Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo
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Casino de Pancho el Gordo.
(…) En los carros se leen letreros como estos: Si te perdés chiflame – Soy un güen mozo – Ay juna que sos compadre.6
Esa relativa tosquedad de la cultura publicitaria fue notada, por ejemplo, por Rubén Darío, que en 1901 desde Madrid comentó lo siguiente: “Al escribir mis primeras impresiones de España, a mi llegada a Barcelona, hice notar que una de las particularidades de la ciudad condal era la luminosa alegría de sus calles, enfloradas en una primavera de affiches. Así como en Buenos Aires se está aún con el biberón a este respecto, en España no se ha salido de la infancia” (Darío, 1901: 324).
Un ingrediente que no podemos pasar por alto está dado por los agregados que intentaban realzar el tenor apetecible del remedio. La reiterada mención al buen sabor de las pastillas o jarabes, a su carencia de olor o a su fácil digestión, eran intentos por exorcizar los temores que podía despertar en el imaginario porteño un objeto desconocido o novedoso, verbigracia una “cápsula” −máxime cuando estaba lanzado a un circuito que dependía en gran medida del autoconsumo−. Las píldoras o pastillas, en aras de devenir objetos de consumo cotidiano, debían batallar por ganar su derecho de ciudadanía en un mercado en transformación. Por ejemplo, en el aviso publicitario de las “Cápsulas Thévenot” para “enfermedades confidenciales”, se informaba que eran “sin olor ni gusto” y de “absorción fácil”.7 La publicidad de las “píldoras de Catramina Bertelli” advertía que eran “muy solubles y bien digeridas por los estómagos más delicados”; a renglón seguido se agregaba: “No hay instrucciones particulares que observar para el uso de estas píldoras. Se dejan disolver en la boca, de una a dos (que se pueden también tragar directamente enteras de dos en dos horas)”.8 Uno de los múltiples remedios ofrecidos para combatir la tenia o lombriz solitaria (la “Pelletierina de Tanret”) era “el más fácil de tomar” y cada dosis iba acompañada de “una instrucción detallada”.9
Podemos recuperar el ejemplo de un producto muy conocido en la época, el “Aceite de hígado de bacalao de Berthé”, indicado contra la debilidad y el raquitismo.
Bajo el generoso paraguas de la “debilidad” podían ubicarse variadas condiciones difusas, y muchos de los remedios que estamos estudiando apelaban a esas categorías vagas. Las “Píldoras Restauradoras Formiguera”, “recomendadas por las eminencias médicas americanas y españolas”, curaban la “clorosis, anemia, debilidad general” y servían para dar “fuerza y vigor a los ancianos, convalecientes y personas débiles y decrépitas”.10 Un remedio podía ser ofertado, por el contrario, para entidades diagnósticas un poco más acotadas, pero en ese caso el listado de condiciones mórbidas era tan extenso que lograba similar poder de inclusión que la “debilidad”. Por ejemplo, otro aceite de hígado de bacalao era anunciado como remedio contra la anemia, la clorosis, la bronquitis, la tisis, la diátesis escrofulosa y un largo etcétera.11 En igual sentido, las “píldoras de Damiana del Dr. J. Welton de Nueva York” eran vendidas por la Droguería Nacional de la calle Rivadavia como el “único remedio conocido hasta la fecha para la infalible y completa curación de la impotencia”; según el mismo aviso, pareja eficacia tenían contra la espermatorrea, la diabetes, la gota militar, debilidad del cerebro, dispepsia, “decadencia y laxitud de todo el sistema nervioso”.12 La “Antipirina de Troeutte” agregaba a ese generoso listado las “enfermedades nerviosas”:
Sucede como si una astuta estrategia de marketing estuviera detrás de esa competencia de remedios similares (y surtidos probablemente por una cantidad reducida de distribuidores). Para un lector mejor informado, o quizá más proclive a buscar con un diccionario de medicina en la mano el nombre de su mal, se despachaban avisos que no ahorraban tecnicismos galénicos (incluso algunos que empezaban a envejecer, como el de “clorosis”, una categoría que los médicos de Buenos Aires ya casi no empleaban para fines de siglo).13 Para un consumidor menos pretencioso se echaba mano de descripciones más globales o impresionistas, donde términos como “debilidad” o “cansancio” bastaban para captar la atención.
La dimensión de lo nervioso podía figurar en el espectro de esas medicinas de manera más bien difusa o vaga, sobre todo en los años previos a la última década del siglo. Antes de recortarse como un campo generoso de patologías bien delimitadas, lo nervioso quedó anexado al tópico de la debilidad y el mal desarrollo. Los nervios parecían guardar mayor parentesco con un sistema orgánico a fortalecer, que con la posibilidad de constituir la sede de afecciones rotuladas. A esa meta iban apuntados, por ejemplo, algunos productos basados en el hígado de bacalao, como la Emulsión Defresne:
Pareja difusión tuvieron otros productos, como las “perlas de quinina del Dr. Clertan”, indicadas para tratar la fiebre, o las “perlas de éter” del mismo “profesional”, que contaban además con la “aprobación” de la Academia de Medicina de París y que servían para atacar las palpitaciones y “calambres de estómago”.14 También de la capital francesa provenían las “pastillas y polvo de carbón del Dr. Belloc”, que ayudaban para combatir las “digestiones difíciles”. Los “verdaderos granos de salud del Dr. Franck” servían para idéntico fin.15
Detrás de esos rudimentarios avisos había, claro está, una compleja maquinaria de distribución y venta de productos, una aceitada red de importadores, publicistas y minoristas que abastecía a un público que se mostraba deseoso de consumir las mismas sustancias que llenaban las vidrieras de las droguerías parisinas o londinenses. Entre esas últimas novedades estaba, por ejemplo, la cocaína, y las farmacias de Enrique Krauss se encargaron de poner a disposición de los porteños inyecciones de esa nueva droga (indicada contra la gonorrea).16 Hablar del deseo de emular hábitos de consumo de otras metrópolis es otro modo de mentar la réplica local del poder distintivo de estos desarreglos nerviosos. En efecto, es probable que para muchos de los consumidores de estas publicidades, los rótulos de “nerviosidad” o de “neurastenia” fueran sinónimo de modernidad, cuando no de refinamiento, tal y como señaló acertadamente Rawson de Dellepiane en su tesis. Antes de que esas categorías diagnósticas fueran recubiertas con el estigma de la degeneración, tuvieron el extraño encanto de otorgar simultáneamente sufrimiento y distinción social. Para un sector importante del imaginario fin-de-siècle, sufrir de los nervios era pertenecer por derecho propio a la agitación de la ciudad moderna. Los publicistas lo advirtieron más pronto que tarde, y a ello obedeció seguramente que muchos avisos dejaran de enumerar síntomas y pasaran en cambio a ofrecer como carnada el mote capaz de seducir: “histeria”, “enfermedades nerviosas”, etc.
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