Así escribo. Delia Juárez G.
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Francisco Hernández
Imito en todas partes
Francisco Hernández (1946) es autor de los libros de poesía: La isla de las breves ausencias, Moneda de tres caras y Mal de Graves, entre otros.
En el principio fue la imitación. De los pocos volúmenes existentes en la casa de mis padres, sólo llegaron a encandilarme los de poesía (Díaz Mirón, Darío, Juan Ramón Jiménez), mismos que me puse a imitar de inmediato, porque se me hicieron más “sencillos”, por breves, que las novelas de Verne o Salgari.
En la actualidad, cuando no se me ocurre nada, todavía recurro a aquellas páginas, con la esperanza de una pequeña ayuda para salir de la infertilidad.
Llegué a la Ciudad de México hace más de 40 años. Enseguida pude contagiarme de otros espacios: cines, museos, librerías, bibliotecas, conciertos y, por supuesto, conocí a escritores afectos a compartir sus preferencias. Así pude asomarme a la obra de Octavio Paz, Lezama Lima, Pablo Neruda, Fernando Pessoa, Carlos Pellicer, Luis Cernuda, César Vallejo y Jorge Luis Borges, entre otros. Casi por vocación, me vi obligado a seguir imitando.
Trabajé en agencias de publicidad durante 29 años y, al menos en mis tiempos, llegaban cada día “órdenes de trabajo” donde se especificaban las características del producto, el medio, la duración o el tamaño del anuncio y, sobre todo, la implacable fecha de entrega. Todavía me parece escuchar la voz de un alto ejecutivo gringo diciéndome, con tono de amenaza:
—Mañana viene el cliente, cinco de la tarde, a ver story boards. Piensa en un gimmick superoriginal o en un jingle supervendedor. Habla a tu mujer para que no te espere...
La mecánica de la creatividad publicitaria se me quedó adherida como una máscara. Por eso, cuando he tenido que escribir por obligación, no me ha resultado tan difícil.
Me explico, la beca de tres años otorgada por el Sistema Nacional de Creadores, aceptó mi propuesta de entregar el mismo número de libros, del año 2008 al 2010.
Para el primer año ofrecí un poemario titulado Los vigilantes de Miss Dickinson, de 65 páginas, donde dos dementes enamorados de Emily Dickinson rentan una vivienda frente a la mansión de la poeta, con el fin de asesinarla y aliviar la tristeza de su existencia. Este librito ya fue entregado.
El trabajo correspondiente al 2009 acabo de finalizarlo. Título: 51 autorretratos. No llegué a las 60 cuartillas prometidas pero el tema se cumple: escribí lo que 51 artistas, entre pintores, grabadores y fotógrafos, piensan —o pensaban— en el momento de autorretratarse. Entre ellos puedo citar a Lucian Freud, Frida Kahlo, Jean Michel Basquiat, Tamara de Lempicka, Marcel Duchamp, Rembrandt, Nadar, Francis Bacon, Francisco Toledo.
En la fecha prevista lo hice llegar al FONCA.
El tercer volumen será sobre los grabados en madera de Alberto Durero y aún no lo empiezo.
Otros detonadores, otras obligaciones. Escuchar un cuarteto de cuerdas de Robert Schumann y tener el deseo de escribir sobre el músico alemán fueron un solo impulso. Quise comprar el disco pero era del encargado de la librería. Tomé un taxi y ahí mismo comencé a desarrollar De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios. Al día siguiente conseguí el LP y en una semana estaba terminado el poema.
El caso de Habla Scardanelli fue parecido. Un primero de año me encontraba solo en mi piso del sur del DF y debido a mi “obligada sobriedad” pude ponerme a releer Arte y poesía, de Martin Heidegger, sufriendo un peculiar deslumbramiento ante las páginas dedicadas a Hölderlin. ¿Resultado? Surgió Habla Scardanelli, aunque esta vez el texto me pareció más o menos redondo hasta los 11 meses.
El Cuaderno de Borneo también surge de una segunda lectura, esta vez de Georg Trakl. Conocía una traducción hecha en Argentina, pero lo que realmente me motivó a mecanografiar algunas páginas a propósito del querido cocainómano austriaco fueron las versiones estupendas de Marco Antonio Campos.
Me anclé en el tema durante más de un año para completar, con las dos secciones mencionadas, la publicación Moneda de tres caras.
Un músico, dos poetas. Y la locura como obligado e inimitable Dios Verdadero.
Imito en todas partes, dormido o despierto, a cualquier hora. En un cine, en un avión o recostado sobre mi cama.
Cuando me siento sano y feliz, no se me ocurre nada bueno. Imito mejor al descubrirme enfermo o terriblemente deprimido, con la hernia hiatal impidiéndome disfrutar de “cuatro al pastor con todo” o con la invisibilidad de un ataque de epilepsia tocando el timbre de mi departamento.
Cierro con una frase de George Bataille: “Escribo deseando que me lean: pero el tiempo me separa del momento en que seré leído”.
José María Pérez Gay
Entre nostalgia y esperanza
José María Pérez Gay (1943-2013) es autor de los libros: El imperio perdido, Tu nombre en el silencio y La profecía de la memoria. Ensayos alemanes, entre otros.
Recuerdo con una emoción cercana al privilegio el tiempo antes de que aparecieran en nuestras vidas los procesadores de palabras. Por ejemplo, el que tengo frente a mí todos los días: Mac Os X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard, “Una puesta a punto del sistema operativo más avanzado del mundo. El Snow Leopard mejora toda tu experiencia en Mac. A todos los niveles, es más rápido, fiable y fácil de usar. El Mac que ya conoces y adoras, aún mejor”, un spot que me resulta más difícil de entender que la Analítica Trascendental en La crítica de la razón pura de Kant. Después está la enorme pantalla de 16 pulgadas, la memoria 512 mb ddr2 sdram, los software y la fibra óptica.
Ahora recuerdo los días que pasaba en México cuando aún vivía en Alemania y no existían los procesadores de palabras. El estrecho pero glorioso departamento de mis padres en Cadereyta Strasse en la colonia Condesa se ponía patas arriba porque yo lo había tomado de nuevo para hacer una de las traducciones del alemán que se publicaría en el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre!, que dirigía Carlos Monsiváis. Por ese entonces desempacaba mi máquina de escribir Olympia, me sacaba de múltiples bolsillos unos plumines alemanes con finísimas puntas de pico de mosquito, extraía de las maletas una biblioteca ambulante (Elias Canetti, Hans Magnus Enzensberger, Robert Musil, Hermann Broch y Karl Kraus), me armaba de dos resmas de papel bond gramaje 29 de 500 hojas cada una —que luego tendría que reponer, puesto que apenas me alcanzarían para un borrador de unas 25 cuartillas, y faltaba aún pasar el texto varias veces en limpio— y, ante los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, ponía todo aquello sobre la versátil mesa del comedor.
Lo que ocurría en los días siguientes era que todas las líneas telefónicas de la Ciudad de México estaban ocupadas, al decir de Luis Miguel Aguilar. Unas, porque se me ocurría —decía el Güicho— tomar el directorio telefónico, marcar el número y leerles a todos sus moradores los avances de mi traducción y/o presentación de lo traducido; otras líneas estaban ocupadas porque —afirmaba también el Güicho— “les hablaba a los amigos para preguntarles si una minucia exquisita en