Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli страница 13

Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli

Скачать книгу

que los guardianes de las riberas sois vosotros dos ―dijo Andrea, volviéndose a los dos posaderos. ―¡Mientras tanto, en el fondo del canal vamos a tirar a este godo!

      ―Efectivamente, mi Señor, no ha sido una buena idea dejar libre al tal Franz. Seguro que volverá aquí con fuerza para vengarse. Y nosotros ya no estaremos aquí. Serán ellos dos los que las pagarán ―intervino Fulvio, haciendo una señal hacia Geraldo que lo ayudó a levantar el cadáver, arrastrándolo a la ventana y, a través de ella, tirándolo al canal que corría detrás de la taberna.

      Andrea, Fulvio y Geraldo se asomaron desde el alféizar, observando con aire satisfecho cómo la fuerte corriente estaba llevándose el cuerpo inerte del lansquenete.

      ―Encontraré la manera de darles una adecuada protección a nuestros anfitriones ―dijo Andrea. ―Hablaré sobre ello con el Duca di Ferrara. Estoy convencido de que enviará a algunos de sus guardias para protegerlos. ¡Fulvio, Geraldo! Vamos. Intentemos llegar a la ciudad antes de que se haga de noche.

      Los guardianes de las riberas se quedaron parados en la entrada de la hostería, mirando a los tres caballeros alejarse hasta desaparecer en la bruma de la tarde. En el fondo de su corazón sabían que ningún guardia del Duca D’Este llegaría jamás a aquel lugar perdido para dar protección a dos taberneros. No quedaba más que cerrar el local y alejarse de Pallantone. Les iba en ello la vida.

      Capítulo 8

      Bernardino salió de su taller con una copia de su último trabajo en la mano. Quería verlo a la luz del día, observar cómo habían resultado las ilustraciones en colores. Con aquella edición ilustrada de la Divina Comedia había superado, no sólo a su predecesor Federico Conti, sino también a sí mismo. Bernardino había retomado la edición florentina del poema del sumo poeta Dante Alighieri. Sabía que en el año del Señor de 1481, Lorenzo Pierfrancesco De’ Medici había encargado a Sandro Botticelli la fabricación de cien tablas que ilustrasen las escenas del poema. De estas cien, Botticelli, había hecho solamente diecinueve, que habían sido grabadas sobre piedra, para poder ser grabadas, por el grabador Baccio Baldini. Al no haber sido terminada la obra por Sandro Botticelli, la edición florentina, que presentaba un espacio en blanco al comienzo de cada canto, había sido comercializada sin imágenes. El sueño de poder realizar una edición príncipe de la Divina Comedia, con todas las ilustraciones estampadas en color, había sido alimentada por Bernardino durante años y años. Había conseguido que diseñasen las tablas que faltaban, basándose en el mismo estilo de Botticelli, algunos monjes benedictinos de la abadía de Sant’Urbano, en tierras de Apiro. Pero el verdadero toque maestro, que le había permitido alcanzar su sueño, había sido el de haber podido identificar gracias a algunos de sus colaboradores los grabados del florentino Baccio Baldini. Éste último había sido dado por muerto en Firenze en 1487, a la edad de cincuenta y un años. Habían pasado otros treinta y cinco y, por lo tanto, si hubiese estado vivo sería ya un ultra octogenario. Cosa rara, pero no imposible, siempre se había dicho Bernardino. Y, en efecto, se sabía que de su taller continuaban saliendo elegantísimos trabajos de grabados en oro y cobre que no podían ser obra de sus jovencísimos alumnos. Detrás estaba su mano, que continuaba trabajando en la sombra. Por qué quería que lo creyesen muerto, aunque las hipótesis eran muchas, nadie lo sabía con seguridad. Se decía que quería huir de los acreedores a los que les debía sumas exorbitantes. Otros decían que temía la ira de Botticelli, ya que no había satisfecho sus expectativas al realizar los grabados de las piedras con las que se debían haber estampado algunas de sus obras para decorar el poema de Dante Alighieri. El hecho es que las diecinueve lastras producidas en su momento habían quedado en el taller del grabador y nunca habían sido estampadas. Y no sólo eso, nunca habían sido reclamadas ni por los Medici que las habían encargado ni por Botticelli que había imaginado los dibujos. Paolo y Valentino, dos fieles trabajadores de Bernardino, se habían desplazado a Firenze y habían localizado el taller del grabador. De él no había ni sombra. Quizás algunos años antes había muerto realmente y sus alumnos habían conseguido, efectivamente, refinar las técnicas del taller hasta llegar e incluso superar las de su maestro. No fue un trabajo fácil para Paolo y Valentino, pero al final la oferta de dinero hizo capitular a los alumnos de Baccio que cedieron los grabados de las obras de Botticelli por una suma de treinta mil florines de oro. Mucho más de lo que valían en realidad pero Bernardino estaba convencido de que, en realidad, recuperaría la suma con los debidos intereses, siempre que consiguiese imprimir su Divina Comedia. Los frailes habían realizado no sólo las ilustraciones que faltaban sino también los grabados de las mismas planchas de cobre que Bernardino pasaría luego a planchas de plomo, más idóneas para la impresión. Usar tintas de colores para las ilustraciones no era una novedad pero implicaba pasos largos y repetitivos para llegar a obtener un buen resultado. Además del negro, Bernardino había usado el rojo, el azul y el amarillo. No más de cuatro colores, se había dicho, de otro modo no lo acabaría jamás.

