Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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¿Aun en el caso de que ese hombre o esa mujer estén ocupados en una necesidad urgente? ¡Je, je, je!
Andrés Simonovitch se enfureció.
¡No tiene usted otra cosa en la cabeza! ¡Sólo piensa en esas malditas necesidades! ¡Qué arrepentido estoy de haberle expuesto mi sistema y haberle hablado de esas necesidades prematuramente! ¡El diablo me lleve! ¡Ésa es la piedra de toque de todos los hombres que piensan como usted! Se burlan de una cosa antes de conocerla. ¡Y todavía pretenden tener razón! Adoptan el aire de enorgullecerse de no sé qué. Yo siempre he sido de la opinión de que estas cuestiones no pueden exponerse a los novicios más que al final, cuando ya conocen bien el sistema, en una palabra, cuando ya han sido convenientemente dirigidos y educados. Pero, en fin, dígame, se lo ruego, qué es lo que ve usted de vergonzoso y vil en… Las letrinas, llamémoslas así. Yo soy el primero que está dispuesto a limpiar todas las letrinas que usted quiera, y no veo en ello ningún sacrificio. Por el contrario, es un trabajo noble, ya que beneficia a la sociedad, y desde luego superior al de un Rafael o un Pushkin, puesto que es más útil.
Y más noble, mucho más noble. ¡Je, je, je!
¿Qué quiere usted decir con eso de «más noble»? Yo no comprendo esas expresiones cuando se aplican a la actividad humana. Nobleza…, magnanimidad… Estos conceptos no son sino absurdas estupideces, viejas frases dictadas por los prejuicios y que yo rechazo. Todo lo que es útil a la humanidad es noble. Para mí sólo tiene valor una palabra: utilidad. Ríase usted cuanto quiera, pero es así.
Piotr Petrovitch se desternillaba de risa. Había terminado de contar el dinero y se lo había guardado, dejando sólo algunos billetes en la mesa. El tema de las letrinas, pese a su vulgaridad, había motivado más de una discusión entre Piotr Petrovitch y su joven amigo.
Lo gracioso del caso era que Andrés Simonovitch se enfadaba de verdad. Lujine no veía en ello sino un pasatiempo, y entonces sentía el deseo especial de ver a Lebeziatnikof encolerizado.
Usted está tan nervioso y cizañero por su fracaso de ayer se atrevió a decir Andrés Simonovitch, que, pese a toda su independencia y a sus gritos de protesta, no osaba enfrentarse abiertamente con Piotr Petrovitch, pues sentía hacia él, llevado sin duda de una antigua costumbre, cierto respeto.
Dígame una cosa replicó Lujine en un tono de grosero desdén : ¿podría usted…? Mejor dicho, ¿tiene usted la suficiente confianza en esa joven para hacerla venir un momento? Me parece que ya han regresado todos del cementerio. Los he oído subir. Necesito ver un momento a esa muchacha.
¿Para qué? preguntó Andrés Simonovitch, asombrado.
Tengo que hablarle. Me marcharé pronto de aquí y quisiera hacerle saber que… Pero, en fin; usted puede estar presente en la conversación. Esto será lo mejor, pues, de otro modo, sabe Dios lo que usted pensaría.
Yo no pensaría absolutamente nada. No he dado a mi pregunta la menor importancia. Si usted tiene que tratar algún asunto con esa joven, nada más fácil que hacerla venir. Voy por ella, y puede estar usted seguro de que no les molestaré.
Efectivamente, al cabo de cinco minutos, Lebeziamikof llegaba con Sonetchka. La joven estaba, como era propio de ella, en extremo turbada y sorprendida. En estos casos, se sentía siempre intimidada: las caras nuevas le producían verdadero terror. Era una impresión de la infancia, que había ido acrecentándose con el tiempo.
