Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli
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Читать онлайн книгу Bajo El Emblema Del León - Stefano Vignaroli страница 12
―¿Quizás el término doble soldada significa que no tienen escrúpulos en ponerse al servicio de dos señores al mismo tiempo, infiltrándose como traidores o espías en las filas del enemigo?
―También puede ser. Os lo he dicho. Es gente de la que no puede fiarse uno. ¡Pero, dejémonos de charlas! ―prosiguió Fulvio, el fiel soldado. ―El burgo de Pallantone es famoso por sus tabernas. Cocinan la caza como en ningún otro puesto que yo conozca...
―… Y la acompañan con un excelente vino de aguja tinto. Una verdadera exquisitez ―añadió Geraldo, el otro soldado que hasta ese momento no había hablado.
Andrea, al atravesar las calles del burgo, observó distintas enseñas de mesones y tabernas pero sus acompañantes se dirigieron seguros hasta la plaza principal, donde un emblema con forma de bandera especificaba, en caracteres góticos, el Mesón de los guardianes de las riberas. En efecto, por la plaza se distinguía perfectamente el ruido del agua que discurría con ímpetu en la llanura aluvial justo detrás de los edificios de aquel lado. Andrea y sus compañeros ataron las cabalgaduras a los anillos fijados en la parte exterior de la taberna, se aseguraron de tener las espadas en sus respectivas fundas y entraron en el local. La sala estaba bastante llena y el olor de carne de caza cocinada en adobo se mezclaba con la peste de sudor emanada por los clientes. Un hombre grasiento, con el rostro rubicundo y la frente sudada, con un delantal blanco atado a la cintura, fue a su encuentro y los acompañó a una mesa libre.
―¿Qué desean los señores?
―Traenos un guiso de codornices. Y una gran jarra de lambrusco12 para cada uno de nosotros.
No había terminado de pronunciar estas palabras cuando la puerta se abrió de par en par de mala manera debido a una patada lanzada desde el exterior por un individuo bastante robusto, al que seguía otro hombre de su misma catadura. Ambos llevaban la espada en la mano, en vez de envainada. Al darse cuenta de la presencia de los lansquenetes, la mayor parte de los allí presentes se levantó de las mesas, intentando ganar la salida, con el fin de evitar inútiles escaramuzas con hombres famosos por su arrogancia y prepotencia. Más de un hombre, cerca del umbral de la puerta, tropezó por casualidad con la bota de uno de ellos dos. Quien se caía a tierra no tenía ni siquiera el valor de enfrentarse a la mirada del lansquenete. Se levantaba, se quitaba el polvo de encima y salía de la taberna pitando. Andrea, Fulvio y Geraldo se quedaron en sus sitios, fijando su mirada sobre los recién llegados con aire retador. Los otros, en ese momento, fingieron no hacerles ni caso. Se pusieron en una mesa que habían dejado libre los clientes anteriores, batiendo con ruido sus katzbalger sobre ella. Uno de los dos cogió una jarra de lambrusco, la llevó a la boca, dio unos grandes tragos y, en fin, emitió un sonoro eructo.
―Scheisse! Bleah!13 Este vino es un asco. Tabernero, traenos cerveza.
―Sabéis perfectamente que no tenemos cerveza aquí ―respondió casi balbuciendo el hombre de rostro rubicundo y que cada vez sudaba más. ―Si no os gusta el vino tinto, puedo ir abajo a la bodega a cogeros un buen vino blanco fresco. ¡Os aseguro que no os arrepentiréis!
―¡Te arrepentirás tú por no habernos servido la cerveza!
Uno de los dos lansquenetes saltó de repente y cogió al hombre por detrás, agarrándole, con su poderoso brazo, alrededor del cuello. Andrea vio que el rostro del camarero se podía cada vez más rojo, levantado del suelo por la notable altura de su captor, los pies colgándole a un palmo del pavimento. Si no hubiese intervenido aquel hombre hubiera muerto sofocado.
―¡Ya basta! ―exclamó Andrea poniéndose en pie ―Si buscáis pelea no la toméis con una persona desarmada. No es divertido. Combatid como hombres, y no como bellacos, contra quien está armado como vosotros.
