Las calles. Varios autores
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Por un lado, este régimen se evidencia en una actitud primaria de desconfianza que conlleva a múltiples medidas de protección respecto del afuerino, ya sean cámaras, guardias de seguridad, miradas de desaprobación o armas. Si las miradas vigilantes que detectan su extranjeridad en un barrio bohemio en una zona habitada y frecuentada por sectores acomodados impactan a uno de los miembros del equipo de investigación, él mismo proveniente de las zonas más pobres de la ciudad, los perros aparecen como el arma de la que se precia una mujer que detecta la presencia de una de las observadoras del equipo en su calle en una población al sur de Santiago.
Por otro lado, este régimen se expresa en prácticas concretas de apropiación espacial, las que se diferencian según el sector socioeconómico. En los sectores populares, estas prácticas de apropiación se revelan, como ha ocurrido históricamente, por el uso doméstico de las calles (tender la ropa o poner la piscina inflable para los niños en la vereda) (Salinas, 2006), o por la apropiación para fines laborales, como lo muestra el comercio ambulante11. En los sectores de mayores recursos se trata, al contrario, de mantener la calle fuera del registro de la domesticidad como fórmula para dejar lo que consideran su espacio como una suerte de «espacio común restringido» (a los del propio grupo). Lo que implica lo anterior es un trabajo constante de definición por parte de los individuos respecto a la propiedad de los lugares, y de una fina detección de lo que corresponde al propio grupo social y lo que corresponde a otros.
La calle es, pues, considerada (vivida) como una suerte de propiedad de los diferentes grupos sociales, pero lo esencial es que, en términos generales, esta propiedad les es siempre reconocida por los otros grupos. En este contexto, la apropiación aparece como una modalidad de construir espacios transitables para sí mismos y protegerlos. En Bellavista, dos calles paralelas son poseídas en las noches por grupos sociales distintos que, en principio y por principio, no se tocan. El mundo del «carrete» popular y el de la cultura artística y gastronómica de los sectores medios acomodados conviven en una agitación simultánea pero disciplinadamente separada, delineando el paisaje del «Bella» como lo describe una de las observadoras-informantes, una mujer que trabaja en un carrito de comida ubicado en la calle Pío Nono. Las calles de Bellavista replican la ciudad, ya que en la medida que se transita de Oriente a Poniente, dice, «va bajando el nivel de ingresos». Así, mientras está el «Bella» de la calle Constitución «de calles buenas, limpias y agradables a la vista», el «Bella» de la calle Pío Nono aloja la «diversidad» y un público más popular. De espaldas una a la otra, estas calles son dos mundos paralelos.
La lucha por el espacio y su territorialización por supuesto no se da solamente entre sectores. Ella se da incluso al interior de las propias zonas y particularmente en aquellas donde la ausencia de una definición y resguardo institucional firme termina por dejar abierta la disputa entre los diferentes actores. Como opina una feriante que habita en una de las poblaciones con mayores índices de pobreza y peligrosidad de la ciudad, las calles se perdieron en la disputa frente a la droga, de manera que ya no pueden ser usadas para la sociabilidad porque «si estái mucho en la calle afuera, te puede llegar una bala loca, poh»; o como lo muestran algunas observaciones realizadas en algunas plazas y calles de las zonas de menores recursos, existe una disputa permanente respecto del tipo de uso que se les puede dar a las mismas (entre los niños, los grupos de jóvenes o los consumidores de alcohol o drogas) y de la distribución horaria de la ocupación de los espacios. Pero esta disputa se enmarca siempre en la imagen mayor de una representación que subraya la división citadina entre los sectores ricos y pobres.
De esta manera, la experiencia de espacios comunes a toda la población urbana del Gran Santiago, y del carácter común de la calle, esto es, de espacios que se encuentren sustraídos al régimen de la propiedad individual o corporativa, es particularmente escasa. Las calles de Santiago y su tendencia a ser concebidas como sujetas a regímenes de propiedad hacen que sólo muy raramente ellas aparezcan, en el imaginario de las personas, como un bien común y de acceso y uso igualitario para todos y todas las habitantes de la ciudad.
