Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli
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Los primeros en desembarcar fueron los servidores, que se encargaron de amontonar sobre el muelle baúles y objetos personales de los nobles guerreros que habían acompañado durante la navegación. La servidumbre del castillo corrió afuera, ya fuese para transportar los bagajes de cada uno a las estancias que se les habían asignado, ya para conducir a los siervos recién desembarcados hacia las alas del castillo reservadas para ellos, con el fin de que pudiesen reponer fuerzas, reposar y, si querían, estar en compañía de alguna putilla. Inmediatamente, descendieron a tierra los marineros que enseguida fueron conducidos hacia las aberturas que daban acceso al centro habitado de Sirmione, por el lado meridional de los muros de la dársena. Éstos no veían la hora de llegar a los tugurios, para darse un festín, beber vino y seducir a alguna hermosa paisana. Las mujeres venecianas y lombardas, de hecho, eran famosas en toda la península por ser amantes apasionadas y siempre disponibles. Y además hablaban con aquella lengua cantarina que hubiera abierto el corazón incluso al más cascarrabias de los marineros. Y todo por un poco de dinero, mucho menos de lo que estaban acostumbrados a pagar por los favores sexuales de ciertas doncellas.
Los últimos en descender de la embarcación fueron los nobles guerreros, cada uno de ellos escoltado por sus propios ayudantes. Uno tra otro, cruzaban el umbral del gran salón donde eran acogidos por el Duca della Rovere, que los invitaba a despedir a sus subordinados y sentarse a la mesa ya preparada. Pronto comenzaría la fiesta, no faltaría la comida y el vino fluiría a raudales. A una señal del Duca, algunas sirvientas con coloreados vestidos transparentes, que no dejaban espacio a la imaginación, comenzaron a danzar sinuosamente en un lado de la sala, al ritmo de una melodía que recordaba atmósferas exóticas. Mujeres hechas prisioneras y convertidas en esclavas durante las campañas de la Serenissima contra el imperio otomano. Mujeres que provenían de Oriente Próximo y que sabían mover su vientre de manera independiente al resto del cuerpo. A una segunda señal del Duca, las muchachas se libraron de las túnicas de colores y mantuvieron encima sólo unas pequeñas piezas que cubrían sus senos y pubis. La música cambió y las jóvenes sirvientas, a cual más bella, a cual más sensual, comenzaron a exhibirse en la provocativa danza del vientre. Mientras tanto los criados ponían sobre la mesa todo tipo de exquisiteces, desde el pasticcio di lepre3 al jabalí asado, caza con salsa agridulce, conigli in salmi4 , a la verduras de diversos colores, a los caldos de pollo y de ternera aromatizados con especias. A las jarras de vino no les daba ni tiempo de llegar a la mesa que ya debían ser sustituidas por otras llenas.
Francesco Maria pasaba revista a los rostros de sus huéspedes. El Duca di Orvieto, con un muslo de pollo en la mano y un jarro de vino en la otra, se había acercado a una de las danzarinas, lanzando besos con los labios grasientos en su dirección. Aquella, por toda respuesta, se había librado de la parte superior del traje y se había quedado con el pecho desnudo, continuando la danza de modo todavía más provocativo. El Marchese di Villamarina, por su cuenta, había tomado asiento, con la seria intención de saciarse comiendo y bebiendo, casi despreocupado por el espectáculo de la danza. Sin embargo, movía la cabeza al ritmo de la música. Messer Vittorio dei Gherardeschi, Conte della Caccia y Señor de las tierras de Polverigi, miraba a su alrededor un poco perdido, como si todo lo que estaba ocurriendo en el salón no fuese con él. Se acercó a Francesco Maria, se despidió respetuosamente y pidió ser acompañado a sus alojamientos, ya que estaba muy cansado y quería reposar. El Duca della Rovere, había escrutado a todos, pero todavía no había conseguido localizar a Andrea. Éste último, de forma totalmente inesperada entró, en un momento dado, en el salón por el acceso opuesto a aquel por el que habían llegado todos, el que utilizaba quien venía de tierra firme, de Sirmione. Andrea aparecía cansado, estaba muy pálido y tenía los ojos cercados por ojeras.
