Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli

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Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli

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de una breve parada en el palacio paterno, lo justo para darse un repaso y cambiarse de ropa, había corrido hacia la casa de campo de los Conti Baldeschi. Sabía perfectamente, de hecho, que no encontraría a Lucia en el Palazzo del Governo ni tampoco en el Palazzo Baldeschi en Piazza San Floriano. Se había presentado ante la servidumbre y había pedido ser presentado a la dueña de la casa. Lucia se hizo esperar bastante tiempo pero, cuando atravesó el umbral del salón de la planta baja, Andrea se quedó impresionado por su radiante belleza, como si fuese la primera vez que la veía. Vestía una gamurra de seda verde que resaltaban sus rasgos y sus formas femeninas. Los ojos color avellana, en el centro de una faz pálida, lo miraban casi fijamente. Eran dulces y al mismo tiempo penetrantes. El escote del vestido mostraba generosamente los hombros y el canalillo entre los senos, la piel clara casi como la leche. Un collar de blancas perlas adornaba su cuello y el peinado del cabello estaba estudiado para hacer justicia al hermoso rostro de la dama. La cascada de cabellos oscuros estaba echada hacia atrás por medio de una trenza que rodeaba la nuca, de tal manera que dejaba totalmente descubierta la frente. En el rostro, perfectamente oval, de rasgos delicados, los labios resaltaban con un rojo no natural, conseguido de las flores de la amapola. Las cejas apenas esbozadas y la frente alta, ancha, le daban el aspecto de una auténtica Signora. A ambos lados las dos niñas de unos seis años, totalmente parecidas a ella en su aspecto, en la actitud, en las semblanzas, la tenían cogida de la mano. Las únicas diferencias entre las dos chiquillas eran la altura y el color de los cabellos, una un poco más alta, larguirucha y con los cabellos rubios y ondulados, la otra un poco más baja y con los cabellos oscuros y lisos, rapados en la parte superior de la cabeza para dar amplitud a la frente. Andrea ya lo había entendido, desde la otra vez en que había entrevisto a las niñas jugar en el jardín de aquella misma villa, que su hija debía ser la rubia. Sin menospreciar a la morena, era una niña muy hermosa y tenía dos ojos de color azul celeste justo iguales que los suyos. Lucia había mandado a las niñas que se sentasen en un pequeño sofá y había extendido la mano hacia el caballero que la había cogido entre las suyas, se había arrodillado y se la había besado.

      ―¡Venga, venga! ¡Levantaos! ―le había dicho Lucia con las mejillas sonrojadas.

      Al alzarse Andrea se encontró con su rostro a muy poca distancia del de ella. El impulso había sido el de acercar sus labios a los suyos y besarla con pasión pero se debió contener a causa de la presencia de la servidumbre pero, sobre todo, de las chiquillas.

      Los dos se quedaron de esa manera durante un momento, mirándose fijamente a los ojos, sin decir palabra. Luego Andrea se aclaró la voz.

      ―Vuestros ojos color avellano. Creo haberlos visto la última vez detrás de una celada levantada. Erais vos el día del torneo de Urbino. Estoy convencido. He reconocido vuestros ojos. No hay otros en el mundo con el mismo color. Fuisteis vos la que me salvasteis la vida, la que detuvo a Masio. Y no entiendo, no se me ocurre como una damisela, hermosa y delicada como vos, ha tenido la fuerza y el valor de intervenir tan dignamente como un guerrero.

      ―Todavía deberéis conocerme mejor, Messer Franciolino, ¿o todavía puedo llamaros Andrea? De todas formas, detrás de la fachada de la feminidad siempre he sabido hacerme valer, incluso en situaciones que requerían no sólo fuerza sino también astucia, cerebro y lógica. Y jamás nadie ha conseguido engañar a la aquí presente Condesa Lucia Baldeschi. Y os aseguro que lo han intentado muchos.

      ―Imagino que estos años, para vos, aquí en la ciudad, no hayan sido fáciles. Me han contado que habéis asumido unas responsabilidades bastante considerables. Y que os las habéis apañado de manera excelente. También me han contado que soy muy temeraria y más de una vez os habéis aventurado en viajes incluso peligrosos y, para colmo, sin escolta. Algo bastante aventurado para una dama de vuestra posición.

