Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo
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En las últimas décadas, sobre todo gracias al impulso dado por Roy Porter al estudio de esa problemática, la historia de los cruces entre medicina y mercado de productos curativos ha dado lugar a ensayos muy documentados (Porter, 1989). Aquel historiador mostró de modo convincente que durante el siglo XVIII, en un contexto de franco crecimiento del consumo, el mercado de la salud aparecía constantemente tensionado entre la demanda de alivio de parte de los sujetos enfermos (entendidos como agentes activos que reclamaban respuestas y remedios para sus muchas dolencias) y un escenario donde los médicos competían, muchas veces con desventaja, con una gran variedad de sanadores, que intentaban por todos los medios prestigiar sus conocimientos y pericias en el arte de curar. En tal situación, los médicos aparecían como protagonistas entre marginales y poco afortunados a nivel competitivo. Otros estudiosos han mostrado que ese proceso de extensa comercialización de mercaderías sanitarias puede incluso ser remontado a los siglos anteriores para regiones como Inglaterra u Holanda (Curth, 2002, Cook, 2007). Sea como fuere, todas esas reconstrucciones han puesto en evidencia que la historia de la amalgama entre salud y mercado debe ser entendida desde una perspectiva de larga duración. Sería un error suponer que esa mixtura es privativa de la sociedad contemporánea, e igual de equivocado sería sostener que nada ha cambiado con el paso de los siglos. Muchos factores (la irrupción de las grandes empresas de productos químicos, la creciente profesionalización y consolidación social de la medicina, la difusión global de la cultura de patentes y marcas, etc.) han hecho que, hacia finales del siglo XIX, ese mercado haya comenzado a adquirir los rasgos que mantendría hasta nuestros días (Marland, 2006).
En este capítulo no pretendemos sino ofrecer un mapa algo desordenado del cúmulo de productos curativos que los neuróticos porteños tuvieron al alcance de la mano en las décadas finales del siglo XIX. Sería difícil establecer con precisión cuándo desembarcan en las páginas de avisos las publicidades de cada una de las sustancias que habrán de retener nuestra atención. Lo que sí podemos afirmar con cierta seguridad es que desde comienzos de la década de 1880 la cantidad de esos avisos ha crecido de modo significativo, y también se ha reforzado su sofisticación en términos gráficos. En los inicios de nuestro arco temporal, lo nervioso, muchas veces declinado como debilidad, aparece como una condición mórbida apenas circunscripta. Son promocionados como remedios contra esas afecciones muchos productos que sirven en verdad para revertir variados procesos de decaimiento, pérdida de fuerzas o agotamiento. Las enfermedades nerviosas quedan confundidas, en el mensaje de promesa curativa enunciado por esas publicidades, con malestares que han ganado ya una entidad más segura: tuberculosis, clorosis o digestiones difíciles. Poco a poco, tal como veremos, no solamente comienzan a recibir nombres propios más claros (neurastenia, histeria, etc.), sino que quedan asociadas a sustancias que les son privativas en esa farmacopea casi plebeya.2
La expansión del mercado de remedios constituye tan sólo una pequeña muestra de las alteraciones que se producen hacia fines de siglo en las pautas de consumo de los argentinos. La modernización económica, sumada al crecimiento demográfico y al afianzamiento de la urbe, trajeron como corolario la conformación de un mercado interno que dejó atrás la vieja lógica del auto-abastecimiento, y que pasó a estar regido por la espiral del consumo (Rocchi, 1999; Szir & Félix-Didier, 2004). Según algunos cálculos aproximativos, entre 1880 y el inicio de la Primera Guerra, el tamaño del mercado interno local creció unas nueves veces; en ese mismo lapso, los sectores medios, al menos en lo que respecta a la región del litoral del país, pasaron del 15 al 30 por ciento de la población total, y su poder adquisitivo se triplicó (Hora, 2010). La vida cotidiana de los habitantes de Buenos Aires comenzó a estar teñida por el acceso creciente a una amplia gama de productos (alimentos, vestidos, muebles, adornos, bebidas, etc.), despachados por una extensa red de negocios y agentes sociales. José Wilde fue un testigo privilegiado de esa metamorfosis; en sus memorias de 1881 se encargó de subrayar el contraste entre la vieja sociedad de 1830 o 1840, de ritmos aún coloniales, y la que él llegó a conocer en su vejez, en la cual el “furor por la novedad” alimentaba un mercado infinito de objetos (Wilde, 1881). Ese proceso se vio reflejado y fortalecido por el desarrollo de la publicidad visual, que en los últimos años ha recibido una fuerte atención de los estudiosos de la cultura gráfica de fin de siglo (Szir, 2009a, 2009b; Tell, 2009; Bonelli Zapata, 2017).
