Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color). Josemaria Escriva de Balaguer
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[13] S. Jerónimo, Epistolae, 60, 12 (PL 22, 596).
[14] Ioh XVII, 19.
[15] Gal V, 9.
[16] Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6-VII-1591.
[17] Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.
[18] Gal IV, 31.
[19] Act XXI, 5.
[20] Casiano, Collationes, 6, 17 (PL 49, 667-668).
[21] Cant II, 15.
[22] Ioh XXI, 17.
[23] Ps XLII, 2.
[24] Eph IV, 13.
[25] Lc V, 4.
[26] Lc V, 10-11.
[27] Mc VI, 48, 50-51.
[28] Lc VIII, 23-25.
[29] 1 Reg III, 9.
LA LIBERTAD, DON DE DIOS
[Homilía pronunciada el 10-IV-1956]
23
Muchas veces os he recordado aquella escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de Pedro, desde donde ha hablado a las gentes. Esa multitud que le seguía ha removido el afán de almas que consume su Corazón, y el Divino Maestro quiere que sus discípulos participen ya de ese celo. Después de decirles que se lancen mar adentro —duc in altum! [1]—, sugiere a Pedro que eche las redes para pescar.
No me voy a detener ahora en los detalles, tan aleccionadores, de esos momentos. Deseo que consideremos la reacción del Príncipe de los Apóstoles, a la vista del milagro: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador [2]. Una verdad —no me cabe duda— que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin Ti no puedo hacer nada bueno.
Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti»[3], porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad —la triste desventura— de alzarnos contra Dios, de rechazarle —quizá con nuestra conducta— o de exclamar: no queremos que reine sobre nosotros [4].
Escoger la vida
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Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales, las que corretean por la superficie de la tierra, o habitan en las entrañas del mundo, o cruzan el azul del cielo, algunas hasta mirar de hito en hito al sol. Pero, en medio de esta maravillosa variedad, solo nosotros, los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe.
Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa —¡porque nos ama entrañablemente!— a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas[5].
¿Quieres tú pensar —yo también hago mi examen— si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí? Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto...[6], dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis[7], que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios.
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Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat! [8] —¡hágase en mí según tu palabra!—, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios.
En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad[9] . Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre[10], que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores[11]. Ya lo había anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que Él es el Camino —no hay otro— para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla[12].
El sentido de la libertad
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Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa —infinita— como su amor. Pero el tesoro preciosísimo de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores. La libertad personal —que defiendo y defenderé siempre con todas mis fuerzas— me lleva a demandar con convencida seguridad, consciente también de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí, Señor, para que yo