      Hojeó con satisfacción cada página, apreció cada una de las cien ilustraciones, olisqueó el aroma del papel impreso, toqueteó con las yemas de los dedos la cubierta de piel siguiendo con los dedos las incisiones del título, letra a letra, la D, la I, la V, etc. Finalmente elevó los ojos hacia el cielo azul, límpido, sin nubes, de las primeras horas de la tarde de una jornada de finales de marzo. Admiró las golondrinas que ya giraban en el aire, animándolo con sus trisados. Estaba cansado, se sentía cansado. Hubiera querido ser una de aquellas golondrinas para ver el mundo desde una perspectiva distinta, desde lo alto, volando como ellas y descendiendo en picado sobre todo lo que llamase su atención. Pero comprendía, por la pesadez de sus piernas, que la edad se hacía sentir cada día un poco más. A grandes pasos estaba a punto de llegar a los sesenta años, y no eran pocos, sobre todo para una persona que siempre había trabajado, como él. Tuvo la sensación de un vacío en el tórax, el corazón darle un salto como cuando se siente un temor imprevisto. Una falta de latidos, algún golpe de tos y el corazón volvió a su ritmo acelerado para luego tranquilizarse en unos pocos segundos. Era una sensación desagradable pero a la que Bernardino, desde hacía algún tiempo, se estaba habituando. Enfocando de nuevo la vista, se materializó, a unos pocos pasos de él, la noble Lucia Baldeschi.

      ―¡Bernardino! ¡Estáis muy pálido! ¿Qué os sucede?

      ―¡Oh, nada grave, Madonna Lucia! Palpitaciones. De vez en cuando mi corazón se pone quisquilloso pero he aprendido a imponerme algún golpe de tos que le hace retomar su ritmo regular.

      ―¿Nada grave, decís? Ya tenéis una edad y las señales que os manda el corazón no se deben infravalorar o estas palpitaciones, como vos las llamáis, os llevarán directamente a la tumba. Y esto sería una contingencia muy poco agradable para mí. ¡Tomad! ―y le alargó un pequeño frasco de vidrio oscuro que contenía un líquido. ―Cuando advirtáis estos trastornos poned un par de gotas en la boca. Pero no las traguéis, mantenedlas durante un tiempo debajo de la lengua y recompondrán vuestro corazón, devolviéndolo a un ritmo y a una fuerza de contracción normal. Si luego vuestra taquicardia, así se llama en términos médicos vuestra molestia, empeorase, cada noche, antes de acostaros, debéis tomar una gota de este elixir manteniéndolo bajo la lengua como os he dicho poco antes. Actuando de esta manera estaréis preservado de nuevos ataques que, antes o después, pueden resultar fatales.

      ―Mi Señora, ¿queréis atemorizarme? Sé que soy un anciano, sé que el accidente que me ocurrió durante el incendio de mi imprenta no me ha dejado indemne, sé que tengo algún que otro achaque debido a que hace años que trabajo con el plomo, pero de esto a hacerme creer que estoy a un paso de la tumba...

      ―No digo eso, Bernardino. Sólo digo que debéis cuidaros. Sabéis perfectamente cuánto me preocupo por vos y por vuestra amistad. Y, de hecho, es por esto que estoy aquí. Quería deciros que viajaré a Apiro los próximos días, así que me he pasado para despedirme.

      El

Скачать книгу