Nerviosos y neuróticos en Buenos Aires (1880-1900). Mauro Vallejo
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La existencia de productos que, además de ser falsificados, suponían un peligro para la salud no pertenecía sólo al terreno de la imaginación paranoica de los higienistas. Se trataba de una realidad cotidianamente verificada por los encargados del análisis químico de los objetos de consumo de los porteños. Si tomamos los resultados de las comprobaciones efectuadas en 1884, vemos que circulaban en la ciudad más vinos “malos peligrosos” que “buenos” o “regulares” (por ejemplo, durante el mes de mayo, el análisis arrojó como resultado 110 vinos malos peligrosos y ¡sólo 17 buenos!). Los números respecto de confituras, materias colorantes o café eran un poco mejores, pero de todas formas señalaban la prevalencia de falsificaciones que atentaban contra la salud (Arata, 1885).69
En síntesis, la comercialización de específicos contra afecciones nerviosas formó parte de la consolidación de ese mercado que, aun con sus desórdenes y tensiones, abastecía cotidianamente a esos porteños que para fines de siglo se habían habituado, movidos por la fuerza de las cosas, a amalgamar el cuidado de la salud con un ademán de (auto) consumo. Tal y como veremos, los boticarios no fueron los únicos en sacar provecho de esa fusión. Por lo pronto, conviene subrayar que el estudio de esa profusa circulación de remedios atañe, de un modo íntimo y en una medida difícil de sobreestimar, a la historia de la experiencia de la enfermedad en una ciudad cuyos habitantes tenían cotidianamente una relación fría y distante con la profesión médica. Más que la distancia, lo que marcaba el contacto con la medicina era la decepción; nunca viene de más repetir que durante el último cuarto del siglo XIX, y aun a pesar de los estrepitosos avances efectuados en bacteriología o en cirugía, la ciencia médica seguía siendo lo de siempre: una profesión que no curaba. Su arsenal terapéutico para las enfermedades más mortíferas y extendidas, como por ejemplo la tuberculosis, no era más efectivo que el hígado de bacalao. Una de las luminarias de esa ciencia había escrito en su tesis de juventud una confesión que encerraba esa verdad. En palabras de Enrique del Arca, la medicina “no cura sino algunas veces” (Del Arca, 1877: 9). El vacilante optimismo del “algunas veces” no sólo era incapaz de roer la contundencia del primer mensaje (“no cura”), sino que más bien lo realzaba.
En su novela Sin rumbo, Cambaceres puso en boca de una comadre torpe y supersticiosa, un parecer que fue compartido por los muchos enfermos que pudieron comprobar en carne propia la estrechez de la eficacia médica: “Güenos alarifes son los médicos; pa saquiarlo al pobre y mandarlo más antes a la sepoltora es para lo que sirven, ¡masones, condenados!” (Cambaceres, 1885: 79). Unos años más tarde, un autor de folletos populares repitió esa diatriba en un escrito aparentemente testimonial:
Lector, si tienes la desgracia, lo que Dios no quiera, de estar enfermo no cometas la simpleza de consultar a un Mata-sanos, pues es dinero tirado y tiempo perdido. Lo que a mí me ha sucedido te sirva de lección, en caso apurado, cualquier vecino, una curandera, el más obscuro veterinario, te servirá mejor que un Doctorete que tan solo busca tu dinero, no tu salud. Y al hospital, no vayas jamás, si en algo estimas tu existencia. Allí sólo servirías de objeto de estudio, de carne de bisturí (…) ¡te matarían de hambre! (Lecea, 1909: II).
Es la recuperación ecuánime de esa verdad, y no cualquier conjetura sobre la intrepidez o el desparpajo de farmacéuticos y mercaderes, lo que debe comandar la reflexión acerca de la aplastante presencia de los remedios y su autoconsumo en la cultura sanitaria porteña a fines del siglo XIX. La progresiva acumulación de conocimientos históricos a propósito de la profesión médica, el saber de los doctores o la implementación de sus campañas de higiene, nos ha acercado valiosas intelecciones sobre el pasado de esa ciencia o acerca de la intrusión de los artefactos médicos en los aparatos de acción estatal. Esa ganancia de saber jamás puede ser traducida, sin embargo, como un avance certero en la comprensión de las experiencias, prácticas y representaciones suscitadas realmente alrededor del cuerpo enfermo. Solo un estudio material del mercado de objetos y servicios movilizados cotidianamente en torno a la enfermedad puede otorgar ese discernimiento faltante. Sobre todo cuando lo que está en juego es una condición que en sus inicios halló en el mercado su único interlocutor o caja de resonancia.