Piotr Petrovitch le dispensó un cortés recibimiento, no exento de cierta jovial familiaridad, que parecía muy propia de un hombre serio y respetable como él que se dirigía a una persona tan joven y, en ciertos aspectos tan interesante. Se apresuró a instalarla cómodamente ante la mesa y frente a él. Cuando se sentó, Sonia paseó una mirada en torno de ella: sus ojos se posaron en Lebeziatnikof, después en el dinero que había sobre la mesa y finalmente en Piotr Petrovitch, del que ya no pudieron apartarse. Se diría que había quedado fascinada. Lebeziatnikof se dirigió a la puerta.
Piotr Petrovitch se levantó, dijo a Sonia por señas que no se moviese y detuvo a Andrés Simonovitch en el momento en que éste iba a salir.
¿Está abajo Raskolnikof? le preguntó en voz baja . ¿Ha llegado ya?
¿Raskolnikof? Sí, está abajo. ¿Por qué? Sí, lo he visto entrar. ¿Por qué lo pregunta?
Le ruego que permanezca aquí y que no me deje solo con esta… señorita. El asunto que tenemos que tratar es insignificante, pero sabe Dios las conclusiones que podría extraer de nuestra entrevista esa gente… No quiero que Raskolnikof vaya contando por ahí… ¿Comprende lo que quiero decir?
Comprendo, comprendo dijo Lebeziatnikof con súbita lucidez . Está usted en su derecho. Sus temores respecto a mí son francamente exagerados, pero… Tiene usted perfecto derecho a obrar así. En fin, me quedaré. Me iré al lado de la ventana y no los molestaré lo más mínimo. A mi juicio, usted tiene derecho a…
Piotr Petrovitch volvió al sofá y se sentó frente a Sonia. La miró atentamente, y su semblante cobró una expresión en extremo grave, incluso severa. «No vaya usted a imaginarse tampoco cosas que no son», parecía decir con su mirada. Sonia acabó de perder la serenidad.
Ante todo, Sonia Simonovna, transmita mis excusas a su honorable madre… No me equivoco, ¿verdad? Catalina Ivanovna es su señora madre, ¿no es cierto?
Piotr Petrovitch estaba serio y amabilísimo. Evidentemente abrigaba las más amistosas relaciones respecto a Sonia.
Sí repuso ésta, presurosa y asustada , es mi segunda madre.
Pues bien, dígale que me excuse. Circunstancias ajenas a mi voluntad me impiden asistir al festín. Me refiero a esa comida de funerales a que ha tenido la gentileza de invitarme.
Se lo voy a decir ahora mismo.
Y Sonetchka se puso en pie en el acto.
Tengo que decirle algo más le advirtió Piotr Petrovitch, sonriendo ante la ingenuidad de la muchacha y su ignorancia de las costumbres sociales . Sólo quien no me conozca puede suponerme capaz de molestar a otra persona, de hacerle venir a verme, por un motivo tan fútil como el que le acabo de exponer y que únicamente tiene interés para mí. No, mis intenciones son otras.
Sonia se apresuró a volver a sentarse. Sus ojos tropezaron de nuevo con los billetes multicolores, pero ella los apartó en seguida y volvió a fijarlos en Lujine. Mirar el dinero ajeno le parecía una inconveniencia, sobre todo en la situación en que se hallaba… Se dedicó a observar los lentes de montura de oro que Piotr Petrovitch tenía en su mano izquierda, y después fijó su mirada en la soberbia sortija adornada con una piedra amarilla que el caballero ostentaba en el dedo central de la misma mano. Finalmente, no sabiendo adónde mirar, fijó la vista en la cara de Piotr Petrovitch. El cual, tras un majestuoso silencio, continuó:
Ayer tuve ocasión de cambiar dos palabras con la infortunada Catalina Ivanovna, y esto me bastó para darme cuenta de que se halla en un estado… anormal, por decirlo así.
Cierto: es un estado anormal se apresuró a repetir Sonia.