Bajo El Emblema Del León. Stefano Vignaroli
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Lucia, que no tenía ninguna intención de ser controlada día y noche por los soldados del cardenal, hizo como si se lo pensara un poco, luego volvió a hablar.
―Os lo agradezco, Vuesa Eminencia ―y Lucia se agachó un poco para coger la mano del purpurado y besar el anillo para despedirse ―Ya le he dado orden a cuatro de mis hombres para que preparasen los caballos y las provisiones. Estoy bien escoltada. No os preocupéis por mí.
Como es lógico, al día siguiente por la mañana muy temprano, incluso antes del alba, Lucia impartió instrucciones a las institutrices de las niñas, despertó al mozo de cuadra, hizo ensillar a Morocco y se marchó al galope, sin ninguna escolta y sin provisiones.
Llegó a la abadía de Sant’Urbano a última hora de la tarde. El aire era fresco. A pesar de que lucía el sol, las montañas de alrededor todavía estaban cubiertas de nieve. Subiendo por Esinante hacia la abadía, Lucia se paró en una amplia llanura salpicada de flores de colores. La característica de estas flores, llamadas crocus14 , era la de surgir en los prados de montaña justo después del deshielo. Los estigmas de los crocus eran muy buscados por las amas de casa y las curanderas. Las primeras, de las plantas cultivadas que florecían en otoño, extraían el azafrán, óptimo condimento de color amarillo rojizo para hacer sabrosos ciertos platos especiales. Las curanderas aprovechaban, en cambio, las propiedades medicinales de las flores campestres que, en la naturaleza, brotaban en primavera. Los estigmas de éstas últimas eran secados en cuanto eran recogidos y luego conservados en frascos de vidrio bien cerrados. El crocus, además de tener propiedades digestivas, sedativas y tranquilizantes, podía, de hecho, resultar tóxico, sobre todo si se tomaba en dosis elevadas o si los estigmas no habían sido secados como se debía, según las reglas transmitidas de madre a hija. Por lo tanto, una vez satisfecha de su recolección, Lucia se montó rápidamente en su caballo para llegar a la abadía. Entre otras cosas había pedido al prior, Padre Gerolamo, poder utilizar el secadero que sin duda había en el convento. Pero, en cuanto llegó al sitio, lo primero que le saltó a la vista, y que hizo que pasase a un segundo plano el resto, fue la carreta de Padre Ignazio Amici, abandonada en el patio. Es verdad, estaba recubierta de una hermosa capa de polvo, como demostrando que llevaba allí mucho tiempo. Pero el hecho de que Padre Ignazio pudiese llegar de un momento al otro, la angustiaba muchísimo.
El Prior, muy probablemente, había vislumbrado desde la ventana de su celda a la damisela titubeante en el patio de la abadía. Así que había salido para ayudarla a descender del caballo y para darle la bienvenida.
―Mi señora, me siento realmente honrado con vuestra presencia. Pero, decidme, ¿cómo habéis llegado hasta aquí, en esta estación tan mala y, para colmo, sola, sin ningún tipo de escolta? ¿No es poco prudente para una dama deambular como hacéis vos?
―Bueno, ahora que veo esa carreta, algún temor si que tengo.
―No os preocupéis ―sonrió Padre Gerolamo ―Si os referís a Padre Ignazio Amici, creo que ya no tendremos más relación con él y con sus manías inquisidoras. Hace un año y medio, después de haber escenificado aquella farsa de proceso en el Colle dell’Aggiogo, desapareció y nadie ha sabido nada más de él. Pero os aseguro que no está dando vueltas por estos bosques como un lobo. Alguien antes o después lo habría visto. Yo mismo he investigado y he encontrado rastros inconfundibles que me han convencido de que nuestro hermano Ignazio, el mismo día de las innobles ejecuciones, cayó en una trampa, precipitándose en el interior de un manantial sulfuroso. ¡Satanás lo ha reclamado y ha ido derecho al infierno!
―Bien, aunque no deseo la muerte de nadie, ni siquiera de mi enemigo más acérrimo, esta noticia me tranquiliza. Pero hablemos de los motivos de mi visita.
