Las calles. Varios autores

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va de la mano con una desestabilización de las formas tradicionales de ordenar las sociabilidades y los intercambios. No obstante, debido a que estas fórmulas tradicionales no han desaparecido y se mantienen actuantes en las lógicas de ordenamiento de las relaciones sociales, los códigos que ordenan las interacciones, los «frames»,como los denomina Goffman (1986), se vuelven inciertos e inestables. Lo que reina es la incerteza sobre cuáles serían, en verdad, las exigencias a las que legítimamente puedo aspirar respecto del trato que me da el otro o que debo dar al otro en función del estatuto y lugar social ocupado transitoriamente en cada encrucijada relacional. En cada interacción social, por tanto, deben encontrarse de manera renovada salidas para las tensiones que se producen debido a que las relaciones se encuentran presionadas a articularse en un contexto en que el marco tradicional ha sido ya desbordado, pero no se han instalado consistentemente nuevas lógicas relacionales. Las definiciones de lo que es el contenido de la civilidad son afectadas por la duda y hasta por la confusión.

      Cuando irritación y densificación se encuentran, como es en nuestro caso, uno de los resultados es el surgimiento de una construcción de la escena de la calle como la de una lucha aguda por el espacio. La densificación, así, termina por fertilizar el campo de las irritaciones relacionales y las lógicas que las gobiernan. Pero, todavía más, al hacerlo agudiza las condiciones para el despliegue de las desigualdades interaccionales.

      El Metro, como uno de los escenarios privilegiados de este encuentro entre densidad e irritación y de las desigualdades interaccionales que en su seno se engendran –aunque de ninguna manera el único–, nos servirá para graficar lo antes discutido.

      2. La lucha por el espacio (y el tiempo): desigualdades generacionales, de género y de dotación física

      El Metro de Santiago, desde el inicio del sistema de transporte Transantiago, aumentó a casi el doble el número de pasajeros. Pasó de movilizar a 1,4 millones de pasajeros al día en 2006 a 2,4 en 2007 en los horarios de máxima afluencia, y de 331 a 601 millones de pasajeros en el periodo de un año. En tanto, para 2017 alcanzaba 685 millones de viajes anuales (Metro de Santiago, 2018). El surgimiento de la tarifa integrada14 y la expansión de líneas permitieron el acceso creciente de habitantes de zonas de menores recursos15, y aumentaron de manera significativa la densidad del Metro en las horas de mayor afluencia16.

      El maremágnum creado por una enorme afluencia de personas en las llamadas «horas punta», coincidentes con los traslados hacia y desde los lugares de trabajo, ha convertido el acceso a este servicio, que en cuanto público puede ser considerado como un bien común, en un espacio de despliegue de estrategias y de interacciones ríspidas siempre en el límite con la violencia.

      Como lo revelan las observaciones realizadas, y como cualquiera lo experimentaría un día de la semana en estos horarios, a pesar de la gran cantidad de gente apostada en los andenes de las estaciones, de las restricciones para ingresar a ellos y de su estado siempre al borde del colapso momentáneo, la normalidad (aparente) es el tono en el Metro de Santiago. Es la normalidad de la resignación, y los pasajeros saben convivir con ello. No hay dramatismo. Hay concentración. A pesar de su aparente caos, el Metro es el marco de estrictos protocolos y regularidades individuales y colectivas. Las regularidades y este aire de normalidad son el resultado de un nutrido aprendizaje de premisas básicas y estrategias provenientes de la continua experiencia.

      El viaje implica un plan, sobre todo en las horas punta, una cuestión de «profesionales», pero los únicos que pueden desbaratar tal plan son los otros viajeros que también cuentan con un plan. En el Metro se despliegan esas estrategias asumidas y aprendidas por años de viajes, no sólo para embarcarse sino que también para hacerlo de la mejor forma posible y que signifique un viaje con los menores sobresaltos e incomodidades posibles, contando con las diferentes variables.

