Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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Un hacha que llevaba conmigo.
¡Con qué rapidez respondes! ¿Solo?
Nicolás no comprendió la pregunta.
Digo que si tuviste cómplices.
No, Mitri es inocente. No tuvo ninguna participación en el crimen.
No te precipites a hablar de Mitri… Sin embargo, habrás de explicarme cómo bajaste la escalera. Los porteros os vieron a los dos juntos.
Corrí hasta alcanzar a Mitri. Me dije que de este modo no se sospecharía de mí respondió Nicolás al punto, como quien recita una lección bien aprendida.
La cosa está clara: repite una serie de palabras que ha estudiado murmuró para sí el juez de instrucción.
En esto, su vista tropezó con Raskolnikof, de cuya presencia se había olvidado, tan profunda era la emoción que su escena con Nicolás le había producido.
Al ver a Raskolnikof volvió a la realidad y se turbó. Se fue hacia él, presuroso.
Rodion Romanovitch, amigo mío, perdóneme… Ya ve usted que… Usted no tiene nada que hacer aquí… Yo soy el primer sorprendido, como puede usted ver… Váyase, se lo ruego…
Y le cogió del brazo, indicándole la puerta.
Esto ha sido inesperado para usted, ¿verdad? dijo Raskolnikof, que, dándose cuenta de todo, había cobrado ánimos.
Tampoco usted lo esperaba, amigo mío. Su mano tiembla.¡Je, je, je!
También usted está temblando, Porfirio Petrovitch.
Desde luego, no ha sido una sorpresa para mí.
Estaban ya junto a la puerta. Porfirio esperaba con impaciencia que se marchara Raskolnikof. El joven preguntó de pronto:
Entonces, ¿no me muestra usted la sorpresa?
¡Le están castañeteando los dientes y miren ustedes cómo habla! ¡Es usted un hombre cáustico! ¡Bueno, hasta la vista!
Yo creo que sería mejor que nos dijéramos adiós.
Será lo que Dios quiera, lo que Dios quiera -gruñó Porfirio con una sonrisa sarcástica.
Al cruzar la oficina, Raskolnikof advirtió que varios empleados le miraban fijamente. Al llegar a la antesala vio que, entre otras personas, estaban los dos porteros de la casa del crimen, aquellos a los que él había pedido días atrás que lo llevaran a la comisaría. De su actitud se deducía que esperaban algo. Apenas llegó a la escalera, oyó que le llamaba Porfirio Petrovitch. Se volvió y vio que el juez de instrucción corría hacia él, jadeante.
Sólo dos palabras, Rodion Romanovitch. Este asunto terminará como Dios quiera, pero yo tendré que hacerle todavía, por pura fórmula, algunas preguntas. Nos volveremos a ver, ¿no?
Porfirio se había detenido ante él, sonriente.
¿No? repitió.
Al parecer, deseaba añadir algo, pero no dijo nada más.
Perdóneme por mi conducta de hace un momento -dijo Raskolnikof, que había recobrado la presencia de ánimo y experimentaba un deseo irresistible de fanfarronear ante el magistrado . He estado demasiado vehemente.
No tiene importancia repuso Porfirio con excelente humor . También yo tengo un carácter bastante áspero; lo reconozco. Ya nos volveremos a ver, si Dios quiere.
Y terminaremos de conocernos -dijo Raskolnikof.
Sí convino Porfirio, mirándole seriamente, con los ojos entornados . Ahora va usted a una fiesta de cumpleaños,¿no?
No; a un entierro.
¡Ah, sí! A un entierro… Cuídese, créame; cuídese.
Yo no sé qué desearle dijo Raskolnikof, que ya había empezado a bajar la escalera y se había vuelto de pronto . Quisiera poderle desear grandes éxitos, pero ya ve usted que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
¿Cómicas? exclamó el juez de instrucción, que ya se disponía a volver a su despacho, pero que se había detenido al oír la réplica de Raskolnikof.
Sí. Ahí tiene usted a ese pobre Nicolás, al que habrá atormentado usted con sus métodos psicológicos hasta hacerle confesar. Sin duda, usted le repetía a todas horas y en todos los tonos: «Eres un asesino, eres un asesino.» Y ahora que ha confesado, empieza usted a torturarlo con esta otra canción: «Mientes; no eres un asesino, no has cometido ningún crimen; dices una lección aprendida de memoria.» Después de esto, usted no puede negar que sus funciones resultan a veces bastante cómicas.
¡Je, je, je! Ya veo que usted se ha dado cuenta de que he dicho a Nicolás que repetía palabras aprendidas de memoria.
¡Claro que me he dado cuenta!
¡Je, je! Es usted muy sutil. No se le escapa nada. Además, posee usted una perspicacia especial para captar los detalles cómicos. ¡Je, je! Me parece que era Gogol el escritor que se distinguía por esta misma aptitud.
Sí, era Gogol.
¿Verdad que sí? Bueno, hasta que tenga el gusto de volverle a ver.
Raskolnikof volvió inmediatamente a su casa. Estaba tan sorprendido, tan desconcertado ante todo lo que acababa de suceder, que, apenas llegó a su habitación, se dejó caer en el diván y estuvo un cuarto de hora tratando de serenarse y de recobrar la lucidez. No intentó explicarse la conducta de Nicolás: estaba demasiado confundido para ello. Comprendía que aquella confesión encerraba un misterio que él no conseguiría descifrar, por lo menos en aquellos momentos. Sin embargo, esta declaración era una realidad cuyas consecuencias veía claramente. No cabía duda de que aquella mentira acabaría por descubrirse, y entonces volverían a pensar en él. Mas, entre tanto, estaba en libertad y debía tomar sus precauciones ante el peligro que juzgaba inminente.
Pero ¿hasta qué punto estaba en peligro? La situación empezaba a aclararse. No pudo evitar un estremecimiento de inquietud al recordar la escena que se había desarrollado entre Porfirio y él. Claro que no podía prever las intenciones del juez de instrucción ni adivinar sus pensamientos, pero lo que había sacado en claro le permitía comprender el peligro que había corrido. Poco le había faltado para perderse irremisiblemente. El temible magistrado, que conocía la irritabilidad de su carácter enfermizo, se había lanzado a fondo, demasiado audazmente tal vez, pero casi sin riesgo. Sin duda, él, Raskolnikof, se había comprometido desde el primer momento, pero las imprudencias cometidas no constituían pruebas contra él, y toda su conducta tenía un valor muy relativo.
Pero ¿no se equivocaría en sus juicios? ¿Qué fin perseguía el juez de instrucción? ¿Sería verdad que le había preparado una sorpresa?