Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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Volvió a pasear su mirada por la habitación.
Tiene usted alquilada esta pieza a Kapernaumof, ¿verdad?
Sí.
Y ellos viven detrás de esa puerta, ¿no?
Sí; tienen una habitación parecida a ésta.
¿Sólo una para toda la familia?
Sí.
A mí, esta habitación me daría miedo dijo Rodia con expresión sombría.
Los Kapernaumof son buenas personas, gente amable dijo Sonia, dando muestras de no haber recobrado aún su presencia de ánimo . Y estos muebles, y todo lo que hay aquí, es de ellos. Son muy buenos. Los niños vienen a verme con frecuencia.
Son tartamudos, ¿verdad?
Sí, pero no todos. El padre es tartamudo y, además, cojo. La madre… no es que tartamudee, pero tiene dificultad para hablar. Es muy buena. Él era esclavo. Tienen siete hijos. Sólo el mayor es tartamudo. Los demás tienen poca salud, pero no tartamudean… Ahora que caigo, ¿cómo se ha enterado usted de estas cosas?
Su padre me lo contó todo… Por él supe lo que le ocurrió a usted… Me explicó que usted salió de casa a las seis y no volvió hasta las nueve, y que Catalina Ivanovna pasó la noche arrodillada junto a su lecho.
Sonia se turbó.
Me parece murmuró, vacilando que hoy lo he visto.
¿A quién?
A mi padre. Yo iba por la calle y, al doblar una esquina cerca de aquí, lo he visto de pronto. Me pareció que venía hacia mí. Estoy segura de que era él. Yo me dirigía a casa de Catalina Ivanovna…
No, usted iba… paseando.
Sí murmuró Sonia con voz entrecortada. Y bajó los ojos llenos de turbación.
Catalina Ivanovna llegó incluso a pegarle cuando usted vivía con sus padres, ¿verdad?
¡Oh no! ¿Quién se lo ha dicho? ¡No, no; de ningún modo!
Y al decir esto Sonia miraba a Raskolnikof como sobrecogida de espanto.
Ya veo que la quiere usted.
¡Claro que la quiero! exclamó Sonia con voz quejumbrosa y alzando de pronto las manos con un gesto de sufrimiento . Usted no la… ¡Ah, si usted supiera…! Es como una niña… Está trastornada por el dolor… Es inteligente y noble… y buena… Usted no sabe nada… nada…
Sonia hablaba con acento desgarrador. Una profunda agitación la dominaba. Gemía, se retorcía las manos. Sus pálidas mejillas se habían teñido de rojo y sus ojos expresaban un profundo sufrimiento. Era evidente que Raskolnikof acababa de tocar un punto sensible en su corazón. Sonia experimentaba una ardiente necesidad de explicar ciertas cosas, de defender a su madrastra. De súbito, su semblante expresó una compasión «insaciable», por decirlo así.
¿Pegarme? Usted no sabe lo que dice. ¡Pegarme ella, Señor…! Pero, aunque me hubiera pegado, ¿qué? Usted no la conoce… ¡Es tan desgraciada! Está enferma… Sólo pide justicia… Es pura. Cree que la justicia debe reinar en la vida y la reclama… Ni por el martirio se lograría que hiciera nada injusto. No se da cuenta de que la justicia no puede imperar en el mundo y se irrita… Se irrita como un niño, exactamente como un niño, créame… Es una mujer justa, muy justa.
¿Y qué va a hacer usted ahora?
Sonia le dirigió una mirada interrogante.
Ahora ha de cargar usted con ellos. Verdad es que siempre ha sido así. Incluso su difunto padre le pedía a usted dinero para beber… Pero ¿qué van a hacer ahora?
No lo sé respondió Sonia tristemente.
¿Seguirán viviendo en la misma casa?
No lo sé. Deben a la patrona y creo que ésta ha dicho hoy que va a echarlos a la calle. Y Catalina Ivanovna dice que no permanecerá allí ni un día más.
¿Cómo puede hablar así? ¿Cuenta acaso con usted?
¡Oh, no! Ella no piensa en eso… Nosotros estamos muy unidos; lo que es de uno, es de todos.
Sonia dio esta respuesta vivamente, con una indignación que hacía pensar en la cólera de un canario o de cualquier otro pájaro diminuto e inofensivo.
Además, ¿qué quiere usted que haga? continuó Sonia con vehemencia creciente . ¡Si usted supiera lo que ha llorado hoy! Está trastornada, ¿no lo ha notado usted? Sí, puede usted creerme: tan pronto se inquieta como una niña, pensando en cómo se las arreglará para que mañana no falte nada en la comida de funerales, como empieza a retorcerse las manos, a llorar, a escupir sangre, a dar cabezadas contra la pared. Después se calma de nuevo. Confía mucho en usted. Dice que, gracias a su apoyo, se procurará un poco de dinero y volverá a su tierra natal conmigo. Se propone fundar un pensionado para muchachas nobles y confiarme a mí la inspección. Está persuadida de que nos espera una vida nueva y maravillosa, y me besa, me abraza, me consuela. Ella cree firmemente en lo que dice, cree en todas sus fantasías. ¿Quién se atreve a contradecirla? Hoy se ha pasado el día lavando, fregando, remendando la ropa, y, como está tan débil, al fin ha caído rendida en la cama. Esta mañana hemos salido a comprar calzado para Lena y Poletchka, pues el que llevan está destrozado, pero no teníamos bastante dinero: necesitábamos mucho más. ¡Eran tan bonitos los zapatos que quería…! Porque tiene mucho gusto, ¿sabe…? Y se ha echado a llorar en plena tienda, delante de los dependientes, al ver que faltaba dinero… ¡Qué pena da ver estas cosas!
Ahora comprendo que lleve usted esta vida dijo Raskolnikof, sonriendo amargamente.
¿Es que usted no se compadece de ella? exclamó Sonia . Usted le dio todo lo que tenía, y eso que no sabía nada de lo que ocurre en aquella casa. ¡Dios mío, si usted lo supiera! ¡Cuántas veces, cuántas, la he hecho llorar…! La semana pasada mismo, ocho días antes de morir mi padre, fui mala con ella… Y así muchas veces… Ahora me paso el día acordándome de aquello, y ¡me da una pena!
Se retorcía las manos con un gesto de dolor.
¿Dice usted que fue mala con ella?
Sí, fui mala… Yo había ido a verlos continuó llorando , y mi pobre padre me dijo: «Léeme un poco, Sonia. Aquí está el libro.» El dueño de la obra era Andrés Simonovitch Lebeziatnikof, que vive en la misma casa y nos presta muchas veces libros de esos que hacen reír. Yo le contesté: «No puedo leer porque tengo que marcharme…» Y es que no tenía ganas de leer. Yo había ido allí para enseñar a Catalina Ivanovna unos cuellos y unos puños bordados que una vendedora a domicilio llamada Lisbeth me había dado a muy buen precio. A Catalina Ivanovna le gustaron mucho, se los probó, se miró al espejo y dijo que eran preciosos, preciosos. Después me los pidió. « ¡Oh Sonia! me dijo . ¡Regálamelos!»