RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
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Читать онлайн книгу RRetos HHumanos - Rosa Allegue Murcia страница 6
Si no tenía fuerzas para ponerme en pie, ¿cómo iba a tenerlas para despedir a nadie? Ni siquiera discutir o negociar estaba a mi alcance, de modo que me levanté y me fui a casa sin decir adiós, todo lo insensible que se esperaba de mí.
Convoqué al equipo al día siguiente para informarles del agravamiento de la situación. Tenía la extraña esperanza de que finalmente alguien lo fuera a hacer por mí, pero el tiempo me arrastró como arrastra al condenado al patíbulo. Cuando estábamos apenas comenzando, el teléfono sonó. Apagué el micrófono del ordenador, pero no la cámara.
Me han dicho que a pesar de estar en modo silencio casi pudieron oír mi grito, que vieron cómo se me rompía el alma y el cuerpo, que siempre recordarán las caras de miedo y dolor de mis hijas cuando aparecieron, que me olvidé de que estaba conectada a la mitad de mi mundo y que todos lloraron conmigo cuando lloré la vida, por mucho que en esa llamada me dijeran algo que ya sabía.
***
¿Cómo se llora cuando no se puede llorar?
¿Cómo se puede convivir con un dolor tan grande que siento que ni me pertenece ni cabe dentro de mí?
¿Quién ha puesto esta historia tan macabra en el centro de mi vida? ¿Por qué? ¿Por qué?
Necesito comprender cómo he llegado hasta aquí. Quién o qué me ha arrojado a la puerta de un tanatorio, sola y con el alma helada, después de estar más de dos semanas esperando que me devolvieran a mi marido.
Todavía no me creo que lo que he vivido vaya conmigo. No lo merezco, no lo he pedido, no lo quiero.
¿Cómo voy a ser capaz de convivir con esto el resto de mis días? Sin saber por qué me han arrebatado el derecho a estar con él en su partida, enseñándome con ello el final de mi vida. O sin saber si murió solo o tenía a alguien cogiéndole la mano, y si voy a poder perdonarme alguna vez el pecado que no cometí de no haberle velado.
No puedo llorar. Debería estar haciéndolo todo el día pero no soy dueña de mi pena. Solo a veces, y si tengo la suerte de estar sola, cuando un recuerdo –por leve que sea–, una frase inocente mencionada por alguien o una foto vista de reojo hacen desbordar el caudal de lágrimas retenidas puedo desahogarme. Y eso me da fuerzas durante algo más de tiempo.
Mario, no me conformo con tus recuerdos. Quiero seguir mandándote wasaps con canciones, esas que tú decías que elegía tan bien porque sus letras te explicaban mi estado de ánimo. Quiero seguir recibiendo los tuyos, esos mensajes con los que coqueteabas y que me hacían sentirme deseada.
Quiero seguir intercambiando contigo besos de chocolate y champán. Quiero seguir oyendo cómo me dices que te encanta mi sonrisa, despeinada y sudorosa, porque me convierten en la chica que hace años te enamoró como a un niño.
Nadie te ha llevado, Mario, y sin embargo yo te he perdido, perdido para siempre. Daría todo lo que me queda de vida por pasar un solo día más contigo.
Ahora cierro los ojos y no soy capaz de recordarte, y lo único que tengo de ti es el peso de tus cenizas en una bolsa, el roce de tu anillo de boda en mi mano, y en el teléfono tu último wasap sin terminar de escribir.
***
Esta mañana, al despertarme, he pasado un largo rato en la ventana, esperando para comprobar la terquedad del sol, ese empeño en demostrarnos que la vida sigue.
Y el sol va a seguir saliendo. Pero eso es lo único de mi vida que no depende de mí. Es duro descubrir que tienes que valerte por ti misma, pero es bueno intuir que puedes hacerlo. Aunque he perdido la poca fe que tenía y sé que la misericordia no existe, presentir que lo que yo haga puede mejorar la vida de otros y que estoy aquí porque Mario me ha puesto en este camino me da fuerzas para vivir por segunda vez.
Hace ya días que dejé Green. No ha sido especialmente doloroso; creo que he hecho lo que debía. Además, tengo que aprovechar que me siento anestesiada para los sentimientos más básicos, buenos o malos.
Irene quería que me lo pensara; creía que era una decisión fruto de la pena. Pero yo le he dicho que el peor ausente es el que tiene el alma en otro sitio aunque físicamente esté ahí. Y ahora hay demasiadas personas así en Green.
Le he deseado mucha suerte; ella seguro que la necesita más que yo porque su trabajo va a consistir en tratar de traerlos de vuelta, y estoy segura de que muchos no van a querer.
Ahora, en la puerta de mi nueva empresa, mi empresa, respiro hondo y por primera vez en mucho tiempo me siento sonreír.
Estamos unidos a las cosas de la vida, la familia, la pareja, el trabajo, por un hilo muy fino. Pero a veces los hilos más finos son los más resistentes.
II. Mi mejor año
«Considerad vuestra simiente:
hechos no fuisteis para vivir como brutos
sino para perseguir virtud y conocimiento».
Dante, La Divina Comedia, «Infierno»
Lo encontré mucho mayor. Sin embargo, el brillo había vuelto a sus ojos y la ironía había invadido de nuevo su lengua, algo de lo que me di cuenta algunos minutos después. También eran evidentes los kilos de más que acolchaban aquí y allá su anatomía. Pelo más canoso y un aire más informal. Las gafas eran nuevas.
Gus hoy era una versión muy mejorada de aquella que me inquietó tres años y medio antes, cuando coincidimos en un evento. Me pareció entonces desecado y esquivo. Las conversaciones con él eran un borbotón de ideas e intercambios acerca de todo y de todos, pero en aquel momento no me resistió ni medio asalto. Me miraba y desviaba sus ojos, como en búsqueda de alguien que hiciera sonar la campana. Rehuía el contacto.
Hace dos días me llamó. Me propuso tomar un café. Gus era adicto a la cafeína y a cualquier ritual asociado a ella. Le vi invadir el santuario cafetero en el que habíamos quedado y avanzar hacia mí con una energía poco habitual a esas horas. Su sonrisa –detectable bajo su mascarilla– presagiaba buenos momentos.
–Te veo bien, Gus –le dije tras concluir el baile de saludos de pandemia en el que nos enfrascamos por unos instantes.
–Ahora sí –me respondió–, por eso quería verte.
En aquella ocasión en la que lo vi por última vez, Gus no solo me evitaba. Con su capacidad de adjetivar casi todo y como ausente, me dirigió entonces una retahíla de lamentos que describían una escena recurrente en su vida.
–Estoy jodido. Jodido y agotado. No aguanté más, ¿sabes? Llegué a un acuerdo con la empresa. Me tragué los elogios de buenas personas con mejor voluntad –me explicaba mientras sus ojos apuntaban a un foso imaginario que se abría a sus pies y daba golpecitos en una botellita de agua cerrada– que estaban muy lejos de la realidad. Ahora todo esto me supera.
–Gus, chaval, para el carro –le interrumpí–. Hace solo dos meses que has salido de Green. ¿Quieres frenar un momento y explicarme qué te pasa?
No, Gus no pensaba en parar o detenerse. De hecho, realizó un quiebro por mi izquierda y cuando me quise dar cuenta, vi, tan solo por un segundo,