Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo

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Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900) - Mauro Vallejo Estudios PSI

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del consumo de aquella agua, “murieron dos o más [personas] por envenenamiento y varias otras causas”, lo cual motivó la intervención de la justicia.68

      En síntesis, la comercialización de específicos contra afecciones nerviosas formó parte de la consolidación de ese mercado que, aun con sus desórdenes y tensiones, abastecía cotidianamente a esos porteños que para fines de siglo se habían habituado, movidos por la fuerza de las cosas, a amalgamar el cuidado de la salud con un ademán de (auto) consumo. Tal y como veremos, los boticarios no fueron los únicos en sacar provecho de esa fusión. Por lo pronto, conviene subrayar que el estudio de esa profusa circulación de remedios atañe, de un modo íntimo y en una medida difícil de sobreestimar, a la historia de la experiencia de la enfermedad en una ciudad cuyos habitantes tenían cotidianamente una relación fría y distante con la profesión médica. Más que la distancia, lo que marcaba el contacto con la medicina era la decepción; nunca viene de más repetir que durante el último cuarto del siglo XIX, y aun a pesar de los estrepitosos avances efectuados en bacteriología o en cirugía, la ciencia médica seguía siendo lo de siempre: una profesión que no curaba. Su arsenal terapéutico para las enfermedades más mortíferas y extendidas, como por ejemplo la tuberculosis, no era más efectivo que el hígado de bacalao. Una de las luminarias de esa ciencia había escrito en su tesis de juventud una confesión que encerraba esa verdad. En palabras de Enrique del Arca, la medicina “no cura sino algunas veces” (Del Arca, 1877: 9). El vacilante optimismo del “algunas veces” no sólo era incapaz de roer la contundencia del primer mensaje (“no cura”), sino que más bien lo realzaba.

      En su novela Sin rumbo, Cambaceres puso en boca de una comadre torpe y supersticiosa, un parecer que fue compartido por los muchos enfermos que pudieron comprobar en carne propia la estrechez de la eficacia médica: “Güenos alarifes son los médicos; pa saquiarlo al pobre y mandarlo más antes a la sepoltora es para lo que sirven, ¡masones, condenados!” (Cambaceres, 1885: 79). Unos años más tarde, un autor de folletos populares repitió esa diatriba en un escrito aparentemente testimonial:

      Lector, si tienes la desgracia, lo que Dios no quiera, de estar enfermo no cometas la simpleza de consultar a un Mata-sanos, pues es dinero tirado y tiempo perdido. Lo que a mí me ha sucedido te sirva de lección, en caso apurado, cualquier vecino, una curandera, el más obscuro veterinario, te servirá mejor que un Doctorete que tan solo busca tu dinero, no tu salud. Y al hospital, no vayas jamás, si en algo estimas tu existencia. Allí sólo servirías de objeto de estudio, de carne de bisturí (…) ¡te matarían de hambre! (Lecea, 1909: II).

      Es la recuperación ecuánime de esa verdad, y no cualquier conjetura sobre la intrepidez o el desparpajo de farmacéuticos y mercaderes, lo que debe comandar la reflexión acerca de la aplastante presencia de los remedios y su autoconsumo en la cultura sanitaria porteña a fines del siglo XIX. La progresiva acumulación de conocimientos históricos a propósito de la profesión médica, el saber de los doctores o la implementación de sus campañas de higiene, nos ha acercado valiosas intelecciones sobre el pasado de esa ciencia o acerca de la intrusión de los artefactos médicos en los aparatos de acción estatal. Esa ganancia de saber jamás puede ser traducida, sin embargo, como un avance certero en la comprensión de las experiencias, prácticas y representaciones suscitadas realmente alrededor del cuerpo enfermo. Solo un estudio material del mercado de objetos y servicios movilizados cotidianamente en torno a la enfermedad puede otorgar ese discernimiento faltante. Sobre todo cuando lo que está en juego es una condición que en sus inicios halló en el mercado su único interlocutor o caja de resonancia.

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