El lansquenete, cogido de improviso, soltó la presa, permitiendo al mesonero tomar aliento. Pero su amigo, que hasta ese momento se había quedado sentado en su mesa, aferró su espada y se dirigió amenazador hacia Andrea. Éste último, extrayendo su espada de la vaina, intentó estudiar a ojo a su adversario.
Muchos músculos pero poco cerebro. Debo ser astuto. Veamos. La espada es poderosa y la coge con una sola mano. Pero la guardia es particular, constituida por una guarda de hierro moldeada en forma de ocho, como la de los grandes sables de batalla. Puedo parar su fendente cuando esté bajando, pero no conseguiré hacer saltar el arma de la mano. Me desequilibraría, en ese momento, y al parar cruzado no podría responder rápido y no tendría salida. En un abrir y cerrar de ojos, con un solo golpe podría separarme la cabeza del cuello. ¡Y adiós Andrea!
―¿Por qué te entrometes en cosas que no son de tu incumbencia, amigo? No es de buena educación interrumpir una discusión en la que no te han pedido tu opinión. Especialmente para un noble que sobre su casaca tiene bordado el dibujo de un león rampante. ¡Venga, demuéstrame cuánto de león hay en tu sangre!
Sólo la mesa de madera ya preparada para la comida separaba a Andrea del lansquenete. Fulvio y Geraldo se habían levantado de sus sillas y se estaban dirigiendo hacia el otro energúmeno con el fin de evitar que también él aferrase la espada. Estuvieron ágiles para agarrarlo por debajo de los brazos, uno por cada lado, obligándolo a abandonar la presa del tabernero. A continuación Fulvio extrajo un estilete y se lo apoyó contra el cuello, para convertirlo en inofensivo. Andrea, por su parte, vio a su adversario levantar la katzbalger. Se puso con su espada en posición de defensa para esperar el fendente que debía parar. Esperó el golpe en bajada pero, haciendo una finta en el último momento, permitió a la espada del lansquenete proseguir su trayectoria y que, por inercia, arrastrase detrás al brazo que la sostenía. El filo cortante de la katzbalger fue a clavarse en la mesa, partiéndola en dos. El germano, desequilibrado, cayó al suelo junto con la espada. La jarra de Lambrusco, que había volado por los aires, dibujó una trayectoria en arco, cayendo y rompiéndose justo sobre su cabeza. Alrededor del lansquenete se formó un charco de vino tinto y sangre. Andrea aprovechó el aturdimiento momentáneo del adversario para caerle encima y, apoyarle la punta de la espada contra la nuca.
―¿Cómo te llamas, amigo? ―le preguntó levantándolo por un brazo y poniéndolo derecho pero sin bajar la guardia, continuando a amenazarle con la punta de la espada.
―Franz ―respondió el otro.
―Bien, Franz. Hoy considerate afortunado. Me quedo con tu espada y te perdono la vida. Pero no te cruces más en mi camino porque no seré clemente contigo una segunda vez, ―y diciendo estas palabras lo empujó hacia la salida, le dio la vuelta y lo lanzó afuera con una patada en el culo, mandándolo a morder el polvo de la plaza que había delante.
No le fue tan bien a su compadre que yacía en el suelo sin vida en el charco de su propia sangre. Fulvio no había dudado en hundir la hoja de su estilete ante la mínima tentativa de su adversario de escabullirse de la sujeción.
El hombre del rostro rubicundo estaba observando atónito la escena. Mientras tanto había salido de la cocina otro tabernero, muy semejante al primero, pero con menos cabellos en la cabeza, con toda probabilidad su hermano.
―¿Qué demonios habéis hecho? ―intervino éste último ―¡Estáis locos! Estamos habituados a los abusos de estos bravucones. Dejamos que se desahoguen, se emborrachen, hacen algún daño, destrozan alguna cosa, pero luego se van y durante días y días vivimos en paz. Ahora, en cambio...
―No pasarán ni dos días para que de este local no queden