Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski

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vestidos ni nada…! Nunca pide nada a nadie. Tiene mucho orgullo y prefiere dar lo que tiene, por poco que sea. Sin embargo, insistió en que le diera los cuellos y los puños; esto demuestra lo mucho que le gustaban. Y yo se los negué. «¿Para qué los quiere usted, Catalina Ivanovna? Sí, así se lo dije. Ella me miró con una pena que partía el corazón… No era quedarse sin los cuellos y los puños lo que la apenaba, sino que yo no se los hubiera querido dar. ¡Ah, si yo pudiese reparar aquello, borrar las palabras que dije…!

      ¿De modo que conocía usted a Lisbeth, esa vendedora que iba por las casas?

      Sí. ¿Usted también la conocía? preguntó Sonia con cierto asombro.

      Catalina Ivanovna está en el último grado de la tisis, y se morirá, se morirá muy pronto dijo Raskolnikof tras una pausa y sin contestar a la pregunta de Sonia.

      ¡Oh, no, no!

      Sonia le había cogido las manos, sin darse cuenta de lo que hacía, y parecía suplicarle que evitara aquella desgracia.

      Lo mejor es que muera dijo Raskolnikof.

      ¡No, no! ¿Cómo va a ser mejor? exclamó Sonia, trastornada, llena de espanto.

      ¿Y los niños? ¿Qué hará usted con ellos? No se los va a traer aquí.

      ¡No sé lo que haré! ¡No sé lo que haré! exclamó, desesperada, oprimiéndose las sienes con las manos.

      Sin duda este pensamiento la había atormentado con frecuencia, y Raskolnikof lo había despertado con sus preguntas.

      Y si usted se pone enferma, incluso viviendo Catalina Ivanovna, y se la llevan al hospital, ¿qué sucederá? siguió preguntando despiadadamente.

      ¡Oh! ¿Qué dice usted? ¿Qué dice usted? ¡Eso es imposible! exclamó Sonia con el rostro contraído, con una expresión de espanto indecible.

      ¿Por qué imposible? preguntó Raskolnikof con una sonrisa sarcástica . Usted no es inmune a las enfermedades, ¿verdad? ¿Qué sería de ellos si usted se pusiera enferma? Se verían todos en la calle. La madre pediría limosna sin dejar de toser, después golpearía la pared con la cabeza como ha hecho hoy, y los niños llorarían. Al fin quedaría tendida en el suelo y se la llevarían, primero a la comisaría y después al hospital. Allí se moriría, y los niños…

      ¡No, no! ¡Eso no lo consentirá Dios! gritó Sonia con voz ahogada.

      Le había escuchado con gesto suplicante, enlazadas las manos en una muda imploración, como si todo dependiera de él.

      Raskolnikof se levantó y empezó a ir y venir por el aposento. Así transcurrió un minuto. Sonia estaba de pie, los brazos pendientes a lo largo del cuerpo, baja la cabeza, presa de una angustia espantosa.

      ¿Es que usted no puede hacer economías, poner algún dinero a un lado? preguntó Raskolnikof de pronto, deteniéndose ante ella.

      No murmuró Sonia.

      No me extraña. ¿Lo ha intentado? preguntó con una sonrisa burlona.

      Sí.

      Y no lo ha conseguido, claro. Es muy natural. No hace falta preguntar el motivo.

      Y continuó sus paseos por la habitación. Hubo otro minuto de silencio.

      ¿Es que no gana usted dinero todos los días? preguntó Rodia.

      Sonia se turbó más todavía y enrojeció.

      No murmuró con un esfuerzo doloroso.

      La misma suerte espera a Poletchka dijo Raskolnikof de pronto.

      ¡No, no! ¡Eso es imposible! exclamó Sonia.

      Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la habían herido como una cuchillada.

      ¡Dios no permitirá una abominación semejante!

      Permite otras muchas.

      ¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! gritó Sonia fuera de sí.

      Tal vez no exista replicó Raskolnikof con una especie de crueldad triunfante.

      Seguidamente se echó a reír y la miró.

      Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo. Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible. Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.

      Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted no lo está menos dijo Raskolnikof tras un breve silencio.

      Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros, ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor convulsivo… De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.

      ¿Qué hace usted? balbuceó.

      Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión dolorosa.

      Él se puso en pie.

      No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano dijo en un tono extraño.

      Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:

      Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi madre y de mi hermana.

      ¿Eso ha dicho? exclamó Sonia, aterrada . ¿Y delante de ellas? ¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy… una mujer sin honra. ¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?

      Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas, sino en tu horrible martirio. Sin duda continuó ardientemente , eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo) que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu sacrificio…! Y ahora dime añadió, iracundo : ¿Cómo es posible que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.

      Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? preguntó Sonia levantando la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna ante el terrible consejo.

      Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le bastó para descifrar los pensamientos

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