      Al escuchar estas palabras Lucia bajó la mirada, suspirando. Andrea, al comprender que había tocado una tecla quizás dolorosa para su amada, llevó el discurso por otros derroteros.

      ―Es verdad, después de los acontecimientos de Urbino, había esperado tenerte a mi lado, de ser asistido por vuestras amorosos cuidados, como en los tiempos del saqueo de Jesi. En cambio me he encontrado en un castillo perdido y solitario con la única compañía de dos bruscos condes montañeses y de un pequeño grupo de servidores.

      ―Me he asegurado de que fueseis atendido pero no podía quedarme en Montefeltro. Había llegado allí de incógnito sólo para veros. Y ahora que estáis bien, que sois vos...

      ―Claro, claro, tenéis toda la razón ―y se postró de nuevo a los pies de su amada volviendo a coger su mano entre las suyas ―Os pido humildemente perdón por haberme extendido en inútiles charlas. El fin de mi presencia aquí es uno y sólo uno. El de proponeros ser vuestro esposo. Es extraño que deba pedíroslo directamente a vos, por lo común la mano de una dama se pide a través de su padre o de su tutor. Pero es mejor así. Estoy preparado para declararos mi inmenso amor y creo que también vuestro corazón late fuerte por este caballero, como muchas veces me habéis dado a entender.

      Lucia lo instó a levantarse por segunda vez. Andrea se alzó, mientras continuaba sosteniéndole su mano. Sentía el aroma del agua de rosas, que le estaba emborrachando como si estuviese ebrio. Una vez más le vino el impulso de besarla. Acercó con delicadeza su busto al de ella. Le acarició las mejillas con los labios, con un levísimo beso, casi imperceptible. Lucia se retrajo un poco.

      ―Lo habéis comprendido perfectamente. Sí, estoy preparada para casarme, con una sola condición, que queráis ser el padre de las dos niñas.

      ―Por descontado. Quiero serlo. Son dos niñas maravillosas y, por lo que veo, bien educadas. Y esto os honra.

      ―Creo que es el momento de que os vayáis. Deberéis visitar a nuestro amado obispo, el Cardinal Ghislieri, y poneros de acuerdo con él para la ceremonia del matrimonio. Yo me atendré a todo lo que el cardenal quiera disponer. ¡Ahora, idos!

      El navío veneciano, por muy estable que fuese, estaba sujeto a movimientos de balanceo y cabeceos mientras se acercaba a la costa. Las maniobras del atraque, además, acentuaban dichos movimientos, de la misma manera que despertaban la náusea y el dolor de cabeza de Andrea. Por las voces de los marineros comprendió que se estaban acercando a la Marina di Ravenna. Desde la pequeña ventana del camarote del comandante se entreveía un espeso bosque de pinos que enmarcaba la costa. Levantándose del catre dio con la cabeza en el techo del camarote que, aunque era uno de las más altos, situado entre el segundo y el tercer puente de popa, siempre sería bajo para su altura. Justo en el momento en que peleaba con una arcada, intentando engullir la bilis que subía desde el estómago, entró en el camarote el Capitano da Mar.

      ―Nos pararemos aquí, en Marina di Ravenna, durante unos días, con el fin de abastecer la nave de víveres y municiones. Hasta el delta del río padano transcurrirán otros dos días, luego remontaremos el Po hasta Mantova. Desde aquí a Mantova el viaje será mucho menos cómodo con respecto a lo que ha sido hasta ahora. Sobre todo la navegación fluvial creará bastantes problemas. Podremos encontrar aguas poco profundas, tramos del río más estrechos, en fin, no será fácil llegar al destino con una nave tan grande. Acepta mi consejo, desembarca aquí. Te proporcionaré un caballo y una escolta. Vía tierra, llegarás a Ferrara, donde serás huésped por unos días del Duca d’Este, nuestro amigo y aliado. Desde Ferrara a Mantova el camino no es largo. Te enviaré un mensajero en cuanto nuestra nave llegue a la ciudad de los Gonzaga y allí nos reuniremos.

      Andrea se sintió aliviado por la propuesta. No veía la hora de desembarcar y poder subir finalmente a la silla de un caballo.

      Capítulo 6

      La belleza salvará el mundo

      (Fedor Dovstoevskij)

      Embarrado

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