―Ciertamente, pero no aquí, señora. Está comenzando a hacer frío. Venid conmigo, vayamos a la biblioteca. Conversaremos delante de una hermosa chimenea.
La biblioteca era, por sí misma, un ambiente cálido y confortable. Las paredes estaban casi en su totalidad recubiertas con estanterías llenas de libros. Cada sección estaba marcada con una letra del alfabeto, indicando la inicial del título de los textos allí conservados. Algunos frailes trabajaban en absoluto silencio sentados en algunos escritorios, dispuestos en el centro de la habitación. Una gran chimenea desprendía luz y calor por todo el amplio salón. A una señal del Prior, los amanuenses pusieron en orden sus instrumentos y se marcharon, uno tras otro. En fin, Lucia quedó a solas con Padre Gerolamo. Lo primero que hizo fue darle el valioso tomo que le había confiado Bernardino. El Prior lo agradeció, primero husmeándolo, para sentir el olor del papel impreso, luego ojeando algunas páginas y, en fin, parándose ante algunas de las ilustraciones.
―¡Un magnífico trabajo! ―dijo mientras se dirigía hacia la sección de la biblioteca señalada con la letra D. ―Dad las gracias a vuestro amigo tipógrafo. Pocos en el mundo saben trabajar como él.
―Es él quien os da las gracias. Sin vuestro trabajo, su obra tendría un valor muy escaso. Y es por esto por lo que quería daros la primera copia que ha impreso.
―Me siento halagado y también mis hermanos lo estarán. Pero hablemos de nosotros. Dentro de poco tiempo caerán las tinieblas e imagino que necesitáis hospitalidad. No tenemos monjas aquí en Sant’Urbano, por lo tanto deberé haceros preparar una habitación para pasar la noche en la hospedería. Espero que no tengáis miedo a estar sola.
―No os preocupéis, estoy muy cansada y dormiré como un lirón. Y además sólo se trata de una noche. Mañana por la mañana me volveré a poner en marcha. Haré una visita de cortesía al sindaco Germano degli Ottoni y volveré a Jesi antes de mañana por la noche. Pero todavía querría pediros un par de cosas. Ante todo me gustaría rezar y, por lo tanto, os pediría poder participar en la plegaria de vísperas junto con vuestros hermanos.
―Esto no es un problema. Recitamos la oración vespertina en la iglesia y siempre hay algunos fieles que asisten. Tomad un puesto en la nave central y rezad al Señor como mejor os parezca. Hay también padres confesores, si queréis aprovechar la ocasión. ¿Tenéis alguna otra petición, mi Señora?
―Sí, si me lo permitís. El último favor que querría pediros es el de dejarme secar los estigmas de los crocus que he recogido esta mañana. Sabéis perfectamente que deben ser secados lo antes posible para aprovechar sus propiedades medicinales.
―Por desgracia, no puedo complaceros en esto. El hermano que se encargaba de la farmacia era muy anciano y se ha muerto hace algunos meses. No hemos podido todavía sustituirlo y, por lo tanto, no hay nadie que sea capaz de utilizar el instrumental que le pertenecía.
Lucia estaba a punto de pedir poder hacer ella misma el trabajo pero, consciente de que su petición hubiera sido muy incómoda para el Prior, se contuvo. Debería encontrar una solución alternativa para secar los estigmas antes de volver a Jesi. No sabía cómo, pero ya se le ocurriría algo.
―Bien, gracias, lo entiendo. Dadme, por lo menos, algunos tarros de vidrio para conservarlos de manera adecuada.
―Muy bien, Señora, por eso no os preocupéis. Después de vísperas, podéis tomar la cena en el refectorio con nosotros y, al final de la comida, nuestro hermano custodio os entregará los frasquitos que necesitáis.
―Os lo agradezco mucho, Padre, y antes de irme no dejaré de conceder un generoso regalo a vuestro convento.
Más que en los rezos y en los frascos de vidrio los pensamientos de Lucia estaban concentrados en intereses bien distintos, incluso mientras estaba hablando con el prior. Era perfectamente consciente de que aquel día, 21 de marzo, ocurría el