido absurda la idea de un moralista rentista que al argumento de que “se jugaba flojo” contestó: “Tanto peor, puesto que se obedece entonces un deseo mezquino y se gana menos. “ Como si la avidez no fuese siempre igual, cualquiera que sea el objeto. Todo es relativo en este mundo.
Lo que es mezquino para Rothschild es opulento para mí, y en lo que se refiere al lucro y a la ganancia, no es solamente en la ruleta, sino en todas las cosas, donde los hombres procuran enriquecerse a costa del prójimo. Otra cosa es saber si el lucro y el provecho son viles en ellos mismos… Pero no se trata ahora de eso.
Como yo experimentaba en mí mismo un vivo deseo de ganar, esa ansia, ese pecado general si se quiere, me era familiar en el mismo momento de entrar en la sala. Nada tan encantador como no hacer ceremonias, como conducirse abiertamente y con desenfado. Además, ¿para qué censurarse a sí mismo? ¿No es la ocupación más vana e inconsiderada? Lo que no gustaba, a primera vista, en esa reunión de jugadores, era su modo respetuoso de proceder, la seriedad y la deferencia con que todos rodeaban el tapete verde. He aquí por qué existe una precisa demarcación entre el juego llamado de mal género y el que es permitido a un hombre correcto.
Hay dos clases de juego: uno para uso de caballeros; otro plebeyo, rastrero, propio para la plebe. La distinción se halla aquí bien expresada; pero en el fondo, ¡qué vileza hay en esta pasión!
Un caballero, por ejemplo, arriesga cinco o diez luises, raramente más —si es rico llegará hasta mil francos—, pero los arriesga por amor al juego sólo por placer. Se proporciona el placer de la ganancia o de la pérdida sin apasionarse por el lucro. Si la suerte le favorece tendrá una sonrisa de satisfacción, bromeará con su vecino, quizá se atreva a doblar de nuevo la postura, pero únicamente por curiosidad, para observar el caprichoso azar, para hacer cábalas; en ningún caso obedecerá al plebeyo deseo de ganar.
En una palabra, un “gentleman” no debe considerar el juego más que como un pasatiempo organizado con el único objeto de divertirle. No debe ni siquiera sospechar las trampas y los cálculos sobre los que está fundada la banca. Obraría muy delicadamente suponiendo que todos los demás jugadores, todas las gentes que le rodean y tiemblan por un florín, se componen de ricos caballeros, que, como él mismo, juegan únicamente para distraerse y divertirse.
Esta ignorancia completa de la realidad, esta credulidad inocente, serían, sin duda alguna, sumamente aristocráticas. He visto a algunas madres hacer avanzar a sus hijos, graciosas e inocentes criaturas de quince a dieciséis años, y entregarles algunas monedas de oro explicándoles las reglas del juego. La ingenua jovencita ganaba o perdía y se retiraba encantada, con la sonrisa en los labios.
Nuestro general se aproximó a la mesa con majestuoso aplomo. Un criado se apresuró a acercarle una silla, pero él ni se dio cuenta siquiera. Con una lentitud extrema sacó su monedero, retiró de él trescientos francos, los puso al color negro y ganó. No retiró la ganancia. El negro salió de nuevo. Dejó todavía su postura y cuando a la tercera vez fue el rojo el que salió, perdió mil doscientos francos de un golpe.
Se retiró impasible y sonriente.
Un francés, ante mis ojos, ganó primero, y luego perdió, sin la menor sombra de emoción, treinta mil francos. El verdadero “gentleman” no debe denotar emoción aunque pierda toda su fortuna. Debe hacer poco caso del dinero, como si fuese cosa que no mereciera la pena de fijar atención en él.
Evidentemente es muy aristocrático el fingir que se ignora la suciedad de esa chusma y del medio en que evoluciona. Algunas veces también resulta distinguido hacer lo contrario. Fijarse, observar los manejos de esa gentuza, examinarla incluso a través del monóculo, pero afectando que se contempla a esa multitud sórdida como una distracción, como una comedia destinada a divertir al espectador. Uno se puede mezclar a esa muchedumbre, pero entonces es preciso testimoniar con su actitud que se ha ido allí como un aficionado, sin tener nada de común con ella.
Aunque, después de todo, tampoco está bien eso de mirar con insistencia; sería también indigno de un caballero, pues este espectáculo no merece una atención persistente. No son muy numerosos, para un caballero, los espectáculos dignos de interés. Sin embargo, me parece que todo esto merecería una seria atención, sobre todo para el que no ha venido como simple espectador, sino para mezclarse sinceramente y de buena fe entre esa gentuza.
En lo que se refiere a mis convicciones morales íntimas, no pueden, naturalmente, encontrar sitio aquí.
He de manifestarlo así tan sólo para descargo de mi conciencia. Anotaré, sin embargo, que desde hace cierto tiempo experimento una viva repugnancia a aplicar a mis actos y pensamientos una autocrítica moral. Mi impulso es otro…
Por otra parte, yo estoy aquí observando y fijándome; estas notas y observaciones no tienen por objeto describir simplemente la ruleta. Me pongo al corriente para saber cómo habré de comportarme en lo sucesivo. He notado especialmente que, a menudo, resbala entre los jugadores de la primera fila una mano que se apropia