Lo mejor de Dostoyevski. Fiódor Dostoyevski
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Así, poco más o menos, terminó Raskolnikof su discurso, que fue interrumpido frecuentemente por las exclamaciones de la atenta concurrencia. Hasta el final su acento fue firme, sereno y seguro. Su tajante voz, la convicción con que hablaba y la severidad de su rostro impresionaron profundamente al auditorio.
Sí, sí, eso es; no cabe duda de que es eso se apresuró a decir Lebeziatnikof, entusiasmado . Prueba de ello es que, cuando Sonia Simonovna ha entrado en la habitación, él me ha preguntado si estaba usted aquí, si yo le había visto entre los invitados de Catalina Ivanovna. Esta pregunta me la ha hecho en voz baja y después de llevarme junto a la ventana. 0 sea que deseaba que usted fuera testigo de todo esto. Sí, sí; no cabe duda de que es eso.
Lujine guardaba silencio y sonreía desdeñosamente. Pero estaba pálido como un muerto. Evidentemente, buscaba el modo de salir del atolladero. De buena gana se habría marchado, pero esto no era posible por el momento. Marcharse así habría representado admitir las acusaciones que pesaban sobre él y reconocer que había calumniado a Sonia Simonovna.
Por otra parte, los asistentes se mostraban sumamente excitados por las excesivas libaciones. El de intendencia, aunque era incapaz de forjarse una idea clara de lo sucedido, era el que más gritaba, y proponía las medidas más desagradables para Lujine.
La habitación estaba llena de personas embriagadas, pero también habían acudido huéspedes de otros aposentos, atraídos por el escándalo. Los tres polacos estaban indignadísimos y no cesaban de proferir en su lengua insultos contra Piotr Petrovitch, al que llamaban, entre otras cosas, pane ladak.
Sonia escuchaba con gran atención, pero no parecía acabar de comprender lo que pasaba: su estado era semejante al de una persona que acaba de salir de un desvanecimiento. No apartaba los ojos de Raskolnikof, comprendiendo que sólo él podía protegerla. La respiración de Catalina Ivanovna era silbante y penosa. Estaba completamente agotada. Pero era Amalia Ivanovna la que tenía un aspecto más grotesco, con su boca abierta y su cara de pasmo. Era evidente que no comprendía lo que estaba ocurriendo. Lo único que sabía era que Piotr Petrovitch se hallaba en una situación comprometida.
Raskolnikof intentó volver a hablar, pero en seguida renunció a ello al ver que los inquilinos se precipitaban sobre Lujine y, formando en torno de él un círculo compacto, le dirigían toda clase de insultos y amenazas. Pero Lujine no se amilanó. Comprendiendo que había perdido definitivamente la partida, recurrió a la insolencia.
Permítanme, señores, permítanme. No se pongan así. Déjenme pasar dijo mientras se abría paso . No se molesten ustedes en intentar amedrentarme con sus amenazas. Tengan la seguridad de que no adelantarán nada, pues no soy de los que se asustan fácilmente. Por el contrario, les advierto que tendrán que responder de la cooperación que han prestado a un acto delictivo. La culpabilidad de la ladrona está más que probada, y presentaré la oportuna denuncia. Los jueces no están ciegos… ni bebidos. Por eso rechazarán el testimonio de dos impíos, de dos revolucionarios que me calumnian por una cuestión de venganza personal, como ellos mismos han tenido la candidez de reconocer. Permítanme, señores.
No podría soportar ni un minuto más su presencia en mi habitación le dijo Andrés Simonovitch . Haga el favor de marcharse. No quiero ningún trato con usted. ¡Cuando pienso que he estado dos semanas gastando saliva para exponerle…!
Andrés Simonovitch, recuerde que hace un rato le he dicho que me marchaba y usted trataba de retenerme. Ahora me limitaré a decirle que es usted un tonto de remate y que le deseo se cure de la cabeza y de los ojos. Permítanme, señores…
Y consiguió terminar de abrirse paso. Pero el de intendencia no quiso dejarle salir de aquel modo. Considerando que los insultos eran un castigo insuficiente para él, cogió un vaso de la mesa y se lo arrojó con todas sus fuerzas. Desgraciadamente, el proyectil fue a estrellarse contra Amalia Ivanovna, que empezó a proferir grandes alaridos, mientras el de intendencia, que había perdido el equilibrio al tomar impulso para el lanzamiento, caía pesadamente sobre la mesa.
Piotr Petrovitch logró llegar a su aposento, y, una hora después, había salido de la casa.
Antes de esta aventura, Sonia, tímida por naturaleza, se sentía más vulnerable que las demás mujeres, ya que cualquiera tenía derecho a ultrajarla. Sin embargo, había creído hasta entonces que podría contrarrestar la malevolencia a fuerza de discreción, dulzura y humildad. Pero esta ilusión se había desvanecido y su decepción fue muy amarga. Era capaz de soportarlo todo con paciencia y sin lamentarse, y el golpe que acababa de recibir no estaba por encima de sus fuerzas, pero en el primer momento le pareció demasiado duro. A pesar del triunfo de su inocencia en el asunto del billete, transcurridos los primeros instantes de terror, y al poder darse cuenta de las cosas, sintió que su corazón se oprimía dolorosamente ante la idea de su abandono y de su aislamiento en la vida. Sufrió una crisis nerviosa y, sin poder contenerse, salió de la habitación y corrió a su casa. Esta huida casi coincidió con la salida de Lujine.
Amalia Ivanovna, cuando recibió el proyectil destinado a Piotr Petrovitch en medio de las carcajadas de los invitados, montó en cólera y su indignación se dirigió contra Catalina Ivanovna, sobre la que se arrojó vociferando como