Política y movimientos sociales en Chile. Antecedentes y proyecciones del estallido social de Octubre de 2019. Varios autores
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El modelo ha permanecido en el tiempo, no obstante las políticas de los gobiernos que se instalan en el Chile de la posdictadura. Ciertamente todas las reformas políticas y sociales en Chile se han realizado sin superar el modelo neoliberal que hemos descrito, lo que ha significado un aumento y profundización de las desigualdades y, por ende, de un creciente distanciamiento de la política respecto de la gente. Aun con múltiples reformas, la Constitución de la República que declara derechos, no los garantiza.
En este marco se fue generando un distanciamiento de la gente con el mundo político, lo que se denomina más bien la clase política. Y emergen los momentos de estallido, donde los estudiantes secundarios y universitarios cobran una presencia visible primordial.
La movilización estudiantil de 2001, conocida como «el mochilazo», fue un hito protagonizado por estudiantes secundarios de Chile, en pleno gobierno de Ricardo Lagos. En la «revolución pingüina» de 2006 –en el primer gobierno de Michelle Bachelet–, los estudiantes secundarios exigieron el derecho a una educación pública y la eliminación de la libertad irrestricta del dueño de un determinado establecimiento educacional que recibe financiamiento del Estado.
Entre 2011 y 2012 –primer gobierno de Sebastián Piñera– se produce un estallido de gran magnitud a través de movilizaciones que se centran fundamentalmente en tres grandes aspectos: educación pública y de calidad, reforma tributaria y nueva Constitución; es decir, transformación del modelo económico, cultural y político del país. La derrota de la Concertación da paso a un nuevo pacto de coalición, incorporando al Partido Comunista, que instala con más fuerza la necesidad de una reforma laboral. Esta nueva coalición –la Nueva Mayoría– recoge en su declaración las demandas emanadas de las manifestaciones sociales. Se plantea por primera vez un proyecto político que significa la superación del modelo de sociedad que había sido heredado de la dictadura, con la particularidad que hemos indicado en otras ocasiones, que es primera vez que tales demandas surgen propiamente del movimiento social y no de sus relaciones con el sistema partidario.
Tras la configuración de la nueva coalición de partidos que agrupaba a la centro-izquierda y el triunfo en las elecciones –que contó con nueve candidatos–, Michelle Bachelet recoge las demandas que se presentan a partir de las movilizaciones anteriores y lo plasma en su programa de gobierno. Dicho programa contempla reformas orientadas al fortalecimiento de la educación pública y el término del lucro, una reforma tributaria para reducir los problemas de desigualdad y, al mismo tiempo, contar con recursos para la reforma educacional, y la redacción de una nueva Constitución. Como resultado, se imprimen reformas al sistema educacional y se impulsa un proceso constituyente, que se vio truncado ante las diferencias sustantivas presentes en la coalición, generadas fundamentalmente por los casos de corrupción, problemas de liderazgo, y las diferencias sustantivas del Partido Demócrata Cristiano con la Nueva Mayoría. En este contexto, ocurre la ruptura de la coalición y el segundo triunfo eleccionario de Sebastián Piñera, voto minoritario respecto del padrón electoral –como viene ocurriendo desde la instalación del voto voluntario–, pero que al fin y al cabo representaría en parte el malestar frente al desempeño de los gobiernos anteriores.
Los anuncios de Piñera enfatizaron el crecimiento económico y la interrupción de las reformas que había impulsado Michelle Bachelet, pero se presentan en un contexto de fuertes brechas socioeconómicas y la progresiva expresión de movilizaciones de diversas agrupaciones que han ido cobrando mayor visibilidad (No + AFP, estudiantes secundarios y universitarios, feministas).
El estallido o revuelta de Octubre de 2019 y sus proyecciones
El creciente distanciamiento de la política respecto de la vida de la gente se refleja en una clase que giraba en torno a sí misma. Dicho distanciamiento, sumado al descontento y la centralidad de la economía, se traduce no solo en desconfianza hacia la política, sino también en su rechazo.
A través de los medios de comunicación se hizo visible un detonador del estallido: el aumento del valor de un boleto del Metro que tenía un valor de $800 a $830. Esto ya había ocurrido en otros países; y es que está en directa relación con la vida cotidiana. En Brasil la demanda fue por el pasaje libre; en Francia y Ecuador, el impuesto al combustible, entre otros países. El transporte sin duda es un tema esencial, y a este se sumaron rápidamente otras demandas urgentes.
A diferencia de otras movilizaciones que tenían un interlocutor relativamente definido, con un respaldo político que aparecía en algún momento con posibilidades de negociación, el estallido de octubre significó todo lo contrario. Estamos en presencia de movilizaciones sin un claro eje organizador, o con múltiples ejes y múltiples vocerías, aparentemente sin demandas sistematizadas; en definitiva, heterogéneas en su composición y expresión. Todo parece tratarse de una espontánea autoconvocatoria, sin una mesa política que estuviera detrás, que llegó a convocar a más de un millón de personas un 25 de octubre. No es casual, entonces, que las banderas partidistas fueran rechazadas en los lugares de reunión o que figuras dirigenciales fueran expulsadas en momentos de concentración. Pero no puede menospreciarse el potencial organizativo que tuvieron estas movilizaciones a través de los múltiples cabildos y reuniones territoriales autoconvocadas en las que se rechazaba la intervención propiamente partidaria.
Las movilizaciones suelen serlo desde movimientos, como es el caso de las movilizaciones feministas de mayo de 2018. La de octubre de 2019 es un estallido, y la pregunta es si este puede o no transformarse en movimiento. Lo cierto es que, mientras Sebastián Piñera reafirmaba su tesis de mantener el orden público por sobre todas las cosas, se inauguraría un proceso que debe culminar en una nueva Constitución.
Hay que reconocer que en el momento del estallido se expresaron tipos de violencia en su modalidad de acción directa. Un primer tipo, el más visibilizado mediáticamente, es el que va acompañado de situaciones de saqueo y destrucción de infraestructura –por ejemplo, de las estaciones de metro y asaltos al comercio–. Pero estas acciones, como hemos dicho, en manos de narcotraficantes y grupos anarquistas, o también personas sin adscripción alguna, no están asociadas a las demandas mayoritarias de las movilizaciones. Un segundo tipo de expresiones de violencia está representado en lo que fue denominado como «primera línea», que correspondía a grupos heterogéneos en su composición, que acompañaban a las marchas y velaban por su despliegue. Ahora bien, concentrarse solo en esos hechos de violencia es, a nuestro juicio, no entender la problemática de fondo y no reconocer el tercer tipo de violencia, la del Estado –de tipo estructural–, que se impuso desde un inicio a través de actos de violación de derechos humanos –detenciones arbitrarias, torturas y mutilaciones– por parte de las fuerzas armadas y de orden. Cabe por último reconocer la violencia que existe como gérmenes en la sociedad misma, y ella estriba en la destrucción del tejido social. En ese sentido, las movilizaciones van a jugar un papel muy importante en la necesidad de recomposición de ese tejido.
Hemos dicho que las movilizaciones se realizan al margen de la clase política, a diferencia, con excepciones, de la