Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski

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inmediatamente y los dos quedaron solos. El juez recibió a su visitante con gesto alegre y amable; pero, poco después, Raskolnikof advirtió que daba muestras de cierta violencia. Era como si le hubieran sorprendido ocupado en alguna operación secreta.

      Porfirio le tendió las dos manos.

      ¡Ah! He aquí a nuestro respetable amigo en nuestros parajes. Siéntese, querido… Pero ahora caigo en que tal vez le disguste que le haya llamado «respetable» y «querido» así, tout court . Le ruego que no tome esto como una familiaridad. Siéntese en el sofá, haga el favor.

      Raskolnikof se sentó sin apartar de él la vista. Las expresiones «nuestros parajes», «como una familiaridad», tout court, amén de otros detalles, le parecían muy propios de aquel hombre.

      «Sin embargo, me ha tendido las dos manos sin permitirme estrecharle ninguna: las ha retirado a tiempo», pensó Raskolnikof, empezando a desconfiar.

      Se vigilaban mutuamente, pero, apenas se cruzaban sus miradas, las desviaban con la rapidez del relámpago.

      Le he traído este papel sobre el asunto del reloj. ¿Está bien así o habré de escribirlo de otro modo?

      ¿Cómo? ¿El papel del reloj? ¡Ah, sí! ¡No se preocupe! Está muy bien dijo Porfirio Petrovitch precipitadamente, antes de haber leído el escrito. Inmediatamente, lo leyó . Sí, está perfectamente. No hace falta más.

      Seguía expresándose con precipitación. Un momento después, mientras hablaban de otras cosas, lo guardó en un cajón de la mesa.

      Me parece dijo Raskolnikof que ayer mostró usted deseos de interrogarme… oficialmente… sobre mis relaciones con la mujer asesinada…

      «¿Por qué habré dicho “me parece”?»

      Esta idea atravesó su mente como un relámpago.

      «Pero ¿por qué me ha de inquietar tanto ese “me parece”?», se dijo acto seguido.

      Y de súbito advirtió que su desconfianza, originada tan sólo por la presencia de Porfirio, a las dos palabras y a las dos miradas cambiadas con él, había cobrado en dos minutos dimensiones desmesuradas. Esta disposición de ánimo era sumamente peligrosa. Raskolnikof se daba perfecta cuenta de ello. La tensión de sus nervios aumentaba, su agitación crecía…

      « ¡Malo, malo! A ver si hago alguna tontería.»

      ¡Ah, sí! No se preocupe… Hay tiempo dijo Porfirio Petrovitch, yendo y viniendo por el despacho, al parecer sin objeto, pues ahora se dirigía a la mesa, e inmediatamente después se acercaba a la ventana, para volver en seguida al lado de la mesa. En sus paseos rehuía la mirada retadora de Raskolnikof, después de lo cual se detenía de pronto y le miraba a la cara fijamente. Era extraño el espectáculo que ofrecía aquel cuerpo rechoncho, cuyas evoluciones recordaban las de una pelota que rebotase de una a otra pared.

      Porfirio Petrovitch continuó:

      Nada nos apremia. Tenemos tiempo de sobra… ¿Fuma usted? ¿Acaso no tiene tabaco? Tenga un cigarrillo… Aunque le recibo aquí, mis habitaciones están allí, detrás de ese tabique. El Estado corre con los gastos. Si no las habito es porque necesitan ciertas reparaciones. Por cierto que ya están casi terminadas. Es magnífico eso de tener una casa pagada por el Estado. ¿No opina usted así?

      En efecto, es una cosa magnífica repuso Raskolnikof, mirándole casi burlonamente.

      Una cosa magnífica, una cosa magnífica repetía Porfirio Petrovitch distraídamente . ¡Sí, una cosa magnífica! gritó, deteniéndose de súbito a dos pasos del joven.

      La continua y estúpida repetición de aquella frase referente a las ventajas de tener casa gratuita contrastaba extrañamente, por su vulgaridad, con la mirada grave, profunda y enigmática que el juez de instrucción fijaba en Raskolnikof en aquel momento.

      Esto no hizo sino acrecentar la cólera del joven, que, sin poder contenerse, lanzó a Porfirio Petrovitch un reto lleno de ironía e imprudente en extremo.

      Bien sé empezó a decir con una insolencia que, evidentemente, le llenaba de satisfacción que es un principio, una regla para todos los jueces, comenzar hablando de cosas sin importancia, o de cosas serias, si usted quiere, pero que no tienen nada que ver con el asunto que interesa. El objeto de esta táctica es alentar, por decirlo así, o distraer a la persona que interrogan, ahuyentando su desconfianza, para después, de improviso, arrojarles en pleno rostro la pregunta comprometedora. ¿Me equivoco? ¿No es ésta una regla, una costumbre rigurosamente observada en su profesión?

      Así… ¿usted cree que yo sólo le he hablado de la casa pagada por el Estado para…?

      Al decir esto, Porfirio Petrovitch guiñó los ojos y una expresión de malicioso regocijo transfiguró su fisonomía. Las arrugas de su frente desaparecieron de pronto, sus ojos se empequeñecieron, sus facciones se dilataron. Entonces fijó su vista en los ojos de Raskolnikof y rompió a reír con una risa prolongada y nerviosa que sacudía todo su cuerpo. El joven se echó a reír también, con una risa un tanto forzada, pero cuando la hilaridad de Porfirio, al verle reír a él, se avivó hasta el punto de que su rostro se puso como la grana, Raskolnikof se sintió dominado por una contrariedad tan profunda, que perdió por completo la prudencia. Dejó de reír, frunció el entrecejo y dirigió al juez de instrucción una mirada de odio que ya no apartó de él mientras duró aquella larga y, al parecer, un tanto ficticia alegría. Por lo demás, Porfirio no se mostraba más prudente que él, ya que se había echado a reír en sus mismas narices y parecía importarle muy poco que a éste le hubiera sentado tan mal la cosa. Esta última circunstancia pareció extremadamente significativa al joven, el cual dedujo que todo había sucedido a medida de los deseos de Porfirio Petrovitch y que él, Raskolnikof, se había dejado coger en un lazo. Allí, evidentemente, había alguna celada, algún propósito que él no había logrado descubrir. La mina estaba cargada y estallaría de un momento a otro.

      Echando por la calle de en medio, se levantó y cogió su gorra.

      Porfirio Petrovitch dijo en un tono resuelto que dejaba traslucir una viva irritación . Usted manifestó ayer el deseo de someterme a interrogatorio -subrayó con energía esta palabra , y he venido a ponerme a su disposición. Si tiene usted que hacerme alguna pregunta, hágamela. En caso contrario, permítame que me retire. No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.

      Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último. Después continuó, con una irritación creciente:

      Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo que estoy harto… Ha sido una de las causas de mi enfermedad… En una palabra añadió, levantando la voz al considerar que esta frase sobre su enfermedad no venía a cuento , en una palabra: haga usted el favor de interrogarme o permítame que me vaya inmediatamente… Pero si me interroga, habrá de hacerlo con arreglo a las normas legales y de ningún otro modo… Y como veo que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no tenemos nada que decirnos.

      Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que interrogar? exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de tono y dejando de reír . No se preocupe usted añadió, reanudando sus paseos, para luego, de pronto,

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