Así escribo. Delia Juárez G.
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Los años pasan y nosotros también. Ahora, en los tiempos del procesador de palabras Mac OS X. Procesador 2 por 2 GHz Power, PC G-5, Snow Leopard las cosas han cambiado de modo radical y hemos entrado de una vez para siempre en el inevitable continuo real-virtual, como diría mi profesor de la Universidad Iberoamericana, el rumano Horia Tanasescu. Me obsesiona la idea de que no me pertenece lo que se encuentra escrito en la pantalla. Por lo general despierto temprano, desayuno y me pongo ante la computadora. Leo por encima los titulares de los periódicos en internet, pero me aferro más al papel de los diarios. Ahora, como antes, soy un lector de tiempo completo. Leo todo el día sin detenerme. Me es imposible leer textos en la pantalla. Cada vez estoy más convencido de que internet nunca sustituirá a los libros.
A partir de 2007 me he propuesto escribir La profecía de la memoria: Walter Benjamin y su tiempo, un ensayo histórico sobre uno de los autores que me han acompañado a lo largo de mi vida. Leo hasta el mediodía. Mientras tomo unas cuatro tazas de café, me debato entre los seis volúmenes de la correspondencia de Walter Benjamin. Por fortuna tengo a unos pasos un célebre expendio de café veracruzano.
Si he de ser sincero, el procesador de palabras ha vuelto más fácil la difícil tarea de escribir, ya no llamo por teléfono para pedir auxilio ni comento con los amigos más cercanos lo que escribo. La pantalla de la computadora se ha convertido en una suerte de caverna platónica de la soledad.
Ahora recuerdo los ojos alarmados de doña Alicia, mi madre, y los ojos escépticos de don Pepe, mi padre, y busco mi máquina Olympia de escribir, pero mis padres, como la máquina, ya no están, se han ido para siempre. Siento una extraña mezcla de nostalgia y esperanza en medio de la escritura y las tazas de café, entonces me pregunto si un recuerdo es algo que tenemos o algo que hemos perdido para siempre. Sabemos que los recuerdos no existen: reescribimos siempre la memoria del mismo modo como reescribimos siempre la historia.
Federico Campbell
Zurcido invisible
Federico Campbell (1941-2014) es autor de los libros: Tijuanenses, Padre y memoria, Post scriptum triste y La memoria de Sciascia, entre otros.
Más que los instrumentos de la escritura —lápiz o pluma fuente, máquina de escribir o computadora— lo que importa en el acto de escribir es la predisposición de ánimo. Entonces tal vez el problema más serio sea la dificultad para mantener la atención en una sola cosa: en la pantalla, por ejemplo, y de manera continua, o en la página.
Para llegar a este estado mínimo de concentración es necesario cumplir con ciertos rituales: preparar el café, esperarlo; recoger en la puerta los dos periódicos de costumbre y revisar sólo los encabezados, no leer ninguna nota completa, posponer su lectura para más tarde, luego de aprovechar la mejor energía de la mañana, de la vista y de la mente descansada, para continuar escribiendo lo que quedó a medias la noche anterior si es que el proyecto era de pura invención literaria.
Si se trata de un ensayo o de un artículo, lo que uno empieza por hacer es ordenar la información: recortes de periódicos, párrafos o líneas subrayadas en un libro, y empezar a hacer las conexiones pertinentes pues en eso consiste en gran parte la exposición de una idea: en conectar unas frases con otras y en un cierto orden. Muchas veces el juego de palabras, por puro azar, lleva a percepciones que no se habían tenido antes.
Sin embargo, en el proyecto de “pura invención literaria” me valgo también de la información, pero con un criterio distinto al del periodista. Ejemplo: estoy en una novela sobre el actor porque en el fondo lo que me interesa es un antiquísimo problema: ¿quién soy y cómo soy para los demás o cómo me ven los otros? Y para esta incertidumbre pirandelliana el ser humano ideal es el actor, antes y después de desdoblarse. Lo que he hecho durante muchos años es leer y subrayar entrevistas con actores (Marlon Brando, Al Pacino, Loreine Bracco, Emilio Echevarría, Isabelle Hupert, Fernando Balzaretti, Ana Ofelia Murguía, John Gilgoud, Vittorio Gassman, Ricardo Darín y muchos otros) y rescatar sólo aquellas sentencias que tienen que ver con el desdoblamiento, con el juego de ser otro, y así darle sentido al título de la novela: La criatura y el personaje. Creo que el actor es el único de los otros artistas que más se parece al escritor. Siempre están hablando los dos de personajes. Quiere decir entonces que en el discurso narrativo se van entretejiendo en una sola voz los pensamientos de diversos actores y actrices reales, como si fuera el monólogo de un solo personaje que sabe de lo que está hablando.
Siempre estoy en varios proyectos al mismo tiempo de la misma manera en que leo varios libros a la vez. Es mi modo de ser mental y no sirve de nada sufrir por eso. Pero precisamente hago de la dispersión y la impotencia literaria el tema de otra novela: la historia de un novelista que de pronto, luego de no pocos éxitos, deja de escribir.
Escribe, escribe que no escribe, no para de escribir, pero todo lo que escribe se acumula como una dolorosa gratuidad, una enorme y trágica insignificancia.
La idea es que un arquitecto sabe construir un puente siempre, un cirujano sabe operar siempre, pero un escritor puede dejar de serlo; la suya no es una profesión vitalicia y, a lo mejor, lo mejor que dio de sí mismo fue en la juventud. El título del proyecto podría ser Zurcido invisible porque lo que pasa con el personaje es que siempre le había gustado la sastrería y lo que está detrás de una novela son unos pespuntes que no deben verse. ¿Se puede cambiar de oficio hacia la mitad de la vida?
Tejer a mano era como escribir a mano. “Este es un libro escrito a mano”, le había dicho una amiga a este personaje atormentado por la esterilidad cuando revisaba unas pruebas de imprenta. Esto lo entendía él demasiado bien, pero no tanto como para persistir en un trabajo al que le había ya dedicado más de treinta años de su vida y que lo sumía en la nada, en una amarga y absurda impotencia.
Aparte de las similitudes entre la escritura y la sastrería (como decía antes: en la novela no hay que dejar que se vean las costuras del revés), el escritor manqué, paralizado, encuentra una gran paz al dejar la literatura y volverse sastre. Sólo al abandonarse a la aguja y al hilo alcanza a estar solo y ser él mismo y a gozar del silencio. La ocupación manual, como Gandhi con la rueca, le permite llegar a una concentración más continuada y profunda. Ya lo decía un escritor del sureste: “La concentración es lo más parecido a la felicidad. Es como el reportero olvidado de sí mismo en una cobertura. Es como un estado de gracia y al mismo tiempo un espectáculo de armonía y plenitud”.
Hugo Hiriart
Esperar y estar al acecho
Cuando la literatura se hace sólo con previa literatura,
entonces vale muy poco o nada.
—Américo Castro
Hugo Hiriart (1942) es autor de los libros: Galaor, Cuadernos de Gofa, El arte de perdurar y El águila y el gusano, entre otros.
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