Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo

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Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo Estudios PSI

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llena las estanterías y depósitos de las boticas, cuyos avisos ocupan gran parte de los periódicos de toda clase, que cubre con carteles y “affiches” de propaganda los muros de las calles e invade hasta los mismos hogares con volantes y folletos. (Fernández Verano, 1935: 13).

      Nada hay tan variado, como los caracteres físicos y químicos que presentan las papaínas que circulan en el comercio. (…) Estas variedades deben preocuparnos algún tanto, por la duda que llevan al espíritu, respecto de la bondad de un producto que debiendo ser destinado al mismo objeto, se le encuentra bajo diversos aspectos; sin embargo, debo confesarlo, aquella duda y esta preocupación disminuyen de grado, al observar, que estudiando su poder peptonizante en los ensayos fisiológicos por la digestión artificial, se obtienen resultados completamente negativos de todos ellos. Y a pesar de todo, éstas son las papaínas usadas entre nosotros, y las mismas tal vez que se emplean en todas partes, haciéndose de ellas un inmenso consumo, y que dado su elevado precio, representa una suma considerable puesta al servicio de enfermos que pretendieron quizá recuperar con ella su salud, y que sólo han perdido su tiempo. (Puiggari, 1893: 87-88).

      Siguiendo la propuesta enunciada por María José Correa (2018), podemos recortar la posición incierta y productiva de la figura del médico en ese mercado de consumo y en las publicidades que lo atizaban. En un plano más inmediato, la referencia a la profesión médica servía en muchos de estos productos como una vía de legitimación de su modernidad, de su autenticidad o de su efectividad. Recordar que tal o cual sustancia contaba con el improbable aval de una Academia de Medicina, o que era el fruto de la labor investigativa o humanitaria de un médico de vacilante renombre, parecía denotar un doble proceso: por un lado, ratificaría el prestigio público del saber médico, pues éste era convocado como el más seguro sostén del producto comercial, y por otro, demostraría hasta qué punto una empresa o iniciativa en el mundo de la salud dependía de su ligazón a ese mundo galénico donador de autoridad. Aquellas publicidades en las que un médico local o extranjero manifestaba su opinión favorable a propósito de un específico o remedio particular, constituirían otro ejemplo transparente de ese círculo de distribución de prestigios.

      Ahora bien, la trama que sostiene este mercado asigna localizaciones menos previsibles o sencillas a los elementos que allí aparecen reunidos. Esto último es válido especialmente para el caso de los médicos. Al mismo tiempo que simulan acreditar el saber o la pericia de los diplomados, las publicidades en verdad incitan una tramitación de la enfermedad que prescinde de la intervención de los primeros. No sólo porque favorecían de manera abierta el autoconsumo, indicando dónde debían ser adquiridos los remedios o cómo debían ser ingeridos, sino también porque instaban a los enfermos/consumidores a reconocer por sí mimos su patología, o a circunscribir y nombrar sus síntomas. De esa forma lo que estaba en juego no era, en rigor de verdad, la reutilización del prestigio ya adquirido por los profesionales, sino algo más sutil y hasta contrario: si bien no se renunciaba a ese constante reenvío al lenguaje o los oropeles de la medicina, el enunciado que esos avisos transmitían en silencio rezaba que la visita a la botica era más provechosa y sanadora que la costosa consulta con el doctor.

      Unos años más tarde, en su denuncia de la extensión del curanderismo en la Capital, Pedro Barbieri captó con sutileza esa confusa argamasa de agentes. Luego de advertir que muchas veces los diplomados pecan de torpeza a la hora de utilizar los recursos disponibles de la terapéutica, advirtió lo siguiente:

      Y de ahí los fracasos, de ahí la prescripción de específicos, tan nociva para el médico, pues llega, a la larga, a herir su reputación, desde que el enfermo pretende muchas veces que para comprar un específico le hubiera bastado consultar con el farmacéutico próximo o con la página de anuncios de cualquier diario político.

      A la próxima enfermedad el paciente acude al farmacéutico y, o le pide directamente un específico determinado, o le induce a curandear consultándolo sobre su mal. [¿]Acaso, dice, no conoce el farmacéutico tanto o más que el médico los específicos y su aplicación a las enfermedades? (Barbieri, 1905: 69).

      Al mismo tiempo, ese elogio del autoconsumo resultaba atractivo para el enfermo por un doble motivo: primero, porque realzaba sus potestades (de regular por sí mismo su salud o sus drogas), y segundo, porque lo exculpaba de su padecimiento nervioso. Cabe suponer que esas publicidades se encargaron de popularizar a nivel local la certeza que otros historiadores han documentado para otros contextos, según la cual esas patologías eran de origen orgánico (y no mental), y que por ende nada tenían que ver con la vergonzante condición de la locura (Sengoopta, 2001; Thompson, 2001). Invitar a revertir una neurosis con un aceite o un específico era garantizar que la afección dependía de un desarreglo material (y no de la imaginación), y en simultáneo reforzar la vanidad del paciente que, cual buen sujeto moderno, tomaba las riendas de su cuidado personal.

      Esa espiral del autoconsumo era estimulada asimismo por la comercialización de otros productos, que tenían un afán presuntamente aleccionador. Nos referimos a la difusión de folletos o pequeños libros explicativos, destinados en realidad a promocionar ciertos específicos o remedios. Esos materiales, de precio accesible, estaban redactados en lenguaje corriente, sin demasiados tecnicismos, y debían auxiliar a los lectores, por un lado, en el reconocimiento de los síntomas, y por otro, en la correcta administración de las drogas de venta libre. Algunos de esos volúmenes podían ir dirigidos a los médicos, a quienes buscaban instruir sobre las bondades de tal o cual específico; pero no sería errado aventurar que eran consumidos tanto por profesionales como por legos. A ese grupo pertenece una obra que circuló en la ciudad por esos años. Titulada Algunas afecciones del sistema nervioso en las cuales el Jarabe de Hipofosfitos de Fellows es beneficioso, e impresa en Londres en 1884 según su portada, esta obrita de 60 páginas contenía tres grandes secciones: en la primera de ellas se describían las afecciones nerviosas que podían ser sanadas mediante el remedio; en la segunda, se ofrecía la transcripción, cansina y redundante, de cartas de supuestos facultativos que habían probado con éxito la sustancia en sus pacientes; por último, se ofrecían precisiones sobre el modo de consumir la sustancia y acerca de los agentes que la distribuían a lo largo y ancho del planeta (Fellows, 1884).

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