Excesos de bacalao y un poco de cocaína
Las publicidades que tanto escándalo generaron en Hugo Marcus llenaban las páginas finales de los periódicos (que en los de menor tiraje, como los de comunidades extranjeras, eran las páginas tercera y cuarta). El formato habitual de estos avisos puede ser descrito del siguiente modo. Solían ser rectangulares, con mucha información escrita, y a veces iban acompañados por alguna ilustración precaria, que en los inicios aparecía en segundo plano o en tamaño pequeño.3 Uno de los obstáculos técnicos más notorios para la inclusión de elementos iconográficos en la prensa general residía en la dificultad de imprimir, en una misma página, texto e imágenes. Ese impedimento afectaba, por ejemplo, a la litografía, que fue la técnica de reproducción de imágenes más difundida a nivel local durante el siglo XIX. Recién en la década de 1890 fue adoptado aquí el sistema de fotograbado tramado o de medio tono, que sí permitía la convivencia de los dos elementos (Szir, 2009b; Tell, 2009).
Los recursos para atraer la atención del consumidor (y para legitimar el valor del producto) eran reiterativos: por un lado, la enumeración de las dolencias que serían disueltas por la mercadería; por otro, la mención de supuestas autoridades médicas extranjeras que o bien habían comprobado la utilidad del objeto, o bien recomendaban directamente su uso; tercero, la información sobre las firmas extranjeras que estaban detrás de su producción o distribución. De hecho, la gran mayoría de las mercaderías que abultaban esa miscelánea farmacopea era de procedencia foránea, o al menos era vendida como tal.4 En un contexto en que la producción farmacéutica local era aún muy débil, el mercado estaba dominado por esos productos que habían atravesado el océano.5 A ello se agregaba muchas veces alguna advertencia sobre la existencia de falsificaciones o imitaciones (Correa, 2018). Todo ello podía ir o no acompañado por la indicación de alguna farmacia local que estuviera autorizada a comercializar el remedio.
Si bien en nuestro análisis nos concentramos en la publicidad gráfica impresa en los periódicos, no podemos dejar de señalar que los remedios también fueron promocionados, tal y como se desprende de algunas de las fuentes que revisaremos, en otros soportes que formaron parte de esa pujante cultura visual: carteles en la vía pública, en tranvías, en coches, etc.
La comercialización de estas sustancias contra los problemas nerviosos se amparaba en el uso local de publicidades estandarizadas; su difusión dependía de la utilización de planchas tipográficas distribuidas por los mismos agentes que garantizaban la importación de los específicos. En tal sentido, esa zona de la propaganda se mostró menos contaminada por las torpezas y rusticidades que solían cometer los dueños de otros negocios a la hora de elaborar sus carteles, tal y como fue satirizado por una crónica:
Lo que más llama la atención de los paseantes en esta Buenos Aires son los letreros de las casas de comercio menor, de los carros, coches, etc.
Y a la verdad que ellos forman una de las cosas más curiosas. Juzgue el lector por esta treintena de letreros:
Almacén