La difícil tarea de ser un anónimo
En el contexto de una ciudad fragmentada, una vida urbana fuertemente impactada por su división real e imaginaria, una sociedad en vías de reconstituir los principios que organizan la convivencia social y con individuos crecientemente conscientes de su capacidad de acción, el Otro y la experiencia de sí mismo como Otro se constituyen en dimensiones problemáticas de las experiencias de las personas.
En primer lugar, porque la fragmentación y la división hacen que la experiencia de encontrar Otros distantes, en términos de clase, en el uso y disfrute de las mismas calles sea poco frecuente, excepto por razones laborales y en contextos bien delimitados. El Otro, no en cuanto otredad individual y singular, sino en cuanto otro que es tal por cuenta de los signos del grupo social al que pertenece, es, a un cierto nivel, una experiencia inhabitual en la cotidianidad de una porción importante de la población.
En segundo lugar, porque dada la emergencia de nuevas expectativas de horizontalidad y la desestabilización de las formas tradicionales de ordenar las sociabilidades, los códigos que ordenan las interacciones, los frames como los denomina Goffman (2007), se vuelven inciertos e inestables. En consecuencia, la calle se ha constituido en una esfera en la que cada encuentro está abierto a una potencial disputa respecto de las formas apropiadas que deben ser respetadas en el encuentro con el otro (el asiento en el Metro, la prioridad de paso en una vereda, etc.).
En tercer lugar, porque dadas las dos primeras condiciones existe un reforzamiento de la desconfianza y del temor al otro (Lechner, 2006: 509). Lo anterior es potenciado por una percepción de los individuos como dotados con mayor capacidad de acción, como híper actores, con una tendencia a resolver los conflictos o situaciones que atraviesan apelando a sus propias fuerzas o poder sin recurrir necesariamente a mediadores con autoridad institucional o social (el policía, el conductor del bus, etcétera). En este contexto, la figura del anónimo, una figura preciada de ser una novedad a celebrar con la llegada de la modernidad (Berman, 2004) y las grandes ciudades, y una pieza constituyente de la calle en contextos normativos igualitarios, resulta en Santiago hoy día particularmente difícil de encarnar.
El anonimato es considerado un atributo fundamental en la experiencia de la calle (Joseph, 2002; Goffman, 1979). La experiencia de la calle, como sostiene Delgado, implica, en sus formas deseables, que los individuos se encuentren fuera del alcance de las clasificaciones identitarias y que los universos simbólicos particulares sean puestos entre paréntesis. Así, lo que debería reinar en ella es lo que Goffman ha llamado una desatención cortés, garantía del espíritu igualitario, es decir que la privacidad y reserva de cada cual sea respetada de manera tal que todos y cada uno reciba la misma consideración, excluyendo la posibilidad de ser hecho sentir como sospechoso o como motivo de alarma (Delgado, 2007: 188-191). Igualdad, desatención cortés y anonimato se encuentran íntimamente entrelazados.
Pero las calles santiaguinas parecen exigir exactamente todo lo contrario. En ellas se exige un trabajo constante de mostración de signos de identificación social (que permitan tranquilizar a los otros porque se es uno de «nosotros») o, en su defecto, de una presentación de sí con un agudo trabajo de disimulación de los mismos (que permitan pasar desapercibido o al menos aparecer como inocuo al estar dispuesto a respetar las reglas del territorio). Ellas están pobladas por la presencia de ojos vigilantes, atentos a descifrar la información contenida en los signos externos de los viandantes. La calle exige roles, marcos y funciones que justifiquen la presencia en ellas, ya que la ausencia de estas señales es tomada como signo de amenaza o al menos de alerta. En este contexto, el anónimo es principalmente fuente de inquietud y objeto de desconfianza. Como dice uno de nuestros observadores-informantes, en la calle «tenís que tener un rol muy definido» porque «los lugares son muy guetos». Dicho en los términos propuestos por DaMatta, en su famoso