Conflictividad socioambiental y lucha por la tierra en Colombia: entre el posacuerdo y la globalización. Pablo Ignacio Reyes Beltrán
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CONCLUSIÓN SOBRE EL DERECHO AMBIENTAL COLOMBIANO
Como se ha expuesto, el Congreso de la República y la Corte Constitucional no han desatendido su obligación de emitir mandatos para garantizar la protección del ambiente y la interacción de los humanos con él; sin embargo, al igual que sucede en el campo de la protección de los derechos humanos, la mera consagración en el texto escrito no es suficiente, puesto que se requieren acciones concretas, enmarcadas en una adecuada política pública, que traslade los buenos propósitos e intenciones de la ley y la jurisprudencia a la vida real. En palabras de Habermas (2001), se requiere evolucionar del campo de la validez al de la eficacia.
Con todo, lo dicho no significa que la normatividad y la jurisprudencia estén acorde con el postulado ideal de las relaciones de los humanos con el ambiente. De hecho, aún existen puntos que pueden ser mejorados como, por ejemplo, que las providencias judiciales reconozcan que el derecho a un ambiente sano no solo es un derecho “fundamental”, sino que puede adquirir la connotación de derecho “humano”, en su concepción intercultural (Santos, 2010). Esto sería más adecuado para lograr un estándar de protección universal, independiente de las fronteras y de las voluntades de los gobernantes. Aunque algunos autores ya lo sostienen, lo ideal sería que el máximo tribunal constitucional colombiano diera ese paso. Algunos académicos afirman que:
[El] derecho al ambiente sano es un derecho humano fruto de reivindicaciones sociales surgidas ante la grave crisis ambiental. Como derecho humano debe ser protegido y garantizado por los medios idóneos y en condiciones iguales a los demás derechos humanos, en orden a garantizar el respeto de la dignidad humana. (Sánchez Supelano, 2012, p. 68)
No se puede desconocer la importancia de la promulgación de la Constitución de 1991 y los precedentes del tribunal de cierre de la jurisdicción constitucional, ya que marcaron un hito en la historia del derecho ambiental nacional, toda vez que por primera vez elevaron a rango de derecho constitucional —fundamental, mas no humano— el goce de un ambiente sano y las obligaciones del Estado de realizar acciones positivas para garantizar su pleno ejercicio y el deber de abstenerse de afectarlo.
Empero, aún quedan puntos sobre los cuales reflexionar y que, dada la importancia del acuerdo entre el Gobierno y las FARC-EP, vale la pena reevaluar de cara a esta nueva oportunidad de construcción de país. La interpretación que se haga de las cláusulas del acuerdo, de los decretos reglamentarios y, en general, de las disposiciones normativas, será trascendental para aprovechar las potencialidades del acuerdo y superar sus limitaciones, particularmente en temas de uso de territorio, de condiciones económicas para las poblaciones campesinas e insurgentes desmovilizados, de barreras institucionales para la participación de las comunidades en la toma de decisiones, etc.
Es importante destacar la diferencia entre disposiciones normativas y normas. Tal como lo consagra Crisafulli (1964), las primeras son signos que per se no dicen nada, mientras que las segundas constituyen la interpretación de dichos signos, motivo por el cual estas últimas son las que realmente contienen los mandatos deónticos. En el fondo, la discusión debe estar en la manera como los signos lingüísticos de la Constitución y la ley nacional sobre el ambiente, por un lado, y las expresiones consignadas en el acuerdo de paz; así mismo, deben interpretarse armónicamente con una norma que respete el paradigma biocéntrico, holístico y complejo del ambiente y, en consecuencia, superar el modelo antropocéntrico que tradicionalmente ha marcado la historia normativa colombiana. Los procesos constitucionales de Ecuador y Bolivia pueden consolidarse como un importante referente.
RECORDANDO EL CONCEPTO DE JUSTICIA AMBIENTAL
El concepto de justicia también ha sido tradicionalmente occidentalizado. El posacuerdo nos brinda la oportunidad de ampliar el horizonte en esta materia. Existe una idea arraigada en la institucionalidad y en la academia sobre la importancia de una “justicia antropocéntrica”, con lo cual se descuida el tema de la “justicia ambiental”. Muestra de ello son los múltiples estudios que se han desarrollado al respecto desde la antigua Grecia hasta la época contemporánea.
Así, por ejemplo, a Platón se le atribuye un significado metafísico de la justicia a partir de su teoría de las ideas, según la cual, existen valores absolutos en una esfera inteligible, inaccesible para los hombres, que deben tratar de ser realizados en el mundo de los sentidos. Una de dichas ideas es la justicia, identificable con lo bueno pero que el mismo pensador griego admite estar en imposibilidad de definir. También se imputa a uno de los siete sabios de Grecia la conocida frase que afirma que la justicia significa “dar a cada uno lo suyo” y a la sabiduría popular conceptos tales como que la justicia es “bien por bien, mal por mal” (Kelsen, 1953).
De manera más reciente, Kant (1921) invoca el imperativo categórico como un modelo de justicia en la medida que los seres humanos se deben conducir conforme aquella máxima que desearían que se convirtiera en ley general. De otra parte, Amartya Sen (2016), premio nobel de economía en 1998, afirma que “la justicia guarda relación, en última instancia, con la forma en que las personas viven sus vidas y no simplemente con la naturaleza de las instituciones que las rodean” (p. 15).
A partir de lo anterior, entonces, se debe reconocer que el tema de la justicia hoy en día sigue siendo un tema central en el debate académico. Empero, tal como lo reconoce el mismo Amartya Sen, su papel protagónico se ha exacerbado gracias a los aportes de John Rawls, quien, desde mediados del siglo XX elaboró importantes ideas al respecto en ensayos tales como La justicia como equidad y escritos tempranos sobre “procedimientos de toma de decisiones (Sen, 2016).
A continuación, se pretende realizar una exposición de las ideas de Rawls, Dworkin y Alexy sobre el concepto de justicia, para luego, apoyado en los análisis de Amartya Sen, sostener que los avances al respecto son necesarios, pero no suficientes para la pretensión de una teoría integral de la justicia. Se destaca, por consiguiente, que el análisis se llevará a cabo sobre aquellas teorías que dan cuenta de la justicia como procedimiento y dejan de lado la pregunta ontológica de qué es la justicia y quiénes son los sujetos sobre los que esta recae.
La teoría de la justicia de John Rawls
El punto de partida desde el cual John Rawls (1997) edifica su teoría tiene que ver con la idea de justicia como imparcialidad, que le da título primer capítulo de su obra Teoría de la Justicia. En virtud de esta concepción, que él mismo adscribe afín a las teorías contractualistas de Locke, Rousseau y Kant, la justicia social es alcanzable, única y exclusivamente, en la medida que se excluyan los prejuicios, se tengan en cuenta las prioridades y preocupaciones de otros y, correlativamente, se evite la influencia de intereses propios en la toma de decisiones. Lo anterior se logra cuando las personas se ubican en la posición original, definida como la situación ideal de igualdad o “el statu quo inicial apropiado que asegura que los acuerdos fundamentales alcanzados en él sean imparciales” (Rawls, 1997, p. 29), pues personas racionales, carentes de interés particular alguno o posiciones ventajosas entre ellos, se ven obligadas a “escoger principios justos” que los regirán como sociedad.
Como es de esperarse, la selección de los principios demanda que los participantes manifiesten sus opiniones sobre la buena vida, a lo que el autor denomina “preferencias comprehensivas”, que son racionales y equitativas