Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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¿No quiere ver la sorpresa que le he reservado? le dijo Porfirio Petrovitch, con su irónica sonrisita y cogiéndole del brazo, cuando ya estaba ante la puerta. Parecía cada vez más alegre y burlón, y esto ponía a Raskolnikof fuera de sí.
¿Una sorpresa? ¿Qué sorpresa? preguntó Rodia, fijando en el juez de instrucción una mirada llena de inquietud.
Una sorpresa que está detrás de esa puerta… ¡Je, je, je!
Señalaba la puerta cerrada que comunicaba con sus habitaciones.
Incluso la he encerrado bajo llave para que no se escape.
¿Qué demonios se trae usted entre manos?
Raskolnikof se acercó a la puerta y trató de abrirla, pero no le fue posible.
Está cerrada con llave y la llave la tengo yo -dijo Porfirio.
Y, en efecto, le mostró una llave que acababa de sacar del bolsillo.
No haces más que mentir -gruñó Raskolnikof sin poder dominarse . ¡Mientes, mientes, maldito polichinela!
Y se arrojó sobre el juez de instrucción, que retrocedió hasta la puerta, aunque sin demostrar temor alguno.
¡Comprendo tu táctica! ¡Lo comprendo todo! siguió vociferando Raskolnikof . Mientes y me insultas para irritarme y que diga lo que no debo.
¡Pero si usted no tiene nada que ocultar, mi querido Rodion Romanovitch! ¿Por qué se excita de ese modo? No grite más o llamo.
¡Mientes, mientes! ¡No pasará nada! ¡Ya puedes llamar! Sabes que estoy enfermo y has pretendido exasperarme, aturdirme, para que diga lo que no debo. Éste ha sido tu plan. No tienes pruebas; lo único que tienes son míseras sospechas, conjeturas tan vagas como las de Zamiotof. Tú conocías mi carácter y me has sacado de mis casillas para que aparezcan de pronto los popes y los testigos. ¿Verdad que es éste tu propósito? ¿Qué esperas para hacerlos entrar? ¿Dónde están? ¡Ea! Diles de una vez que pasen.
Pero ¿qué dice usted? ¡Qué ideas tiene, amigo mío! No se pueden seguir las reglas tan ciegamente como usted cree. Usted no entiende de estas cosas, querido. Las reglas se seguirán en el momento debido. Ya lo verá por sus propios ojos.
Y Porfirio parecía prestar atención a lo que sucedía detrás de la puerta del despacho.
En efecto, se oyeron ruidos procedentes de la pieza vecina.
Ya vienen exclamó Raskolnikof . Has enviado por ellos… Los esperabas… Lo tenías todo calculado… Bien, hazlos entrar a todos; haz entrar a los testigos y a quien quieras… Estoy preparado.
Pero en ese momento ocurrió algo tan sorprendente, tan ajeno al curso ordinario de las cosas, que, sin duda, ni Porfirio Petrovitch ni Raskolnikof lo habrían podido prever jamás.
VI
He aquí el recuerdo que esta escena dejó en Raskolnikof. En la pieza inmediata aumentó el ruido rápidamente y la puerta se entreabrió.
¿Qué pasa? gritó Porfirio Petrovitch, contrariado . Ya he advertido que…
Nadie contestó, pero fue fácil deducir que tras la puerta había varias personas que trataban de impedir el paso a alguien.
¿Quieren decir de una vez qué pasa? repitió Porfirio, perdiendo la paciencia.
Es que está aquí el procesado Nicolás dijo una voz.
No lo necesito. Que se lo lleven.
Pero, acto seguido, Porfirio corrió hacia la puerta.
¡Esperen! ¿A qué ha venido? ¿Qué significa este desorden?
Es que Nicolás… empezó a decir el mismo que había hablado antes.
Pero se interrumpió de súbito. Entonces, y durante unos segundos, se oyó el fragor de una verdadera lucha. Después pareció que alguien rechazaba violentamente a otro, y, seguidamente, un hombre pálido como un muerto irrumpió en el despacho.
El aspecto de aquel hombre era impresionante. Miraba fijamente ante sí y parecía no ver a nadie. Sus ojos tenían un brillo de resolución. Sin embargo, su semblante estaba lívido como el del condenado a muerte al que llevan a viva fuerza al patíbulo. Sus labios, sin color, temblaban ligeramente.
Era muy joven y vestía con la modestia de la gente del pueblo. Delgado, de talla media, cabello cortado al rape, rostro enjuto y finas facciones. El hombre al que acababa de rechazar entró inmediatamente tras él y le cogió por un hombro. Era un gendarme. Pero Nicolás consiguió desprenderse de él nuevamente.
Algunos curiosos se hacinaron en la puerta. Los más osados pugnaban por entrar. Todo esto había ocurrido en menos tiempo del que se tarda en describirlo.
¡Fuera de aquí! ¡Espera a que te llamen! ¿Por qué lo han traído? exclamó el juez, sorprendido e irritado.
De pronto, Nicolás se arrodilló.
¿Qué haces? exclamó Porfirio, asombrado.
¡Soy culpable! ¡He cometido un crimen! ¡Soy un asesino! dijo Nicolás con voz jadeante pero enérgica.
Durante diez segundos reinó en la estancia un silencio absoluto, como si todos los presentes hubieran perdido el habla. El gendarme había retrocedido: sin atreverse a acercarse a Nicolás, se había retirado hacia la puerta y allí permanecía inmóvil.
¿Qué dices? preguntó Porfirio cuando logró salir de su asombro.
Yo… soy… un asesino repitió Nicolás tras una pausa.
¿Tú? exclamó el juez de instrucción, dando muestras de gran desconcierto . ¿A quién has matado?
Tras un momento de silencio, Nicolás respondió:
A Alena Ivanovna y a su hermana Lisbeth Ivanovna. Las maté… con un hacha. No estaba en mi juicio añadió.
Y guardó silencio, sin levantarse.
Porfirio Petrovitch estuvo un momento sumido en profundas reflexiones. Después, con un violento ademán, ordenó a los curiosos que se marcharan. Éstos obedecieron en el acto y la puerta se cerró tras ellos. Entonces, Porfirio dirigió una mirada a Raskolnikof, que permanecía de pie en un rincón y que observaba a Nicolás petrificado de asombro. El juez de instrucción dio un paso hacia él, pero, como cambiando de idea, se detuvo, mirándole. Después volvió los ojos hacia Nicolás, luego miró de nuevo a Raskolnikof y al fin se acercó al pintor con una especie de arrebato.
Ya dirás si estabas o no en tu juicio cuando se lo pregunte exclamó, irritado . Nadie te ha preguntado nada sobre