―¡Dios Mío, Andrea! ¡Parece que las naves son tus peores enemigos! ―y hablando de esta manera Francesco Maria se acercó a su amigo mientras lo estrechaba en un afectuoso abrazo ―Por suerte tengo otros planes para ti y mañana hablaremos de esto con tranquilidad. Ahora siéntate y disfruta plenamente de mi hospitalidad. Podrás revitalizar cuerpo y espíritu y mañana te sentirás otro hombre.
Vio a Andrea mirar a su alrededor, admirar la mesa puesta, echar una ojeada a las bailarinas orientales que, ahora ya casi todas con los senos al descubierto, complacían las peticiones de los nobles guerreros. A continuación, el joven Capitano d’Arme se acercó a la mesa, picoteó algunas aceitunas en salmuera, bebió una copa de vino y expresó su deseo de retirarse.
―¡Cuéntame cosas del viaje, Andrea! ¿Cómo es que has bajado de la nave y has llegado hasta aquí por tierra? ―intentó retenerlo Francesco.
―Querido amigo, lo has dicho hace poco. De eso hablaremos mañana con calma. Estoy muy cansado y sólo deseo retirarme para descansar.
―¿Quieres que te mande compañía a la habitación? ¡Esas bellezas exóticas son capaces de hacer resucitar a un muerto!
―Pero no a mí. En este momento no sería capaz ni de acariciar a una mujer, que no fuese mi prometida, ni siquiera con un dedo. Haz como si hubiese aceptado la oferta y lleva la muchacha a la habitación contigo.
Francesco Maria dejó escapar una risotada.
―¡No puedo! En mis aposentos ya está Eleonora. Tampoco yo, estos días, soy incapaz de acariciar a ninguna otra mujer que no sea mi amada.
Capítulo 4
Cada uno es aquello que persigue.
Yo soy el que soy, soy aquel que amo,
amo lo que soy
(Elio Savelli)
Todavía Andrea no conseguía hacerse a la idea de porqué había seguido sin pensárselo dos veces a los hombres del Duca, justo unos minutos antes de la ceremonia del matrimonio con su amada Lucia. Su poderoso caballo blanco, aún acicalado para la fiesta, procedía a buen paso, sin ninguna dificultad para seguir el ritmo a los soldados que se dirigían a la carrera hacia el Esino, a Monte Returri. La cabalgada discurría sin esfuerzo, sin armaduras, sin llevar ni siquiera la celada en la cabeza. La espesa cabellera rubia de Andrea acariciaba el aire. Las mangas del jubón rojo se inflaban y desinflaban según el capricho del viento. Pero la mente de Andrea estaba en ebullición. Pensamientos incapaces de refrenar se amontonaban en su cabeza e intentaban expandirse hacia las sienes, con la esperanzas de ser tenidas en consideración.
―Siempre has perseguido la esperanza de poder unirte en matrimonio con Lucia. Y ahora que finalmente había llegado el momento, ¿qué haces? ¡La abandonas allí, en el atrio de la iglesia! ―lo comenzaba a torturar su primer pensamiento ―¡Recuerda, Andrea! ¡Cada uno es aquello que persigue en la vida! No alcanzar los propios objetivos significa fracasar miserablemente.
―¡Yo soy el que soy! ―se defendía Andrea discutiendo consigo mismo ―Me gusta ser lo que soy. Y soy un hombre de armas y como tal debo obediencia a quien está al mando. Por lo tanto he hecho la elección apropiada. No nos podemos sustraer al deber a causa de una doncella.
―Tú amas lo que eres pero eres también aquello que amas ―rebatía un segundo pensamiento, sin darle tregua, en un increíble juego de palabras. ―Y a quien amas es a Lucia. Con ella deberías ser un único cuerpo y una única alma. ¿Qué diferencia había entre seguir a estos hombres ahora, enseguida, y no mañana por la mañana, o pasado mañana