RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia

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RRetos HHumanos - Rosa Allegue Murcia Directivos y líderes

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de energía. El local se unió a esa dosis de vitalidad: los apliques de estilo retro se encendieron y sus bombillas led difundieron su luz sostenible al entorno. Pude ver con más claridad su rostro cuando me habló.

      –Irene ha sido un buen regalo en el que es probable que haya sido mi mejor año.

      –¿Tu qué? –me pilló por sorpresa–. ¿Sabes que te pueden apedrear por decir eso?

      –¿Sí, verdad? Todo el mundo enterrando 2020 sin funeral y yo a lo mío. Memes, parodias, artículos de demonización y yo aupando ese año maldito a un pedestal con focos. Un gran año.

      –¿Y se puede saber por qué? Además, ¿qué pinta Irene en todo esto? Y ya puestos, ¿qué pinto yo, Gus?

      Tres en una. Gus no se inmutó. Parecía esperar tres y más preguntas siguiendo un guion. Con renovado brío comenzó una descripción cronológica y emocional que parecía ser fruto de repetidos ensayos ante un espejo.

      Habló de deterioro físico, de vértigo creciente, de somatizar y trasladar a su cuerpo las decepciones externas y los acusadores juicios internos que brotaban con fuerza en su cabeza. La pérdida del trabajo dio paso vertiginoso a la de confianza, a la percepción de inutilidad, a la ausencia de valor…

      –Podías haberme llamado, Gus.

      Pero Gus no estaba conmigo. Revivía su historia.

      –Estaba hundido en un pozo. Sentía frío a todas horas. A la sensación de frío contribuían mi pérdida de peso y mi mala condición física. Me abandoné por completo sin darme cuenta. El proceso se aceleró cuando en casa empecé a verme privado de ayuda. Me puse a la defensiva con mi mujer y con mi tribu de adolescentes.

      Y adoptando una postura diferente, con un casi imperceptible ladeo del rostro, pareció dar entrada a un tercer e imaginario individuo, aunque conocido, alrededor de la mesa.

      –«No te lo tomes así», me decía Irene; «no te lo dicen a ti, sino a ellos mismos. Necesitan remediar su inseguridad y acallar sus temores».

      –«Ya, Irene, pero golpean fuerte», le decía yo, porque sus comentarios entraban como cuchillos en mi alma de mantequilla.

      –«Esto pasará, ya lo verás; es cuestión de tiempo» sentenció Irene.

      Gus abordó la cuestión del tiempo. No el cronológico, sino uno percibido por él, con voluntad propia e intención dañina. Irreal. Los días laborables se le pasaban raudos, neutros y sin metas, con un silencio atronador. Los fines de semana, por el contrario, ralentizaban su paso con desgana y prorrogaban arteramente un tiempo de convivencia familiar que la falta de perspectiva convertía en una «escape room» de comentarios, actitudes, silencios y conductas que emponzoñaban sus imaginarios agravios y sus más que reales pesares.

      –Gus, ¿te apetece otro café?, ¿una copa? –le ofrecí para sobrellevar lo que me parecía una espiral peligrosa.

      –¿Eh?, ¿otro café?... Sí, sí, lo que quieras.

      –Dos gin-tonics, por favor –pedí al camarero que se había incorporado al turno de nuestra mesa–. ¿Tiene Nordés? ¡Perfecto!

      El camarero asintió con una cálida sonrisa que se le intuía tras la mascarilla con el logo del local, mientras sus manos de profesional eran capaces de amontonar tazas y platos, limpiar migas, recoger sobrecitos arrugados y levantar el soporte del código QR con la carta del local. Me fascinan esos códigos: todo un mundo de información detrás de unos horripilantes trazos.

      Gus seguía a lo suyo.

      –El diálogo interior resultaba incontrolable, erosivo, inútil… y reconfortante a la vez, porque retardaba una acción que se me presentaba imposible, de proporciones ciclópeas. Era la chispa que provocó un incendio devastador en mi esfera personal: empezó con el trabajo, saltó a las raíces de la salud, ganó cuerpo en las praderas familiares, no encontró el cortafuegos de la amistad y debilitó las más firmes convicciones que creía sólidas e inamovibles. Una hoguera vital que solo producía frío en mi alma y mi cuerpo.

      Gus estaba metido de lleno en una montaña rusa emocional. Su lenguaje corporal expresaba sus recuerdos de aquella época.

      –Recuerdo que me decían: «Tú vales mucho. Has sido capaz de realizar grandes proyectos y mantener a tu familia. No puedes admitir pensar que toda esa capacidad ha desaparecido sin más».

      –Es verdad, Gus –me atreví a apuntar.

      –Ya, pero su buena voluntad caía en saco roto. Estaba convencido de mi derrota; en el trabajo, como padre, como esposo, como persona… No veía la solución. Y la que entreveía me superaba con creces. No tenía fuerzas.

      Gus me contó que Irene comenzó a hablarle del «aquí y ahora», pero que él solo veía, con gafas de mármol negro, el «ayer y el mañana». Se aferraba a ellos como un adicto a un placer destructivo. Y cuando el «aquí y ahora» se presentaba sin anuncio previo cargado de realidad, el «ayer y el mañana» se desataba en forma de recuerdos de culpa y visiones de fracaso y falta de esperanza.

      Gus abrazó con sus dedos la copa, en la que se dibujaban las estelas de vapor helado que se desprendían de la mezcla de ginebra, tónica y los dos espectaculares cubitos de hielo circulares que flotaban a la deriva en el combinado. Tocar la copa pareció sosegar el ritmo de su relato.

      –Y entonces me rompí –pareció sentenciar.

      –Bueno, hombre; era lógico. Nadie aguanta así mucho tiempo –pretendí contemporizar.

      –Ya, pero yo me quebré y me ingresaron en agudos. Dos veces.

      –¡Joder! –no quise indagar más. Me quedé de piedra.

      –«Pasas que cosan», como dice mi hijo pequeño –sentenció Gus.

      La situación era una mezcla de consulta médica, charla amistosa, confesión general y desahogo sentimental en la que no tenía muy claro cuál era mi papel. Se lo hice saber.

      –Tienes razón. Llevamos ya un par de horas aquí y a este paso nos va a caer la nevada del siglo que anuncian sin que sepas por qué te he pedido venir.

      –No estoy mal, entiéndeme. Quiero ayudarte en lo que necesites. Pero cada vez lo tengo menos claro.

      –Fijar mi memoria.

      –¿El qué?

      –Fijar mi memoria. Quiero que me ayudes a recordar.

      –Gus, tío, otra cosa no, pero recordar… Créeme, se te da de fábula.

      –No, pero a hacerlo bien, a recordar lo que pasó y lo que hice o no hice y no una versión cualquiera.

      –Pero yo no estaba ahí, Gus; no te puedo enseñar la repetición de la jugada –dije desconcertado para ganar algo de tiempo.

      Este era el momento. Mi vejiga se había sincronizado con mi cerebro y una razonable excusa y pico después me encaminaba hacia el aseo. Me encantó el contraste del monigote que anunciaba en una sola figura el uso permitido para hombres y mujeres, con el estilo clásico del establecimiento.

      Esta parada era fisiológica por más de

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