1 Fue el caso del humoralismo de principios de siglo, cuya terapéutica se basaba muchas veces en purgantes y vomitivos destinados a expulsar del organismo los elementos impuros o corrompidos. Ello aparece denunciado por Inocencio Torino en un breve texto de 1884, cuyo cometido era denostar las inexactitudes de un tratado publicado en Buenos Aires en 1829. Al respecto concluía: “La medicación Le Roy que cuenta aún con sostenedores inteligentes en la turbamulta de los no iniciados en la medicina, reviste hoy formas distintas de las que adoptó primitivamente, pero las ideas teóricas entonces predominantes subsisten aún, si bien latentes, en los que todavía la preconizan y en los que sustituyéndola con fórmulas distintas le adaptan denominaciones nuevas −aunque no sistemáticas− con el objeto de explotar la candidez ajena. El sin número de píldoras purgantes: de Brandreth, píldoras depurativas, cápsulas de taurina, etc., que se espenden al público con éxito más o menos justificable, sirven para establecer la filiación histórica de la medicina popular actual, con las rancias y extravagantes doctrinas de edades que, si bien muy próximas, parecen remotísimas por la estructura cerebral que revelan” (Torino, 1884a: 505). Acerca de la difusión del sistema Le Roy en la región, véase (Di Liscia, 2003).
2 El libro de Diego Armus sigue siendo el estudio más completo e informado sobre la comercialización y difusión publicitaria de remedios y productos higiénicos en el cambio de siglo (Armus, 2007: 305-314; véase asimismo Armus, 2016). Existen monografías sobre recortes más puntuales de ese mundo de la publicidad médica o farmacéutica (Carbonettí & Rodríguez, 2007; Carbonetti et al, 2014).
3 En las publicaciones ilustradas, las imágenes comerciales tenían un grado mucho mayor de sofisticación visual, y en algunos casos el contenido gráfico, abigarrado y cuidadosamente compuesto, se autonomizaba respecto del mensaje verbal (Román, 2017: 130-154).
4 En su estudio sobre el mercado de productos terapéuticos en Chile, María José Correa comprobó que hacia 1902 el volumen de artículos de farmacia importados era el doble que el de perfumería, y casi equivalente al número de mercaderías alimenticias ingresadas al país (Correa, 2014a). El censo de Buenos Aires de 1887 arroja cifras distintas, pero que de todas maneras reflejan la significación de las sustancias importadas en el mercado farmacéutico porteño. Según aquel recuento, el valor total de las “Sustancias y productos químicos y farmacéuticos” importados durante 1887 ascendía a $ 2.380.505. El valor de los alimentos importados era de poco más de 13 millones de pesos; el de bebidas llegaba a 12 millones; el de tabacos era de 1.370.000 (Censo General, 1887, Tomo 2, pp. 156-164).
5 El Censo de 1887 contabilizaba la existencia de una única fábrica de productos químicos en la ciudad, que recién comenzaba a funcionar (Censo General, 1887, Tomo II, p. 336). Se trata seguramente de la firma Demarchi, Parodi & Cía., que en 1886 se había transformado en la primera fábrica de sustancias farmacéuticas (Cignoli, 1953: 316). Ese estado de cosas no puede ser desligado, por supuesto, de la tardía autonomización de la química en el país (Matharan, 2016). Para 1904, solamente el 14% de las sustancias farmacéuticas del mercado interno era de producción local; el 84% restante provenía de la importación. En 1939 se alcanzó una segura sustitución de esas importaciones, y la industria local era la responsable de la elaboración del 91,5% de los productos (Campins & Pfeiffer, 2011).