Amigos de Dios (bolsillo, rústica, color). Josemaria Escriva de Balaguer
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[33] Símbolo Quicumque.
[34] S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).
[35] S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).
[36] S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII, lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).
[37] Gal IV, 31.
[38] Cfr. Gal IV, 31. Ioh VIII, 36.z
[39] Ioh VIII, 36.
[40] Cfr. Rom VIII, 39.
[41] S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, sed contra 1.
[42] S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).
[43] Lc XIV, 23.
[44] S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7 (PL 35, 1610).
[45] S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, ad 23.
[46] Cfr. Mt VII, 6.
[47] Cfr. Is I, 17.
[48] Mt X, 39.
EL TESORO DEL TIEMPO
[Homilía pronunciada el 9-I-1956]
39
Cuando me dirijo a vosotros, cuando conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración personal: me gusta recordarlo muy a menudo. Y vosotros habéis de esforzaros también en alimentar vuestra oración dentro de vuestras almas, aun cuando por cualquier circunstancia, como la de hoy por ejemplo, nos veamos precisados a tratar de un tema que no parece, a primera vista, muy a propósito para un diálogo de amor, que eso es nuestro coloquio con el Señor. Digo a primera vista, porque todo lo que nos ocurre, todo lo que sucede a nuestro lado puede y debe ser tema de nuestra meditación.
Tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha. No voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año menos... Tampoco os sugiero que preguntéis por ahí qué piensan del transcurrir de los días, ya que probablemente —si lo hicierais— escucharíais alguna respuesta de este estilo: juventud, divino tesoro, que te vas para no volver... Aunque no excluyo que oyerais otra consideración con más sentido sobrenatural.
Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo, de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como un final desastroso. Un año que termina —se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos—, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria.
Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est! [1], ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno.
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Abramos el Evangelio de San Mateo, en el capítulo veinticinco: el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa. De estas vírgenes, cinco eran necias y cinco prudentes [2]. El evangelista cuenta que las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!, mirad que viene el esposo, salidle al encuentro [3]: avivan sus lámparas y acuden con gozo a recibirlo.
Llegará aquel día, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo. «Somos nosotros, hermanos queridísimos, los que intervenimos en las bodas del Verbo. Nosotros, que tenemos ya fe en la Iglesia, que nos alimentamos con la Sagrada Escritura, que gozamos porque la Iglesia está unida a Dios. Pensad ahora, os ruego, si habéis venido a estas bodas con el traje nupcial: examinad atentamente vuestros pensamientos»[4]. Yo os aseguro a vosotros —y me aseguro a mí mismo— que ese traje de bodas estará tejido con el amor de Dios, que habremos sabido recoger hasta en las más pequeñas tareas. Porque es de enamorados cuidar los detalles, incluso en las acciones aparentemente sin importancia.
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Pero sigamos el hilo de la parábola. Y las fatuas, ¿qué hacen? A partir de entonces, ya dedican su empeño a disponerse a esperar al Esposo: van a comprar el aceite. Pero se han decidido tarde y, mientras iban, vino el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta. Al cabo llegaron también las otras vírgenes, clamando: ¡Señor, Señor, ábrenos! [5]. No es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no os conozco[6]. No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.
Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz.
Desde la primera hora
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El reino de los cielos se parece a un padre de familia, que al romper el día salió a alquilar jornaleros para su viña[7]. Ya conocéis el relato: aquel hombre vuelve en diferentes