RRetos HHumanos. Rosa Allegue Murcia
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Gracias a la distancia social, la burbuja facilitada por la limitación del aforo permitía una conversación más íntima.
–Me alegro de que me llamaras –comenté.
–Te lo debía.
–Estaba preocupado por ti.
–Lo sé.
Jugueteaba con la efímera flor de Edelweiss que habían delineado en la superficie de su café y tras el peloteo verbal de bienvenida y un sorbo de prueba, que dejó un bigotillo en su labio, entramos en faena.
–En estos largos meses, he sido descartado de un buen número de oportunidades laborales por motivos casi todos fuera de mi control: mi edad, mi sexo, el sector en el que trabajé previamente…
–Ojalá tu historia fuera la única, Gus.
–Cierto; me he encontrado a muchos que han vivido lo mismo. Somos víctimas de una estética social que te convierte en sospechoso de obsolescencia por tener más de cincuenta años y no descansar despreocupado en el regazo de una prejubilación generosa.
–O porque te cuelgan del cuello los vergonzantes sambenitos del arcaísmo tecnológico o la rigidez mental. Sí, lo he escuchado demasiadas veces.
No me gustaban este tipo de conversaciones. Más veces de las que era capaz de aguantar las había tenido con otros «Guses» de mi entorno. Denuncias de la traición colectiva, de los dorados postulados del talento, del reaprendizaje y la reinvención, del mentoring, del elogio de la verdadera experiencia. Gus era en ese momento una encarnación más del fracaso del parloteo de salón y las teorías sin vida. Volví a la conversación cuando alzó un poco su tono de voz y me rescató de mi evasión momentánea.
–¿Cómo decírtelo? –se preguntó mientras lamía su espumoso mostacho–. He obtenido un postgrado vital en estos años. Cuando nos vimos por última vez sentía que empezaba a cumplir una condena sin fecha de terminación. Hace poco me he dado cuenta de que, en realidad, he completado un máster por inmersión.
–Eso es bueno, ¿no? –se me ocurrió apostillar.
–Sí, doloroso pero bueno.
Miró hacia un letrero con la lista de productos que antaño servían en el establecimiento cuando el agua de Seltz o el mosto no sufrían la competencia del «gin-tonic». Uno de esos carteles que te animan a empezar una colección que nunca acabarás. Pero en realidad su vista vagaba por el interior de su memoria e imponía orden a las escenas.
–Fue hace unos días, ¿sabes? –Gus había encontrado el hilo–. Dicen que unos somos autillos y otros somos gallos. A mí se me ve la cresta. Me gustan las mañanas. Me regalan la sensación de una página en blanco, de una oportunidad adicional, de una pequeña victoria sobre una rutina limitante, de novedad ante lo repetitivo. Disfruto del tránsito de lo onírico a lo real.
–Sí, a mí me pasa algo similar –convine.
–Hace unos días –dijo, tras bajarse un poco la mascarilla y esbozar una sonrisa– oficiaba mi liturgia matutina y posé mis ojos en el calendario del Sagrado Corazón.
–Mi abuela tenía uno. Lo recuerdo.
–Cada hoja de ese calendario es una maravilla, con su santoral, sus datos astronómicos y el variado catálogo de temas en su reverso: chistes, notas históricas, estadísticas, reseñas de libros…
–El de mi abuela no lo recuerdo así –le dije.
–Y también citas de celebridades. Olvido con frecuencia leer la frase diaria; mis ojos no siempre están fijos en el «hoy y ahora». Pero aquel día sí la leí: «Cuando nada es seguro, todo es posible», de una tal Margaret Drabble.
–No me suena.
–No me extraña. A mí me resultan desconocidos muchos de los protagonistas de esas frases.
Los compases de «Night in white satin» inundaron de dulzura y armonía el viejo local. La melodía produjo un efecto de frenado en los movimientos de todos los que compartían –alejados entre sí– ese espacio social. Gus se dejó invadir por un momento de ese bálsamo y continuó su relato.
–Casi nada ha sido seguro para mí en los últimos cuatro años. Yo pensaba que sí: tenía trabajo, una familia, una magnífica casa, mi fe asentada, mi dulce rutina, un cierto prestigio… una edad.
–Sí, bueno, ahora hay muchos sin todo eso –apunté–. Aunque la edad no perdona.
–¿Sabes? Tengo que pedirte un favor.
Como si estuviera plasmado en un guion, Gus interrumpió su anuncio y apuró de dos sorbos el resto del café. Recogió con su cucharilla la espuma de café que se refugiaba en el fondo de la taza. Yo no sabía qué decir y, mientras le observaba, capté la escena del otro lado del ventanal frente a mí. Nada grave: una mujer de edad tropezó y, tras ser ayudada por unos viandantes, se ajustó la mascarilla azorada y con sonrisa de circunstancias mostró su agradecimiento a quienes la habían ayudado. «La gente es buena por naturaleza», pensé.
–Sí, claro Gus. Si está en mi mano…
–Ahí es justo donde está. En tus manos.
–Tú dirás.
–¿Conoces a Irene Díaz de Otazu? –me preguntó.
Irene Díaz de Otazu. ¿Quién no había oído hablar de su salvaje atropello? Una historia negra que sorprendió mucho a los que la conocíamos de Green Technology.
Irene había contribuido desde joven al desarrollo admirable de una de las empresas más innovadoras en el campo de los videojuegos y la realidad virtual en España. Luego vino el boom de las plataformas alternativas y los lenguajes de programación abiertos, y Green Technology se vio obligada a reinventarse y adelgazar. Pero lo más tenebroso fue el desenlace de un oscuro juego de intereses torcidos y miserables afanes de poder: una salvaje agresión, tras la cual Irene tuvo que soportar una penosa y larga rehabilitación, de cuerpo y de alma. Tuvo un buen final, pero el trayecto fue arduo.
–Sí, claro que la conozco. Somos colegas de la misma asociación profesional.
–Ya lo sabía; era una pregunta retórica. Irene me ha hablado muy bien de ti, aunque llovía sobre mojado; sabes que te aprecio mucho –dijo Gus.
–Bueno, es mutuo. Irene me apoyó en algunas cuestiones técnicas, pero sobre todo me ayudó con su capacidad de escucha en un momento difícil.
–Sí, sé de lo que hablas. Nos vimos en uno de esos eventos a los que asistía antes, más arrastrado por el sentido del deber que por convicción, como el último en el que tú y yo coincidimos y en el que batí el récord de velocidad en huida. –Se rio cuando recordó aquella