      Así, las observaciones muestran rápidamente que los pasajeros tienden a agruparse por sectores sobre el andén. Esa tendencia a agruparse tiene que ver con lograr una mejor posición a la hora que el tren abra sus puertas. Estar bien ubicado incluye, si no tener un asiento, por lo menos lograr un espacio cómodo dentro del vagón. Esta estrategia implica conocer el diseño de los trenes y saber con precisión dónde pararse sobre el andén para quedar justo al centro de la puerta de entrada al vagón y, por supuesto, ganarle al que está al lado. En el momento en que se detiene un tren, los pasajeros se agolpan de tal manera que avanzan como en un bloque, unos tras otros, dando cortos pasos empujando al de adelante con uno o dos brazos a la altura del vientre y el pecho, para facilitar el avance, presionando al pasajero que le sucede. Muchas veces se escuchan entre la multitud voces, masculinas y femeninas diciendo «no empujen», pero muchos de los cuerpos de estas voces van al mismo tiempo presionando, es decir, empujando al que va delante.

      Las estrategias se ajustan y se pluralizan. Por ejemplo, no es lo mismo ser pasajero de una estación terminal que de una intermedia. Para una u otra las estrategias cambian. En estas últimas, generalmente en hora punta, los trenes vienen llenos y a pesar de la poca gente que puede haber en los andenes compitiendo por subir, son pocos los que lo logran, dado el escaso espacio en los vagones. En una estación media ya no hay asientos, tampoco rincones; se trata sólo de lograr subir como sea y acomodarse aferrado al techo o confiar en que la presión sea tanta que ante cualquier circunstancia, no habiendo logrado aferrarse a nada, nadie se caiga. Es necesario hacer uso de la fuerza para empujar, de la agilidad para acomodar el cuerpo al poco espacio disponible y del equilibrio para resistir los embates de los otros candidatos a ingresar al tren. La diferencia física juega un papel inobjetable. Siempre que el tren va lleno de pasajeros y se detiene en una estación intermedia, pareciera que no cabe nadie más, que es imposible que alguien más pueda subir, pero siempre ocurre que tres o cuatro pasajeros lo consiguen aunque no se baje nadie. Esos tres o cuatro pasajeros que lograron subir son estrategas, conocen los tiempos y las cadencias, las presiones a ejercer y cuánto y cuándo empujar. Obviamente estos estrategas suelen no ser niños, ni adultos mayores, personas con discapacidades o con dificultades de movilidad por razones de físico.

      El espíritu de la competencia se generaliza y se extiende a todas las situaciones, incluso a aquellas que no parecieran necesitarlo en apariencia. La llegada de un tren sin pasajeros, cuando se trata de una estación de origen del recorrido o en una combinación colapsada que inyecta un tren vacío con el fin de descongestionar, tiende a convertirse en una situación que puede hacer caóticos los intentos por subir. Pareciera que hay lugar para todos, pero eso no parece así en las conductas de los pasajeros. Siempre existe la posibilidad de quedar abajo. Siempre se puede tener un mejor lugar. Por lo tanto, la estrategia es empujar y quejarse. Si cuando viene un tren con gente un pasajero de tercera o cuarta fila sabe que le será difícil subir, cuando llega un tren vacío pareciera tenerse la convicción de que se tiene asignado un lugar y que por tanto es lícito luchar por él con las armas físicas disponibles: empellones, codazos y hasta cabezazos. Quedar abajo en esas circunstancias parece una afrenta, un reto al orgullo del viajero estratega.

      El despliegue de estas estrategias no es sólo individual, sino colectivo. Pero que así sea no puede llevar a considerar que se trata de estrategias inevitables, desplegadas por individuos aislados que son meramente víctimas de un sistema de transporte público mal diseñado y sobrepasado por un volumen de pasajeros que no es capaz de atender a la población dignamente. Son formas de interacción también producidas por el colectivo de los usuarios. Si bien existe la precondición estructural a ciertas estrategias, ella no explica completamente el hecho de que estas estrategias puedan tomar formas que se encuentran al límite con la violencia, como es el caso de personas caídas por la potencia de los empujones o roces que terminan en diálogos cargados de una altísima tensión agresiva. Sin duda, las formas que estas interacciones toman están fuertemente influidas por el fenómeno más general de irritación relacional que atraviesa la sociedad chilena.

      El miedo a una evolución de la situación que podría ser cada vez más violenta está siempre presente. La violencia potencial es parte de las expectativas

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