Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski

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Lo mejor de Dostoyevski - Fiódor Dostoyevski

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dar contra un ojo de Piotr Petrovitch y después cayó al suelo. Amalia Ivanovna se apresuró a recogerlo. Lujine se indignó.

      ¡Cojan a esta loca!

      En ese momento, varias personas aparecieron en el umbral, al lado de Lebeziatnikof. Entre ellas estaban las dos provincianas.

      ¿Loca? ¿Loca yo? gritó Catalina Ivanovna . ¡Tú sí que eres un imbécil, un vil agente de negocios, un infame…! ¡Sonia quitarle dinero! ¡Sonia una ladrona! ¡Antes te lo daría que quitártelo, idiota!

      Lanzó una carcajada histérica y, yendo de inquilino en inquilino y señalando a Lujine, exclamaba:

      ¿Ha visto usted un imbécil semejante?

      De pronto vio a Amalia Ivanovna y se detuvo.

      ¡Y tú también, salchichera, miserable prusiana! ¡Tú también crees que es una ladrona…! ¿Cómo es posible? ¡Ella dijo a Lujine ha venido de tu habitación aquí, y de aquí no ha salido, granuja, más que granuja! ¡Todo el mundo ha visto que se ha sentado a la mesa y no se ha movido! ¡Se ha sentado al lado de Rodion Romanovitch…! ¡Regístrenla! ¡Como no ha ido a ninguna parte, si ha cogido el billete ha de llevarlo encima…! Busca, busca… Pero si no encuentras nada, amigo mío, tendrás que responder de tus injurias… ¡Iré a quejarme al emperador en persona, al zar misericordioso! Me arrojaré a sus pies, ¡y hoy mismo! Como soy huérfana, me dejarán entrar. ¿Crees que no me recibirá? Estás muy equivocado. Llegaré hasta él… Confiabas en la bondad y en la timidez de Sonia, ¿verdad? Seguro que contabas con eso. Pero yo no soy tímida y nos las vas a pagar. ¡Busca, regístrala! ¡Hala! ¿Qué esperas?

      Catalina Ivanovna, ciega de rabia, sacudía a Lujine y lo arrastraba hacia Sonia.

      Lo haré, correré con esa responsabilidad… Pero cálmese, señora. Ya veo que usted no teme a nada ni a nadie. Esto…, esto se debía hacer en la comisaría… Aunque prosiguió Lujine, balbuceando -hay aquí bastantes testigos… Estoy dispuesto a registrarla… Sin embargo, es una cuestión delicada, a causa de la diferencia de sexos… Si Amalia Ivanovna quisiera ayudarnos… Desde luego, no es así como se hacen estas cosas, pero hay casos en que…

      ¡Hágala registrar por quien quiera! vociferó Catalina Ivanovna . Enséñale los bolsillos… ¡Mira, mira, monstruo! En éste no hay nada más que un pañuelo, como puedes ver. Ahora el otro. ¡Mira, mira! ¿Lo ves bien?

      Y Catalina Ivanovna, no contenta con vaciar los bolsillos de Sonia, los volvió del revés uno tras otro. Pero apenas deshizo los pliegues que se habían formado en el forro del segundo, el de la derecha, saltó un papelito que, describiendo en el aire una parábola, cayó a los pies de Lujine. Todos lo vieron y algunos lanzaron una exclamación. Piotr Petrovitch se inclinó, cogió el papel con los dedos y lo desplegó: era un billete de cien rublos plegado en ocho dobles. Lujine lo hizo girar en su mano a fin de que todo el mundo lo viera.

      ¡Ladrona! ¡Fuera de aquí! ¡La policía! ¡La policía! exclamó la señora Lipevechsel . ¡Deben mandarla a Siberia! ¡Fuera de aquí!

      De todas partes salían exclamaciones. Raskolnikof no cesaba de mirar en silencio a Sonia; sólo apartaba los ojos de ella de vez en cuando para fijarlos en Lujine. Sonia estaba inmóvil, como hipnotizada. Ni siquiera podía sentir asombro. De pronto le subió una oleada de sangre a la cara, se la cubrió con las manos y lanzó un grito.

      ¡Yo no he sido! ¡Yo no he cogido el dinero! ¡Yo no sé nada! exclamó en un alarido desgarrador y, corriendo hacia Catalina Ivanovna.

      Ésta le abrió el asilo inviolable de sus brazos y la estrechó convulsivamente contra su corazón.

      ¡Sonia, Sonia! ¡No te creo; ya ves que no te creo! exclamó Catalina Ivanovna, rechazando la evidencia.

      Y mecía en sus brazos a Sonia como si fuera una niña, y la estrechaba una y otra vez contra su pecho, o le cogía las manos y se las cubría de besos apasionados.

      ¿Robar tú? ¡Qué imbéciles, Señor! ¡Necios, todos sois unos necios! gritó, dirigiéndose a los presentes . ¡No sabéis lo hermoso que es su corazón! ¿Robar ella…, ella? ¡Pero si sería capaz de vender hasta su último trozo de ropa y quedarse descalza para socorrer a quien lo necesitase! ¡Así es ella! ¡Se hizo extender la tarjeta amarilla para que mis hijos y yo no muriésemos de hambre! ¡Se vendió por nosotros! ¡Ah, mi querido difunto, mi pobre difunto! ¿Ves esto, pobre esposo mío? ¡Qué comida de funerales, Señor! ¿Por qué no la defiendes, Dios mío? ¿Y qué hace usted ahí, Rodion Romanovitch, sin decir nada? ¿Por qué no la defiende usted? ¿Es que también usted la cree culpable? ¡Todos vosotros juntos valéis menos que su dedo meñique! ¡Señor, Señor! ¿Por qué no la defiendes?

      La desesperación de la infortunada Catalina Ivanovna produjo profunda y general emoción. Aquel rostro descarnado de tísica, contraído por el sufrimiento; aquellos labios resecos, donde la sangre se había coagulado; aquella voz ronca; aquellos sollozos, tan violentos como los de un niño, y, en fin, aquella demanda de auxilio, confiada, ingenua y desesperada a la vez, todo esto expresaba un dolor tan punzante, que era imposible permanecer indiferente ante él. Por lo menos Piotr Petrovitch dio muestras de compadecerse.

      Cálmese, señora, cálmese dijo gravemente . Este asunto no le concierne en lo más mínimo. Nadie piensa acusarla de premeditación ni de complicidad, y menos habiendo sido usted misma la que ha descubierto el robo al registrarle los bolsillos. Esto basta para demostrar su inocencia… Me siento inclinado a ser indulgente ante un acto en que la miseria puede haber sido el móvil que ha impulsado a Sonia Simonovna. Pero ¿por qué no quiere usted confesar, señorita? ¿Teme usted al deshonor? ¿Ha sido la primera vez? ¿Acaso ha perdido usted la cabeza? Todo esto es comprensible, muy comprensible… Sin embargo, ya ve usted a lo que se ha expuesto… Señores continuó, dirigiéndose a la concurrencia , dejándome llevar de un sentimiento de compasión y de simpatía, por decirlo así, estoy dispuesto todavía a perdonarlo todo, a pesar de los insultos que se me han dirigido.

      Se volvió de nuevo hacia Sonia y añadió:

      Pero que esta humillación que hoy ha sufrido usted, señorita, le sirva de lección para el futuro. Daré el asunto por terminado y las cosas no pasarán de aquí.

      Piotr Petrovitch miró de reojo a Raskolnikof, y las miradas de ambos se encontraron. Los ojos del joven llameaban.

      Catalina Ivanovna, como si nada hubiera oído, seguía abrazando y besando a Sonia con frenesí. También los niños habían rodeado a la joven y la estrechaban con sus débiles bracitos.

      Poletchka, sin comprender lo que sucedía, sollozaba desgarradoramente, apoyando en el hombro de Sonia su linda carita, bañada en lágrimas.

      ¡Qué ruindad! dijo de pronto una voz desde la puerta.

      Piotr Petrovitch se volvió inmediatamente.

      ¡Qué ruindad! repitió Lebeziatnikof sin apartar de él la vista.

      Lujine se estremeció (todos recordarían este detalle más adelante), y Andrés Simonovitch entró en la habitación.

      ¿Cómo ha tenido usted valor para invocar mi testimonio? dijo acercándose a Lujine.

      Piotr Petrovitch balbuceó:

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